De locos y visionarios

El polémico Nobel de Knut Hamsun

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Cuando el hermano de Albert Nobel murió, un diario francés confundió los nombres y Albert tuvo ante los ojos su propio obituario: “El mercader de la muerte ha muerto”. Si ya antes de este evento el ingeniero sueco, inventor de la dinamita, sentía las punzadas de la culpa por lucrar con explosivos, darse cuenta de cómo sería percibido después de muerto lo sacudió. De esta culpa y de la necesidad de redimirse de alguna manera, nacieron los premios que llevan su nombre. Se otorgan a instituciones o personas que hayan logrado hechos notables en beneficio de la humanidad en la medicina, la física, la química, la literatura y la paz. En 1920, el ganador en el área de literatura fue el escritor noruego Knut Hamsun.

Aunque El círculo se ha cerrado no es considerada su obra maestra, me enfocaré en ella por su sensibilidad en el desarrollo de los personajes y por la profundidad filosófica detrás de la historia. La novela transcurre en un aburrido pueblo noruego: “Cuando la gente acude al muelle del barco costero no gana nada, pero tampoco pierde”, empieza, “se queda igual que estaba, tal vez con la depreciación por desgaste de calzado”. Y es verdad que en el pueblo nada cambia. La gente vive y muere siguiendo reglas prestablecidas por una sociedad cerrada a cualquier discusión que amenace sus prejuicios. Sólo Abel Brodersen es distinto. Un buen día, sale del pueblo y se va a recorrer el mundo. Su ida es un acontecimiento importante; en la mente de los habitantes que apenas se atreven a romper una rutina, un aventurero causa expectativas. El hijo del farero, convertido en millonario, fantasean algunos, mirando de reojo a sus hijas casaderas.

El circulo se ha cerrado

Qué desilusión verlo regresar igual que antes, sin ninguna de las aspiraciones que le habían atribuido. Para colmo de males, tiene la tendencia de deshacerse del dinero con una generosidad que les parece irresponsable. Pero Abel sigue sus propias reglas y, con la misma facilidad con que se desprende de los bienes materiales, no le provoca escrúpulos robar. Es un hombre versátil: cambia de ladrón harapiento a confiable capitán de un barco y de capitán a vagabundo sin perder un ápice de su esencia. Abel rompe con los esquemas porque no le interesa pertenecer; los rituales para ser considerado parte de la sociedad le son indiferentes.

Para él, ser banquero o indigente son formas de vida igual de válidas. Cuando hereda, en lugar de comprar ropa y dejar la pocilga que encontró en las afueras del pueblo, reparte la herencia entre quien le pida dinero. Bien podría hacer un esfuerzo y lucir trajes nuevos, a la moda, piensa la gente. Un hombre bien parecido, con manchas de grasa en el abrigo… ¿Es Abel un antihéroe o un héroe? La pregunta queda en el aire. El final de la historia, magnífico, despierta reflexiones que maduran con el tiempo, mucho después de haber cerrado el libro. Cuesta asimilar la magnitud del último acto de Abel.

Knut Hamsun nos presenta a su personaje desde distintos ángulos. Él no lo juzga. Nosotros, sus lectores, seremos los jueces. El comportamiento de Abel nos confronta con el nuestro, como individuos y como parte de un sistema de reglas fijas. Sería lógico pensar que el autor de una novela profundamente sensible, era un hombre, si no íntegro, por lo menos empático con sus congéneres. Nada más ajeno a la realidad. El Nobel noruego creía en la supremacía racial y en la limpieza étnica. “Los negros son y seguirán siendo negros, una incipiente forma humana de los trópicos, órganos rudimentarios en el cuerpo de la sociedad blanca. En vez de fundar una élite intelectual, Estados Unidos ha establecido un criadero de mulatos”, escribió en La vida espiritual de la Norteamérica moderna. Si bien es cierto que el premio le fue concedido en 1920, antes de que su siempre admirado Hitler proclamara abiertamente sus ideales, ya para entonces Knut Hamsun había dejado claras sus posturas. No debería haber causado sorpresa que, más tarde, le regalara a Goebbels la medalla.

Knut Hamsun
Imagen: Medium.

El testamento de Albert Nobel establece que el galardón debe dársele a personas cuya obra beneficie a la humanidad. Hamsun ganó el Nobel, precisamente, por su obra. ¿Hubiera sido válido negárselo por sus creencias? ¿Qué tanto se debe separar a la persona de su creación artística? Por conflictivo que resulte, el bien puede venir de una persona con ideas aberrantes. Lo contrario también es cierto. Einstein, por ejemplo, uno de los creadores de la bomba atómica, era un pacifista. En el caso concreto de la literatura, desde mi punto de vista, una vez que son lanzadas al mundo, las obras deben evaluarse por sí mismas.

Imaginar a un personaje como Knut Hamsun subir al podio y, entre aplausos, recibir el dinero que le permitirá dedicarse por completo a la literatura, un oficio menos inocuo de lo que parecería, causa conflicto. La palabra es un arma poderosa. Sin embargo, a mí me preocuparía más poner bajo la lupa la vida de los autores antes de reconocer que el resultado de su trabajo es, literariamente, valioso para la humanidad.


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Las sombras de Gonzalo Sánchez de Tagle

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Gonzalo Sánchez de Tagle –abogado, historiador y escritor– publicó un libro de poemas imprescindible para quienes buscan respuestas más allá de los conceptos aceptados. Tu sombra en el espejo es un recorrido por los pensamientos que desencadenan la concepción, la vida, la muerte, el pasado, el presente y el futuro. Reflexiones que nunca se quedan en la superficie. Planteamientos que cimbran las creencias ancestrales. La mirada crítica de Gonzalo Sánchez de Tagle nos reta a cuestionar lo establecido; a romper con los atavismos y buscar en las sombras un universo quizás más real, a veces mágico, a veces tremendo. Como el hombre encadenado de la caverna de Platón, leer Tu sombra en el espejo invita a liberarse de las cadenas que nos atan a una realidad aprendida, no vivida. De la mano de filósofos, mitos y leyendas, el lector incursionará en la complejidad de la mente humana. Viajará a la prehistoria, hará un alto en el mundo prehispánico –de especial interés para el escritor– y llegará a un puerto distinto, hecho de sensaciones y, al mismo tiempo, sorprendentemente tangible.

“Entre sábanas y los pechos caldosos
De tu madre, palpitas agitada,
En sintonía con los latidos de su corazón.
Duermes las fantasías de ancestros
Que te reconocen serios en tu cuna.
En la penumbra los distingues,
Confusa por tanta diligencia
Y les tiras los brazos instintivos
Para tocar su rostro familiar.”

Y más adelante, en el mismo poema, Comienzo o sobre Elena:

“Sueñas en constelaciones rojas,
Que son el útero del cosmos
En donde estuviste arropada de vivir
Al mediodía del universo.
Ahí está tu pensamiento que no frecuenta imágenes,
Sólo conciencias embriagadas.”

tu sombra en el espejo
Imagen: Aristegui Noticias.

Tu sombra en el espejo no es un libro que se lee de un tirón. Es necesario detenerse en cada poema, en cada estrofa. Dejar que las palabras encuentren su lugar en nuestro imaginario. Que despierten recuerdos y emociones. Que nos hagan dudar o nos enfrenten. Cito unas estrofas de Inútil o sobre Russell:

“No sabes cómo actuar,
Orfebre escrupuloso
Y encaprichado adolescente.
Tu cólera de destrucción
De pueblos e indulgencias de prosapias.

Asientes al sufrimiento desquiciado.
Y en los juegos de dados
Aventuras el destino humano
Que resulta en miseria
Y llagas sobre llagas.”

Y el final del poema, lapidario:

“El gran vergel de abundancia del tiempo entre tiempos.
Redenciones caducas,
Clemencias no pedidas y modelos astrológicos
Que caen al fondo y son pretexto de males.

La vanidad,
Eso es Dios.”

gonzalo sanchez de tagle
Imagen: El Universal.

¿En qué cree el autor de Tu sombra en el espejo? ¿Cómo compagina su profesión de abogado con la escritura, las imágenes que apenas se vislumbran en la niebla con el día a día de leyes claras y contundentes? Por medio de la palabra, esta herramienta que nos permite expresar los conceptos y los sueños. Gonzalo Sánchez de Tagle la utiliza con maestría. Si algunos de sus textos son complicados es porque no está dispuesto a banalizar el lenguaje. El esclavo de la caverna de Platón necesitaba herramientas físicas para liberarse de las cadenas que le impedían salir al mundo real. Nosotros tenemos las palabras. Gracias a ellas, podemos viajar en el tiempo, vivir todos los mundos posibles o hacernos pequeños como un átomo para pasar un momento en una mente ajena. La riqueza de lenguaje en Tu sombra en el espejo es una muestra.


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El hombre que recuperó los nombres

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Pedro odiaba la armonía y la belleza. Visualizarse contemplando en silencio un atardecer le causaba retortijones y el vuelo de una mariposa blanca lo hacía rechinar los dientes. Por eso, cuando su pueblo y los alrededores empezaron a convertirse en sucursales del infierno en cuanto a estética, Pedro vio una luz de esperanza. Si las cosas continuaban así, nadie tendría que ocuparse por tirar la basura en su lugar, ocultar los focos pelones detrás de pantallas, mucho menos por cortar las varillas que sobresalían de las construcciones. Ya nadie molestaría con quitar los deshuesaderos a la entrada del pueblo y, lo mejor, el plástico conquistaría cada espacio vacío. ¡Qué placer le causaba ver a las presas llenarse de llantas, qué emoción que los enredijos de cables de luz impidieran contemplar las montañas! Su felicidad llegó al máximo el día en que descubrió la venta de ropa usada en la plaza principal. De las ramas de los árboles colgaban pantalones, suéteres, camisas… Congruente con su amor por el desorden, Manuel atiborró su azotea de objetos inservibles, seguro de que los vecinos seguirían su ejemplo. Y así fue.

Poco a poco, las calles se llenaron de grafiti y los basureros se convirtieron en depósitos de agua estancada. Los puestos de comida, en un paraíso para las bacterias. Por las tardes, Pedro se sentaba en la azotea, rodeado de basura, para ver al sol ocultarse entre cables y tinacos. Ni rastros de naturaleza, pensaba, feliz. La música de su radio, a todo volumen, se oía hasta las calles más alejadas. Entre menos silencio hubiera, mejor. Nada más útil para sus propósitos que la enajenación. Como el proceso de decadencia fue lento la gente se acostumbró a vivir rodeada de ruido y fealdad.

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Imagen: Adrian Owen.

Unos años después, cuando los pescadores pescaban más botellas de plástico que peces y los niños iban perdiendo audición, llegó un hombre que se había ido del pueblo de muy joven. Se llamaba Manuel y llevaba décadas deseando volver. Recordaba con añoranza el aire limpio, la brisa de la tarde, el agua limpia de las presas, que eran santuarios de miles de aves. Había extrañado tanto el silencio de las noches y el brillo de las estrellas que en la ciudad apenas se vislumbraban… le parecía un lujo recuperar el olor a yerbas, el sonido de las pequeñas olas al reventar en las orillas de las presas. Se bajó del camión a un par de kilómetros y recorrió a pie el resto del camino. No quería perderse nada. El orgullo de pertenecer a ese pueblo privilegiado por la naturaleza le daba ganas de llorar.

Lo primero que vio en la entrada fue el deshuesadero. El resto se le vino encima como un golpe en la cabeza. No, ese no podía ser su pueblo. ¿En dónde estaban los árboles bajo cuya sombra descansaban los viejos? ¿De dónde salía el olor a podredumbre y caño? Y, lo peor, ¿por qué la gente estaba enojada, por qué nadie sonreía? Manuel sintió que se moría. En esto se había convertido el lugar de sus sueños. Basura y desorden adentro, cerros talados afuera. Y el ruido. Ruido por todas partes. Motos con los escapes abiertos, música estridente… era incluso peor que en la ciudad de la que por fin había escapado. Tenía ganas de dar marcha atrás cuando una parvada de pijijes pasó volando sobre él; alcanzó a ver sus picos anaranjados. Le costó averiguar a dónde iban. La gente había olvidado qué eran, como había olvidado los nombres de la flora y fauna que seguía cobijándolos sin que ellos lo supieran.

presa
Imagen: Craig T.

Poco a poco, Manuel recuperó cada nombre perdido. Con infinita paciencia, a paso de hormiga, logró que, primero los niños, luego los adultos, se interesaran por conocer de qué estaba hecho el paraíso que estaban destruyendo. Lentamente, los guajes, los osotes, los tasis y los cuates recuperaron la dignidad de no ser solamente árboles. Los arlomos, las tijerillas y las tuzas del campo alzaron la cabeza. Ya no eran bichos, gusanos o sabequeserán. Lo más difícil fueron los cerros, pero Manuel asegura que la primera vez que oyeron sus nombres, suspiraron con el alivio de quien recupera el alma. Era el inicio de una relación de respeto.

Las calles renacieron con sus historias individuales y los árboles de la plaza –ceibas, laureles y naranjos– abrieron las ramas a punto de quebrarse por el peso de la ropa que antes colgara de ellas. La gente limpió sus azoteas y, entre todos, hicieron que los cables de luz dejaran de ser un enredijo; se pasaron los deshuesaderos a lugares cerrados; se entubó el drenaje y se pintaron las casas. Cada barrio eligió los árboles que se plantarían y brigadas de gente de todas las edades se dio a la tarea de limpiar las presas. Hoy, son de nuevo santuarios de aves.

A Manuel le gusta sentarse en la compuerta para ver caer la noche sobre los cerros que cobijan al pueblo que la gente ha vuelto a nombrar con orgullo. Pedro no puede creer su mala suerte. Pero, bueno, siempre habrá otros lugares en donde sembrar el desorden.


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La inmutabilidad británica en las novelas de J.G. Farrell

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El escritor británico James Gordon Farrell decía que lo más interesante que le había pasado en la vida era el declive del Imperio británico. Sus novelas reflejan este interés. Disturbios, ganadora del Man Booker Perdido, habla de la Guerra de Independencia Irlandesa. La trama transcurre en un imponente hotel derruido, metáfora del imperio en decadencia. Mientras afuera el pueblo irlandés se rebela contra la Corona británica, en el hotel Majestic las raíces invaden los cimientos, las tuberías estallan, los techos se derrumban y las habitaciones están cada vez más sucias. Ya nadie cambia las sábanas antes impecables; la comida se ha vuelto apenas comestible y las excentricidades del dueño aumentan cada día. Afuera, los disturbios se incrementan por segundos. Adentro, los huéspedes se empeñan en vivir como si nada hubiera cambiado. Se arreglan para cenar, platican de banalidades y juegan a las cartas, haciendo caso omiso de los gatos que han invadido el bar. En medio de las turbulencias, son un ejemplo de civilización. Los bárbaros son los otros, esos irlandeses belicosos que deberían estar agradecidos con quienes intentan educarlos. La ironía de Farrell es tan sutil que en ocasiones el lector duda si en verdad piensa lo anterior.

James Gordon Farrell
James Gordon Farrell (Fotografía: National Portrait Gallery).

Al igual que en Disturbios, en El sitio de Krishnapur las críticas de Farrell son elegantes, incluso cariñosas, lo que no significa falta de agudeza. Sus personajes están llenos de prejuicios acumulados durante generaciones. Se sienten superiores y no dudan en emitir comentarios condescendientes sobre cualquiera que sea distinto. En menor o mayor grado, cada uno de ellos lleva el racismo grabado en los genes. Puesto de esta manera, cualquiera pensaría que son odiosos. El don de Farrell radica en cómo los va dibujando. Intransigentes, excéntricos o sensibles, son seres humanos complejos. En su obra no encontraremos a los “buenos” y a los “malos” ni leeremos historias de odio a individuos o de enaltecimiento a los pueblos subyugados. El peso de sus críticas al colonialismo se debe a esta capacidad de diferenciar entre personas y país. Puede estar en contra de las invasiones y, al mismo tiempo, ver a las personas en su totalidad, con las limitaciones impuestas por la rigidez de una educación de la que no resulta fácil liberarse.

El sitio de Krishnapur nos muestra a un grupo de gente llevada al límite durante un encierro forzoso. Vemos a las mujeres enflacar y perder los dientes, sus vestidos convertidos en harapos; a los hombres sin fuerza para empuñar un arma. Lo único que conservan es esa educación obsesiva a la que se aferran para sobrevivir, como otros se aferrarían a un dios. La forma en que Farrell se mantiene fiel a cada uno de ellos, en que los sigue y los pone a actuar en situaciones trágicas o realmente divertidas, sería suficiente para hacer de sus novelas obras maestras. Pero el autor británico no se conforma con esto. Cuando creemos que todo está resuelto, hay una fina vuelta de tuerca. Es en las últimas líneas en donde el planteamiento cobra mayor fuerza. Si tuviéramos duda de la postura de Farrell frente a las conquistas de su pueblo, ahí nos quedaría clara.

Salman Rushdie opina que, de no haber muerto tan joven, sin duda Farrell hubiera sido uno de los más grandes escritores en lengua inglesa. Yo creo que lo fue. Sus historias siguen siendo un punto de referencia que nos permite acercarnos al pueblo británico desde el carácter de su gente y, al mismo tiempo, disfrutar de una lectura divertida, ingeniosa y crítica.


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Piranesi en su laberinto

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Se pueden pasar horas viendo los grabados de Giovanni Battista Piranesi. Además de la genialidad de su pintura, sorprende la cantidad de elementos que el observador descubre en cada visita. Para mí, sus mejores obras son las que nos pierden en escenarios del inconsciente. Estar frente a ellas es incursionar en los sueños de su autor; la fantasía se convierte en una realidad alterna, palpable.

El libro de Susanna Clarke, Piranesi, es un viaje tan maravilloso como los grabados del pintor veneciano. La casa en donde vive el protagonista es inmensa. Sus galerías se conectan por vestíbulos medio en ruinas y el agua entra por todas partes. El ruido del mar es constante como el corazón de una madre que protege al niño en su vientre. Agua de mar y agua dulce en abundancia. Peces, algas y aves. Para el Piranesi de Susanna Clarke, vivir en ese entorno es un privilegio, lo que no quiere decir que sea fácil. Sobrevivir implica ser ingenioso y tener empeño, cualidades que nuestro protagonista tiene de sobra: hay que buscar comida, fabricar herramientas y ropa, prepararse para los embates de la naturaleza, cubrirse del frío… Pero no todo es sobrevivencia. Una de las labores que Piranesi disfruta es cuidar de los huesos de los difuntos que ha encontrado en los corredores. La casa cuida de él y él cuida de los muertos.

portada de piranesi

El único ser humano vivo aparte de él vive en una galería separada. A diferencia de Piranesi, el otro no siente empatía por los difuntos, las aves o las estatuas que pueblan los grandes espacios. Lo único que le interesa es encontrar poderes perdidos a través de los siglos. Es un mago científico, un maestro. Piranesi obedece sus órdenes y lleva un recuento preciso de lo que ve. Calla cuando debe callar, acude a los llamados y llena página tras página, hasta que se da cuenta de que a él los poderes no le interesan. Su vida tiene suficiente sentido.

A partir de esta revelación, la novela cambia. El otro hace creer a Piranesi que corre el riesgo de enloquecer si no sigue sus instrucciones. La más importante, huir de un extraño que llegará en cualquier momento y cimbrará sus creencias. Y sí, el extraño llega, pero no es el enemigo, sino el rescatador. El problema es que Piranesi no quiere ser rescatado de la morada en donde el otro lo ha mantenido preso. ¿O la verdadera cárcel será la razón que impera fuera de ella? Como el extraño que llega a buscarlo, el lector empieza a dudar. Las certezas se diluyen cuando el inconsciente aflora. La división entre la locura y la cordura ya no es tan clara. El sueño y la vigilia, la realidad y la fantasía…

Susanna Clarke ha escrito una novela que requiere de toda nuestra atención para transitar por caminos repletos de vericuetos. Al terminarla, quedan ganas de recorrerlos de nuevo; la sensación de lo mucho que no vemos a pesar de tenerlo frente a nosotros. Piranesi está hecho con la maestría de una escritora capaz de cerrar una historia osada sin dejar cabos sueltos. En las últimas páginas, cada elemento de la trama cobra sentido y el lector se despide con renuencia de Piranesi. La nostalgia por la casa de las estatuas permanece.


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A machetazos

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Me imagino que el primer golpe le llegó por la espalda y no vio la sombra del machete sobre su cabeza. Él tampoco hizo ruido. Al ver a Jacinta en el piso, recargó el machete en una silla y salió de la casa, cerrando la puerta detrás de él.

Atravesó el pueblo con paso decidido y en la delegación le dijo a Jesús, el policía:

—Ve a mi casa a ver lo que hice, maté a mi mujer, ve a ver lo que hice.

Jesús lo tomó a broma hasta que la expresión de su amigo lo obligó a coger su sombrero y pedirle al otro policía que lo acompañara.

—Quédate aquí —le dijo a Vicente antes de irse—, no vaya a ser cierto y luego no te halle.

Afuera de la casa se dieron cuenta de que no tenían orden de cateo y como el delegado era un hombre estricto, después de deliberar un momento le pidieron a un niño que entrara por la ventana y les informara lo que había adentro. El niño tardó en salir y además tuvieron que esperar a que acabara de vomitar para tener el informe. No, no había ninguna mujer muerta. Estaba doña Jacinta en un charco de sangre.

Cuando Jesús regresó del Seguro Social con el acta de defunción en la bolsa de la camisa, Vicente seguía sentado en el mismo lugar, las manos sobre las rodillas y ni una gota de sangre en la ropa. Como la cárcel estaba llena y el delegado tardaría en volver, soltaron a un preso para acomodar al nuevo.

machete
“El Machete” de David Alfaro Siqueiros.

Esa noche, Jesús no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía a Vicente, su amigo desde la infancia. Los niños lo querían mucho, sobre todo sus nietos; lo seguían a todas partes pidiéndole que les contara una de las mil versiones de cómo había perdido el dedo que le faltaba y en las tardes lluviosas, cuando no podía llevarlos a pasear en la carreta, jugaba palillos chinos con ellos. Jesús oía las carcajadas desde su casa. Pensar que ni borracho era agresivo, en lo infinita de su paciencia…

De Jacinta, en cambio, sólo recordaba su cara muy pálida en la clínica del Seguro Social y sus últimas palabras:

—Maldito tecolotero.

El tecolotero es el brujo—adivino. Da consultas a través de un agujero en la pared. Por cincuenta pesos se puede oír el aleteo; otros tantos aseguran la interpretación del problema y otros más, el remedio. Jesús nunca había ido a verlo porque no creía en brujerías. Además, no había tenido la necesidad, pero conocía el procedimiento.

—No quiero oír el aleteo —dijo mientras pasaba los billetes por la rendija—. Sólo traigo cien pesos.
El hombre —tecolote guardó un silencio hostil.
—Quiero saber qué mitote traía con Vicente. Me imagino que ya sabrá lo que hizo.
—El tecolote aleteó recio ese día.
—A mí no me venga con tarugadas. Dicen que últimamente no salía de aquí.
—Yo ni sé quién está del otro lado.
—Le voy a creer…

A pesar de recibir otros cincuenta pesos, el brujo se resistía a hablar del asunto. Jesús tuvo que amenazarlo para que contestara sus preguntas.

Jesús logró que trasladaran a Vicente a la cárcel de Agua Prieta porque la de Guadalajara estaba llena de mariguanos y su amigo no quería codearse con ellos.

tecolotero
Imagen: Televisa.

—Mira qué angosto es el corredor —le dijo cuando fue a visitarlo—, se siente uno ahogar… hasta el techo tiene alambre de gallinero. Ese cuarto sin ventanas es donde me encierran cuando empieza a pardear. Duermo con otros cinco hombres. A mí me tocó la litera de abajo, a ver si un día no quedo despanzurrado.

Jesús lo interrumpió:

—Ya sé por qué la mataste: en una borrachera se te metió la ocurrencia de que Jacinta, a su edad, andaba con otro. De modo que fuiste a ver al tecolotero para ver si era cierto y él acabó de calentarte la cabeza. Sabrá Dios qué tanto te dijo, pero entre sus argüendes y el alcohol, seguro no estabas pensando bien.

Vicente no parecía escuchar. Habló de la comida, del temporal, de su marcapasos que, por viejo, le sacaba buenos sustos, de lo triste que era estar encerrado con una bola de malvivientes y en voz más baja, de sus hijas, a las que nunca volvió a ver.

Cuando Jesús ya se iba, lo detuvo del brazo:

—Vieras cuánto me arrepiento…

El policía se quedó inmóvil. Al ver los ojos de su amigo llenos de lágrimas, pensó en el remordimiento que no lo dejaría en paz, en el dolor de haber perdido a sus hijas. Le puso las manos en los hombros, sin encontrar palabras, pero Vicente siguió hablando:

—De no poder ir a cazar conejos, de no estar para la siembra del garbanzo, de ya no cuidar a mis nietos…


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Como es afuera es adentro

Lectura: 2 minutos

Desde la azotea de la casa se ve la plaza del pueblo, un jardín en donde los viejos observan a la gente entre dos juegos de ajedrez. En donde los niños se roban las naranjas de los árboles cuando el jardinero está distraído y los novios se encuentran a la salida del trabajo. Los sábados, un tianguis la asfixia.

Desde la azotea, también se ve el campanario que ahora se usa cada vez más para replicar los dobles, ese lamento de campanadas largas, tristes, que anuncian la muerte de alguien. Se ve el atrio de la iglesia, con la cruz de cantera para persignarse antes de entrar. A las mujeres que llegan tarde, pero guapas; a los hombres de botas relucientes. A las jóvenes furtivas que voltean de un lado a otro antes de entrar a pedir un milagro. Al cura que barre él mismo la calle; al sacristán y a los monaguillos.

Es un pueblo lleno de vida que, un día, se quedó vacío. Las puertas de la iglesia se cerraron y la plaza se acordonó. Las hojas de los árboles se acumularon en las esquinas.

pueblo solitario
Ilustración: Leonid Afremov.

La casa de la azotea con vista al pueblo también se vació. Sólo quedó un matrimonio que la cuidaba desde hacía años. Acostumbrados al movimiento en los pasillos, al escándalo a la hora de las comidas y a las risas de los niños, los días les parecían eternos. Él leía libros de herbolaria, ella bordaba. Tenían prohibido salir más allá de la única tienda abierta en el pueblo. Compraban lo necesario para la semana y regresaban al encierro. El virus que azotaba al planeta se había adueñado de sus vidas. Aprendieron a llenar horas muertas y a buscar consuelo en pequeñas ilusiones. Por las tardes, subían dos sillas a la azotea y esperaban a que pasara el cura por el atrio para platicar un momento con él a gritos.

Pasaron los meses y, al igual que el anciano matrimonio, la gente del pueblo empezó a acostumbrarse a las nuevas rutinas. Los trabajadores del campo eran los únicos que salían con libertad. En las calles vacías, notaron cosas que nunca habían visto: una huerta detrás de un muro de piedra o macetas llenas de flores en una fachada. En las casas, los niños inventaban mundos para escapar del aburrimiento.

Hace unos días, el delegado anunció que ya se puede dejar el encierro. Pero algo cambió en el interior de la gente. Ya nadie quiere salir. Se ha hecho costumbre oír la misa por altavoz y los trabajadores del campo le han tomado gusto a las reuniones en familia. El matrimonio con vista a la plaza ha puesto una sombrilla en la azotea. Desde ahí observa, como un teatro, los encuentros de los novios, los únicos humanos en las calles repletas de pájaros que le han perdido el miedo a los hombres.

Era un juego, mienten las sombras

Lectura: 2 minutos

Clara duerme en una habitación llena de veladoras, se lo pidió su padre antes de morir. El brillo ambarino que se cuela por las rendijas forma un manto cada vez más largo y en las mañanas, cuando Clara sopla sobre las mechas, el humo llega a la cocina.

Vive con su madre en una casa donde la madera cruje y las ventanas rechinan. La única persona que las visita es un hombre obsesionado por su piel. Si le permitiera tocarla, si pudiera acariciar su pelo y sus ojos pálidos lo miraran… Clara se apoya en el marco de la ventana para ver a los patos que tanto le gustaban a su padre y soñar con las tardes en que los desplumaban juntos y sus manos se rozaban.

¿Qué buscas, Clara?, la voz del hombre la regresa al mundo donde su padre ha dejado de existir. Se separa con un suspiro del marco y el hombre encuentra una excusa para pasar la mano por la madera donde estuvieron sus brazos. La madre la observa encender una vela y subir con ella a su habitación. Cuando se pierde de vista, el hombre ahueca las manos y huele la cera que recogió del marco.

juego sombras
“A girl sitting by a window”, Carl Vilhelm Meyer (1918).

En la soledad del ocaso, la madre prepara algo de comer. Nada que recuerde el pasado, pan y un poco de queso, aceitunas… pero ha olvidado cerrar la ventana y el graznido de los patos es atroz. Cómo le tiemblan las manos, qué esfuerzo cortar el pan. Extiende el mantel sobre la mesa y el verde la tranquiliza. Cubiertos opacos, que nada refleje la luz. Clara, mi niña Clara… le cuesta pronunciar el nombre que su marido manchó, por eso su voz suena dura cuando la llama a cenar.

En la habitación de las veladoras, las llamas recrean la historia de una joven que esperaba desnuda a su padre en las noches de invierno. Era un juego, les dice Clara a las sombras, ustedes estaban conmigo. El tiempo trascurre sin prisa. Lentamente, Clara se unta cera en el cuerpo, su madre solloza despacio, sin ganas se aleja el hombre obsesionado por la piel sin manchas. Era un juego, mienten las sombras.


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