La deriva de los tiempos

El poder de la contingencia

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Según Aristóteles, lo contingente se contrapone a lo necesario. Es lo que puede ser y puede no ser. Parece mentira, pero somos seres contingentes desde el momento en que vamos a morir. Estamos en una situación que nos impele a quedarnos en nuestras casas; ya hemos hablado de que esto no significa lo mismo para todos. No obstante, la experiencia de permanecer confinados y salir para lo esencial nos hace notar lo que normalmente nos pasa desapercibido. Cuando tenemos oportunidad de salir, la belleza está en prácticamente todos los detalles: un gato en una ventana, las jacarandas en flor, el cielo despejado, el color de las flores en el parque… Notemos que esta coyuntura nos obliga a estar apercibidos para recuperar lo que nos hace sentir normales y eso, para algunos privilegiados, no cuesta extra.

Más de uno nos hemos sentido lentos e improductivos, a pesar de que tenemos la oportunidad de trabajar a distancia, a nuestro aire y con todas las comodidades que la tecnología nos brinda. El internet funciona, las plataformas funcionan… ¿Qué es lo que no funciona, entonces? Porque hay algo que no está bien. No sé si es el sonido –cada vez más acuciante– de las ambulancias a la distancia o, quizá la desazón de no saber “qué va a pasar”. ¿Cuándo hemos sabido eso, cuándo hemos tenido certezas? Pues nunca. Quienes sean propietarios de bienes inmuebles seguramente tuvieron más de una noche de insomnio en 2017, pensando en la “estabilidad” de su patrimonio. Quienes tenían inversiones y perdieron en una crisis, saben de lo que estoy hablando. Entonces, qué, ¿esta desazón es nueva? Sí, lo es. Es nueva porque es una contingencia, pero es distinta de las anteriores porque, como en las anteriores, no sabemos qué va a pasar con nuestra vida y no sólo con nuestros bienes. Habrá quienes se imaginen muertos mañana. La escucha de las conferencias del Dr. López Gatell, por bien que maneje a la prensa, no es motivadora. Porque lo que las preguntas de la prensa revelan es que no sabemos qué esperar.

Durante diversas pestes, la gente moría en su casa, con el consiguiente contagio de familiares, pero en compañía. Hoy, la capacidad del Estado está en riesgo y, con ella, la nuestra de soportar “lo contingente”. Que la decisión sobre la vida de un ser querido esté en las manos de alguien más y que no se pueda uno despedir, o que no se le consulte a uno sobre los pasos a dar porque existe una guía de bioética para tratamiento de pacientes que ya plantea los que hay que hacer nos enfrenta con el hecho de que somos contingentes.

poder de la contingencia
Ilustración: Pierre Kleinhouse.

Esta pandemia nos encara con nuestra propia muerte, es decir, con nuestro carácter prescindible, pero también, con las múltiples situaciones de salida de control que debemos contemplar respecto de nuestros seres queridos. Si bien, nunca hemos sabido qué va a pasar con nosotros, la circunstancia que ahora vivimos nos hace sentir que la guadaña cae cerca.

Al igual que, en tiempos de la peste negra, hay quienes mantienen una posición vitalista y hay quienes ven a la muerte al acecho en cada esquina, en cada estornudo fortuito, en cada ser que se cruza en el camino. Estamos en una encrucijada que nos obliga a confrontarnos con el reconocimiento simbólico de nosotros mismos y de los otros, tanto de los otros otros, como de los otros que amamos. Por eso es tan acuciante la lectura de la guía de bioética. El otro se concibe en múltiples dimensiones: no sólo el que está fuera de nosotros, sino al cual nos acercamos por alguna razón. La guía de bioética, asimismo, implica una sistematización de lo que Paul Ricœur denomina el agape, es decir, el brindarse en el amor a otro (Caminos del reconocimiento, Madrid, Trotta, 2005). No sólo una sistematización, sino una contraposición. ¿Cómo y cuándo puedo decidir por la vida de otro? ¿Qué importancia tiene su edad o sus expectativas de vida-por-completarse? La guía nos dice que, el hecho de ser cabezas de familia –entre otras cosas– no es un factor definitorio para recibir atención médica crítica. ¿Entonces?

Haciendo a un lado cualquier postura filosófica, la guía de bioética es clara y se aprecia como una solución coherente a un problema inminente: somos muchos y somos seres contingentes en una contingencia. Eso implica que hasta el amor hay que sistematizarlo.


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Cuarentena. Tiempos nuevos, narraciones nuevas

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En gran medida, empatizamos con las cosas inanimadas por la pareidolia, es decir, nuestra capacidad de reconocer formas sensibles en donde no necesariamente las hay. Eso es común en los seres humanos. Estar frente a la luna y hacer versos detonados por la imagen que proyecta o por la que creemos ver sobre su superficie, es parte de nuestra cultura. Guardamos con más facilidad una piedra que tiene una forma reconocible que la que no. Según lo relataba Walter Benjamin, la narración se trata de contar historias y eso, ya en su tiempo, estaba en peligro de extinción. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias (WB. El narrador, 1936).

¿Será cierto hoy en día? Benjamin decía en 1936 que el aspecto épico de la narración, su verdadero motivo, se estaba extinguiendo. Según Benjamin, una forma amenazadora de la narración es la información. En la situación en la que hoy nos encontramos, he pensado mucho en esto: ¿desaparece la narración con la desaparición de sucesos épicos? ¿No es digno de una épica lo que estamos viviendo? El encierro debido a la contingencia por la pandemia que enfrentamos, las disparidades de opiniones, la polarización de posiciones respecto de lo que el gobierno hace y no hace y, más aún, sobre lo que nosotros –¿en tanto sociedad civil?– hacemos o no hacemos, responsablemente, por nosotros mismos y por los demás.

Inevitablemente, quienes podemos terminamos en las redes sociales. Aunque sea un ratito. Y lo que vemos nos parece más y más descorazonador. Pero al mismo tiempo, vemos imágenes esperanzadoras de lo que está sucediendo en otros países; estrategias de comunicación que no soñaríamos jamás tener acá –por un cúmulo de razones– y visiones de hermandad que hacen que pensemos que estamos viviendo momentos épicos y sí, se van a terminar.

epica del coronavirus
Illustration: Stephanie Koo.

Pero vuelvo al asunto de la información. Dice Benjamin que la información nos instruye día con día de cuestiones actuales, pero poco memorables y que casi nada de lo que acontece beneficia a la narración y casi todo a la información. ¿A cuántos, en su entorno, conocen que estén afanados por saber a diario cuántos casos tenemos de enfermos de coronavirus? ¿A cuántos conocen obsesionados por saber cómo prevenir el contagio? Hoy me enviaron dos artículos que me resultaron de valor, uno del Harvard Business Review, sobre el duelo frente a la situación que estamos viviendo y otro sobre la presión de ser productivos que sentimos quienes podemos confinarnos a trabajar en casa .

La lectura de ambos –que recomiendo ampliamente– me ayudó a poner en claro mi situación presente y a manejar mi angustia: sí, estamos confinados por una coyuntura que escapa por completo de nuestro control; sí, tampoco sabemos cuándo volveremos a la “normalidad” –e incluso muchos no quieren tocar el tema–; sí, no sabemos si esto es armado o es algo letal que nos espera en el quicio de nuestras puertas; sí, tememos por nosotros y por los que están fuera y a quienes amamos. Todo eso nos orilla a enfrentar condiciones emocionales cuyo desenvolvimiento no podemos prever, sin embargo, en medio de la crisis y de la angustia producida por el relativo encierro, pensé que esto es digno de una épica y, por ende, esta situación produce cosas que nos impelen a la narración.

No haré un recuento de mis horarios de cuarentena por no aburrir más de la cuenta a nadie, pero a cierta hora me cayeron dos mensajes. Claro, los mensajes caen, aun cuando una esté dando clases en Zoom o leyendo avances de tesis. Pero llegaron y los aquilaté: el primero era un meme sobre la posible caída del internet por saturación –“Could be worse…”–; el otro era el mensaje de un entrañable amigo que no tiene redes sociales aparte de WhatsApp –adivinen la edad– y que es un admirador de hueso colorado de Italia y su cultura. Era una grabación del “Va Pensiero” de Verdi, hecha con coro y orquesta, pero a la distancia. Me tocó las fibras y dejé de trabajar. Porque esto es una épica: no sólo el coronavirus y la contingencia a la que obliga, sino la que estamos pasando todos y cada uno de nosotros, sin clasismos, pensando en lo que a cada uno le cuesta enfrentar a sus propios retos o fantasmas. Y son muchos. Pero a pesar de lo negro que pueda parecer este panorama, a pesar de los planes truncos, de los gastos, del pensar en los que están peor, esto lo podemos narrar.

epica del aislamiento
Ilustración: Margaux Rebourcet.

El narrador, según Benjamin, es libre de arreglárselas con el tema, según su propio entendimiento, así que me tranquilizó pensar en algo que estuviera libre –por fin– de tocar las cuerdas sensibles de otros. Tejer, construir, hilar, limpiar mientras se presta oído al que está junto, es vivificante. Y si no se tiene a nadie junto, se tiene algo que se puede leer y con lo cual se puede interactuar. La narración es una forma artesanal de la comunicación, según Benjamin, y lo dice porque su origen está en el deseo de entretener y perpetuar con lo que se sabe, mientras se produce otra cosa. Mientras se entretienen las manos en algo, se producen historias y se entrelazan.

Benjamin denunciaba, no obstante, que el hombre de su tiempo se había acostumbrado a abreviar todo –procesos de trabajo y de vida– y, por ende, a abreviar las historias que narraba. Hoy, varios  tenemos tiempo de higienizarnos física y mentalmente, así como de pensar en lo que hemos abreviado –cortado, apretujado– a causa de la prisa cotidiana. Aunque tengamos compromisos de trabajo y horarios establecidos a distancia, hoy tenemos más tiempo, algunos, por la ventaja de no tener que trasladarnos.

Pensemos en nosotros, pensemos en los que no pueden hacerlo y pensemos también, en la enorme oportunidad de reinvención que tenemos. Y reinventarnos es narrarnos otra vez, y contarnos la historia de nosotros, ahora y siempre, hasta que nos cuadre.


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El papel (de baño) de la inconsciencia

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Les sugiero tres imágenes para comenzar. Es sencillo el ejercicio:

La primera es la de la línea de cajas del Costco, cientos de personas hacen fila y abarrotan el espacio con carritos llenos de rollos de papel de baño. Todos los que quepan en el carrito, aunque sean para una familia de cuatro personas.

La segunda imagen la vi en Internet –obvio, también la primera–. En un súper en Estados Unidos, una señora arremete violentamente contra otra y comienza el forcejeo por obtener un enorme paquete de papel de baño –aparentemente el último del anaquel–. El personal del súper acude de inmediato y un hombre separa a ambas mujeres.

La tercera es habitual en redes sociales, principalmente Facebook: foto de un jardín, en el que una orgullosa madre –quien seguramente ya se abasteció debidamente– se parapeta con su retoño –de rostro ilusionado, al menos por cinco minutos– en una tienda de campaña que no costó precisamente dos pesos. El texto es “Preparados para la cuarentena” –seguido de emojis felices–.

papel de bano
Ilustración: Medical Today.

En 1998, cuando ya había decidido mudarme de mi casa paterna, todavía tuve que esperar… ganaba 4,200 pesos en dos trabajos, escribía la tesis de licenciatura y no veía mano amiga que implicara adelantar los planes. Me salía a dar clases y a entregar trabajo de investigación en una dependencia gubernamental que no me podía alojar por falta de espacio y equipos –nada que agregar de las decisiones del sindicato–. Regresaba a mi casa a eso de las 10:30 no sin antes pensar en el metro si, de verdad, no tendría que ir a otro lado.

Abría la puerta y estaba mi abuela viendo tele en el antecomedor. No había imagen más deprimente: se rascaba el brazo frente a un televisor que transmitía un programa matutino para gente sin cerebro. Me decía: ¿Por qué tardaste tanto? –apenas giraba los ojos para verme–. Y lo peor: “¿Para qué sales, si no tienes a qué salir?”. Yo me hundía como en hule espuma ante esa frase. Entonces era muy difícil ganar dinero quedándose en casa. Además, yo tenía 21 años. No quería ver su programa de las mañanas ni ser lo mismo que ella, ni quedarme en casa. En esos meses trabajé dando clases, entregando investigación y haciendo la tesis. Hoy, ante la andanada de comentarios en redes, tales como “si no tienen a qué salir, quédense en su casa”, me es inevitable recordar el episodio.

papel de baño compras por coronavirus
Cartoon: Philadelphia Inquirer.

Desde siempre le tuve entre envidia y ojeriza a quienes se sentían felices “estando en su casa”. “Es que no me ha tocado”, pensé. Pero en realidad, nunca me sentí en mi casa, más que trabajando, haciendo lo que me gusta. Una contingencia como la que vivimos ahora –igual que la de 2009 con la H1N1–enfrenta con esa cualidad de “caracol”, mediante la que una tiene la sensación de andar por la vida con cosas a cuestas, pocas cosas, pero imprescindibles, esperando contar con lo esencial a donde sea que haya que establecerse. Lugar que te acoge con tu equipaje y tu bagaje, lugar que se convierte en tu casa. En ese sentido, he tenido la inmensa fortuna de sentirme bien hospedada en mis trabajos, en los que normalmente paso más tiempo que en mi casa.

Hoy tengo el privilegio de tener un trabajo más o menos estable –más de los que he tenido en mi vida– y de decidir a dónde quiero mudarme –sigo buscando el “sentirme en mi casa”–. Mucha gente no tiene lo que yo tengo. Frente a las circunstancias que hoy vivimos, muchos están desamparados y no viven más que con lo que ganan al día. Todos los que han ido a agotar provisiones al Costco podrían pensar 5 minutos en los que no tienen crédito o dinero para hacerse de provisiones, o en los que nos sentimos “homeless” eternos porque estamos y no estamos. Somos funcionales, pero sabemos que nos hacemos en el camino, no llegando a algún lado. Cargamos con dependientes a ratos y somos solventes, pero no sabemos qué sentido tiene eso para nosotros.

aislamiento
Ilustración: South China Morning Post.

Cierto, quedarse en casa en la autoimpuesta contingencia actual, es un privilegio. Piensen en las empleadas domésticas, por ejemplo, y piensen en que viajan en transporte público por cerca de hora y media para ganar 200 pesos al día. Sí, traen gérmenes. Sí, dependen de esos 200 pesos. Piensen en el desplazamiento de mercancías en una situación de aislamiento y en los establecimientos que no libran el pago de empleados o de la renta si no hay clientes. Claro: ante las gráficas de los medios y las recomendaciones de las autoridades de otros países, es mejor romper la cadena de contagio y quedarnos aislados, dice la lógica. Así ayudaremos a que los servicios de seguridad y salud hagan un mejor trabajo siendo menos demandantes y reduciendo la incidencia.

Pero piensen también en quienes dependen de la venta diaria de sus productos, de las empresas que acaban de abrir o en los que nos sentimos más acompañados entre desconocidos, en la terraza de un bar, viendo a la gente que pasa en la calle. La solidaridad se manifiesta de muy diversas maneras y no se vale juzgar mal o echarle ojos de maldición al que no brinca en un pie de alegría por quedarse en su casa –con hijos, sin hijos, con dinero asegurado o con la incertidumbre de qué van a comer mañana–. Cierto es que, para acotar la pandemia, tenemos que vigilar cuidadosamente y ser conscientes de nuestras pequeñas acciones. Pero pensemos también y seamos solidarios con quienes dependen de su venta del día. El Costco y los grandes supermercados la libran, pero no las fondas, ni los vendedores de dulces ni las tienditas.

cubrebocas coronavirus
Imagen: National Geographic.

Como soy gente de calle, resulta que he trabado amistad con los dueños de los bares y restaurantes a los que voy habitualmente, lo mismo que con los vendedores de velas, dulces, chicles, cigarros. Hoy vi desesperación en sus ojos al percibir la curva que apenas empieza. El señor de las velas se regresó a pedirme que le comprara –lo que nunca hace–, porque en las semanas que vienen “va a tener que cambiar su ruta” si cierran los restaurantes. Y claro, van a cerrar. Cambiar su ruta no creo que lo ayude: habrá menos gente en la calle. Van dos días que no veo a Anselmo, un vendedor de dulces al que le calculo como unos 80 años a cuestas y que es conocido por todos en la ruta de restaurantes que visito. Anselmo está en riesgo por edad, por precariedad, porque anda en la calle y porque, encima de todo, no va a vender nada en varias semanas.

Fin del ejercicio: recuerden las tres imágenes que les propuse al inicio. ¿No se ven más absurdas?


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La oquedad de la nación

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“Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos”.
Jean-Jacques Rousseau.
Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.


Por razones inherentes a mi práctica profesional, me he dedicado en los últimos días a leer sobre identidades, líneas historiográficas que avalan el uso de ciertos estilos en la historia del arte (v. gr.: barroco) y también sobre conceptos de nacionalismo. Ya sé que poco parecen tener que ver unas cosas con las otras, pero de repente una se encuentra con el hilo conductor de una serie de preocupaciones que, al parecer, no vienen de la nada.

Ya muchos autores han trabajado desde diferentes perspectivas el concepto de nación y hoy no haré ninguna tentativa de profundizar en él. Lo traigo a colación porque me pregunto todos los días, frente a diferentes circunstancias, qué significa para nosotros ahora.

Desde 1734, el Diccionario de Autoridades se refería al término en sus acepciones de acción y acto de nacer, así como la que designa “una colección de habitadores de alguna provincia, país o reino”. Curiosamente, el término también servía para referirse a un extranjero. Tomás Pérez Vejo (Elegía criolla, 2010, 2019) nos dice cómo, antes del siglo XIX, la nación per se no era capaz de convocar ni un solo afecto. Este concepto es pues, decimonónico y fue tomando forma en su dimensión política con el paso de las décadas. Nación designa también a quienes comparten rasgos físicos, religión, lengua, costumbres. Lo que se me pone enfrente es que, hoy en día, el concepto está más gastado que nada y sus definiciones nos suenan tan arcaicas como las estrofas del himno nacional.

himno de la nacion
Imagen: Pinterest.

En los entornos urbanos, desde hace varios años estamos acostumbrándonos a asimilarnos en nuestras múltiples diferencias: lanzamos iniciativas de ley para despenalizar el aborto, para penalizar el ciberacoso y la violación a la intimidad de una mujer que no tiene por qué ver normal que su pareja la denueste frente a otros hombres. Asistimos a una época que pugna por la libre elección de nuestra identidad.

Hoy no somos congregaciones de individuos con el mismo espíritu, formas y costumbres. Remito al lector al epígrafe de Jean-Jacques Rousseau con el que comencé este texto. Lamentablemente no somos seres que se conocen y que evitan las oscuras maniobras, porque somos una comunidad imaginada (B. Anderson) y, en esa calidad, debemos sentirnos cohesionados con los demás a partir de símbolos. Hoy también luchamos por trascender la polarización innecesaria y por encontrar microcomunidades que nos den confianza para enarbolar ciertos estandartes que representan nuestros deseos, pero que no necesariamente están en acuerdo con otros cercanos a nosotros.

puente de comunidad
Imagen: Pinterest.

El Diccionario político y social del mundo iberoamericano nos pone al tanto de cuán difícil se hizo el término nación al crecer en complejidad y relacionarse con otros como territorio, ciudadano, soberanía y, sobre todo, representación. Representar implica una definición de las relaciones entre la “nación” y los individuos que son comprehendidos en ella. Representación –que también tiene muchas acepciones desde 1737, por lo menos– es un término que está revestido de un profundo sentido icónico y jurídico. Cuando buscamos representación, buscamos voz, comprensión de nuestros ideales y deseos, adecuación a una comunidad que, de pronto, se aprecia más pequeña y nos abraza porque no solo es imaginada, sino que se siente cerca.

Decía Rousseau en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres: “Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad?”. Suena utópico. Pero lo que va a pasar el domingo y el lunes tiene esa aspiración. Salir a marchar y hacer un paro no es pedir permiso para legislar: hoy el sistema es mucho más complejo que eso; es demandar. Es visibilizar que las comunidades pueden ser más resistentes, resilientes y opresivas que la idea de nación. Es hacer conscientes a los otros de que las representaciones también son momentáneas, pero las comunidades subsisten en latencia y se volverán a activar cuando sea necesario. Es entender que no todos vamos a querer siempre lo mismo, pero que podemos respetar y diferir, siempre y cuando nos dignifiquemos. Hoy “nación” me suena hueco. Prefiero hablar de comunidades.


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Vacío de crítica

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Así es. Porque somos consumidores de volumen, mas no de calidad. Porque descartamos imágenes y estímulos auditivos cuando caminamos al trabajo o le damos de cenar al niño. Porque estamos en tres chats y viendo Facebook al tiempo que tomamos apuntes en clase. Y no hay problema; no hay problema con tener habilidad para ser multitareas o con tratar de optimizar cada minuto. El problema es la despersonalización tan grande a la que hemos llegado, la enfermedad social que ya se nos montó encima y no sé cómo llamarla, el no poder resistir como comunidades y hacer que resistan sus miembros, máxime en tiempos en que los conceptos y las instituciones se caen y las “autoridades” demuestran su ineficacia.

Pensé en esto de la saturación icónica porque estoy procesando la indignación y tratando de responderme cómo es que hemos llegado al punto en el que estamos actualmente, es decir, debatiéndonos entre la espectacularización del horror y la indolencia del sujeto que ocupa la silla presidencial y la falta de orden, entre el consumo audiovisual indiscriminado y preparado como carga de metralla por la industria del entretenimiento y los desvaríos mañaneros del presidente, a los que ya no debería asistir ni un periodista. ¿Y la crítica? La crítica no se hace sin reflexión. La crítica da distancia y pide posicionamiento.

¿Quién hace las críticas? Y lo digo en plural. Pienso en las críticas al sistema, pienso en la crítica de arte, pienso en la fortuna crítica de objetos que han protagonizado escándalos recientemente. Para desarrollar, me referiré a dos situaciones inconexas.

cabeza vacia
Ilustración: Indie.

Caso 1: No hace mucho tuvimos oportunidad de reflexionar en torno a la percepción de una obra que, en inicio, había casi pasado desapercibida hasta que un grupo de agraristas se sintió muy ofendido en su “masculinidad” cuando advirtieron que la pintura presentaba a su héroe encuerado, feminizado y en tacones. El episodio terminó con violencia de género en el vestíbulo y la explanada del Palacio de Bellas Artes y con un pronunciamiento estúpido por parte de López Obrador.

Caso 2: Hace todavía menos que se polemizó en torno a la destrucción de una obra de Gabriel Rico en Zona Maco. Este numerito fue bastante más acotado a un círculo y polarizó las posturas de fans y haters de Avelina Lésper. En fin, nada grave, pues. Lo que traigo a la mesa es que fue justamente Lésper quien “criticó” en su tiempo la obra de Cháirez perdiendo de vista el meollo del asunto: no era cuestión de técnica o de gusto, sino de la problemática que las reacciones ante la pieza hicieron visible. La crítica tendría que ser capaz de abordar lo formal, lo artístico y lo estético. Aún más: tendría que ponderar la contribución de una obra de arte respecto de problemáticas sociales más amplias.

En el historial tanto de Fabián Cháirez como de Gabriel Rico, sin duda las polémicas generadas tendrán un lugar especial: los sacaron a la luz para públicos más dilatados, no necesariamente conocedores o interesados en el fenómeno artístico, pero atraídos momentáneamente por el calor de las discusiones en redes y la incesante presentación repetitiva de notas informativas. En un caso, la obra sigue intacta en su dimensión física, en el otro, la obra se ha perdido irremisiblemente: “Después de varias conversaciones con el artista, hemos llegado a la conclusión que la obra, ‘Nimble and Sinister Tricks (to be preserved without scandal and corruption)’, sufrió daños irreparables y no puede ser reproducida idénticamente por lo que está completamente perdida”. Esto dice el comunicado que la Galería OMR publicó en Facebook respecto del mencionado incidente. Mala tarde, se perdió la pieza y nada más.

vacio del arte

Independientemente del valor económico y/o artístico de la obra de Rico, el episodio me pareció divertido por la andanada de comentarios incisivos hacia Lésper y porque se la acusó de huir de la zona de desastre (v. gr.: Zona Maco). Yo no estuve presente (ni estaría) así que me concreté a ver en redes sociales y varias notas, los añicos de vidrio en el piso y los objetos desperdigados, desarticulados, sin su plasma conector original. La verdad es que me informé por necesidad profesional y por “morbo” del sensacionalismo, pero perdí al poco el interés; se visibilizaban problemáticas –sobre el estado del arte en nuestro tiempo, sobre el profesionalismo de la crítica–, cierto, pero creo que las discusiones no se llevaron a ninguna altura productiva.

Veka Duncan publicó recientemente un extraordinario artículo en Nexos sobre el vacío que enfrenta la crítica de arte en México. En él denuncia la falta de permeabilidad de la poca crítica de arte fundamentada. Y ayer que lo releía en las tinieblas de mi camión de regreso a la casa, y en las que impuso en mi ánimo saber (tardíamente) de Fátima, saber con un ejemplo muy contundente que tenemos un Estado fallido y un presidente incapaz de manejar al país. Pensé que no sólo la crítica de arte enfrenta un vacío: tenemos un vacío de crítica.

Y es que, en el caso de los feminicidios, resulta que hay quienes también sufren daños irreparables; las mujeres, las familias, los cuerpos, las dignidades no pueden ser reproducidas idénticamente… por lo que están completamente perdidas. Y a esta pérdida contribuye, además de la corrupción de las autoridades a todos niveles, la prensa. La prensa, el otrora cuarto poder, podría hacer el contrapeso: o no. “La prensa criminal, conocida en México como nota roja, adquirió su popularidad durante el siglo pasado gracias a su capacidad para presentar ante el público los detalles de los crímenes más impresionantes, que los gobiernos querían ocultar. Pero lo que comenzó como una forma de periodismo crítico, hoy se ha convertido en una extensión de la violencia de género”.

violencia de genero
Ilustración: Latuff.

El artículo de Pablo Piccato en The Washington Post es claro y contundente. La prensa de nota roja contribuyó a la conformación de imágenes ominosas para cualquiera, ya no digamos para la familia de la víctima, en el caso del asesinato de Ingrid Escamilla. No es la primera vez que lo pienso. Durante años trabajé en el centro histórico y eso me obligó a caminar a diario hasta la estación del metro más cercana. Lo que tenía delante, al pasar por el puesto de periódicos, era un despliegue de horror, de bajeza. Uno tiende a no verlo, como defensa, como manifestación de salud –el morbo es enfermedad–. Por atender al público morboso, esa prensa tuvo el camino abierto para la creación de galerías de lo obsceno, para normalizar los cuerpos despedazados –recuerdo que reparé en esto desde los tiempos de los torsos en bolsas de basura y las primeras narcomantas en la ciudad– y para consumir esas imágenes con ironía, nada “mejor” que el encabezado. La ironía explota.

Decía Hayden White en la Metahistoria que la ironía es el tropo retórico por antonomasia de la modernidad. Yo diría que esto ya se pasa de tueste. Entre más aletargados estemos, ejercitando el dedo para dar likes en Instagram, siguiendo a “celebridades” en Twitter, consumiendo el equivalente a la junk food en lo mediático, más normal será “querer saber” a través de comernos con los ojos un cúmulo de imágenes abyectas. Si somos lo que vemos, también alimentamos un imaginario colectivo con lo que posteamos y comentamos –Marc Augé es uno de los que formulan la idea–. Al respecto, me pareció elogiosa la iniciativa de llenar con imágenes bonitas las redes utilizando el hashtag de #Ingrid y #sepultar, de esa manera, las que se filtraron en la prensa. También se sumaron varias ilustradoras y con ellas, se construyó memoria. Mientras las recorría, me pareció estar experimentando una sensación de trascendencia.

Concluyo: si nos alimentamos de basura icónica, produciremos basura icónica. Las demandas de justicia por los feminicidios y el #DecálogoConcreto que se ha publicado en días pasados contemplan la necesidad de pelear por una nueva forma de dignidad: la que se manifiesta en la circulación y el consumo de la imagen. En el ejercicio de una visión crítica, probablemente podamos recuperar la que se ejercía en los primeros tiempos de la modernidad ilustrada, y con ella, la relación con el entorno, el restañamiento, la construcción de memoria.


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Los imaginarios mediáticos de la epidemia

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Hoy escuchaba en la mañana que la promesa de una posible vacuna contra el coronavirus tiene “contentos” a los mercados internacionales, después de que las bolsas de Shanghai y Shenzhen vieran una caída histórica el pasado lunes. Me fui a dormir ayer con la imagen de una máscara de las que usaron los médicos de la peste en los siglos XVI y XVII. El miedo, la especulación, el dinero que está en juego, los intereses de los laboratorios y en México, el terror de tener que hacer frente a una epidemia en un Estado fallido que no garantiza el abasto de medicamentos, o simplemente la atención. Parece que se nos olvida, pero no es la primera ocasión en que nos dejamos llevar por el pánico y hasta el racismo se nos exacerba.

Tampoco es la primera vez que una enfermedad viene de Oriente. El año pasado, una pareja de mongoles murió a causa de haber ingerido un riñón crudo de marmota; otra pareja fue atendida en China por haber contraído la peste bubónica. Sí, la misma peste que asoló a Europa y Medio Oriente de 1348 a 1351. En 1892 una epidemia de peste bubónica se desató en la provincia de Yunnan; dos años más tarde, tanto Alexander Yersin como Shinasaburo Kilasato, dos científicos que trabajaban separadamente en Suiza y Japón, lograron aislar e identificar a la bacteria causante de la peste, la yersinia pestis, que tomó su nombre de su descubridor suizo. La pasteurella pestis, como también se conoce, infecta a una pulga llamada xenopsylla cheopis, la que, a su vez, muerde a roedores salvajes como ratas y marmotas, pero cuando esa población disminuye, aprovechan también a los animales domésticos como portadores. Al parecer, los brotes de peste en China han sido constantes a lo largo de la historia y contraer enfermedades a partir de la cercanía con los animales (por convivencia o por ingestión) no es nada nuevo bajo el sol.

peste negra
Imagen: Almadraba Revista Cultural.

La más terrible epidemia en la historia de Occidente ha sido la de 1348 a 1351, aunque sus embates se dejaron sentir desde 1346 hasta bien entrado el siglo XVII. La peste bubónica acabó con el 60% de la población europea (Benedictow, “La Muerte Negra…” en Estudios históricos -CDHRP, no. 5, 2010) y produjo un imaginario que está vivo hasta la fecha. Esta plaga no se originó en China, o al menos no tuvo en China su detonante inmediato, sino en la ciudad portuaria de Caffa, en el Mar Negro. Esta región esteparia de Crimea había sido asolada por las huestes del Khan Jani Beg. En 1346 los mongoles montaron un sitio para acabar con los genoveses que estaban a cargo de la última factoría en el puerto. Gracias a ella, los comerciantes genoveses (cristianos) controlaban el paso de mercaderías y una floreciente actividad, que terminaría con un episodio de guerra biológica –sí, guerra biológica– gracias a la idea del Khan, sin saber que le saldría el tiro por la culata. En pleno asedio, la Horda de Oro, como se conocía a las huestes mongolas de Jani Beg, comenzó a mermar. El número de muertos comenzó a alarmar al Khan hasta que decidió deshacerse de los cuerpos de una manera peculiar: los catapultó sobre las murallas de los genoveses, para que se contagiaran y probaran de lo mismo que acabó con sus efectivos. Al ver llover cuerpos, los genoveses los arrojaron al mar, sin embargo, la infección no se hizo esperar. Murieron numerosos individuos a ambos lados de las murallas, al punto en que el Khan tuvo que decidir la retirada y los pocos genoveses sobrevivientes huyeron en barco a Constantinopla, en donde ratas y seres humanos contribuyeron a la expansión de la enfermedad. De Constantinopla recalaron después en Sicilia y finamente en Génova. El contagio se expandió rápidamente por la Europa mediterránea y poco después subió a la parte continental. Ni Inglaterra ni Escandinavia se salvaron de la peste. Era una pandemia.

Ciertamente, las epidemias tienen graves consecuencias en todas las esferas: la economía se ve afectada, el desplazamiento a través de fronteras es visto con recelo y genera aversiones por parte de los que aún no han sido contagiados. Pese a la declaración de estado de emergencia por parte de la OMS, el coronavirus no es una pandemia. Aunque son varios los países –además de China– que reportan casos, las cifras no se elevan más allá de 25 (Tailandia, seguida por Japón y Singapur) y unos 500 decesos (al 5 de febrero). No obstante, el coronavirus alarmó a los mercados internacionales y dio pábulo a que se hicieran especulaciones en torno a cómo se vería afectada la operación de las multinacionales en Oriente, así como a esperar una contracción de la economía china y, por ende, del resto del mundo.

pandemia, epidemia
Imagen: La Brújula Verde.

Hoy tenemos una circulación tanto de datos como de personas que no se hubiera imaginado en el siglo XIV. La difusión acelerada de la información nos genera, en muchas ocasiones, pánico y sólo eso. Conocer el desarrollo de una epidemia tiene incidencia directa en los mercados y en la demanda de productos específicos (acuérdense que escasearon los cubrebocas cuando la H1N1 en 2009). En los tiempos en que la enfermedad caminaba más rápido que la información, las cosas eran distintas. Cuando Giovanni Boccaccio narra su propia experiencia de la peste y fundamenta su retiro a una quinta para resguardarse del contagio, refigura, en su “primera jornada” del Decamerón, las razones que lo han llevado a esa situación. Habla de la insigne ciudad de Florencia que cerró sus puertas a los enfermos y se limpió de toda inmundicia, pero ningún acto de la “providencia humana” bastó para contener la mortandad. A su juicio, era un merecido castigo divino.

Lejos estamos de los tiempos en que los médicos como Guy de Chauliac, quien atendiera a varios papas en Avignon, aconsejaban encender hogueras para purificar el aire y en los que una capucha con un enorme pico retacado de hierbas aromáticas era la única protección contra el contagio. Esa característica y tétrica imagen del médico de la peste data del siglo XVII. Tenemos varios ejemplos grabados, de entre los cuales, tal vez el más conocido es el de Paul Früst. Esa máscara picuda, equivalente a nuestro cubrebocas contemporáneo, se convirtió en un icono desesperanzador, en la deriva de los tiempos, que funge como una especie de memento mori cultural.

Guy de Chauliac
Guy de Chauliac vendando la pierna del Papa Clemente VI, Ernest Board, 1912 (Imagen: Pinterest).

La peste de 1348 y su imaginario se reactualizan cada que tememos una situación de contagio masivo o cada que debemos protegernos de ataques con gas o de armas químicas. La máscara se convierte entonces en icono de la peste y de la guerra, situaciones que llevan al colapso de la economía y, cuando se trata de una economía global, pensamos en un apocalipsis. No confiamos en lo que nos digan las “autoridades”, ni en que nos cuenten que estamos preparados para hacer frente al embate de una epidemia: la “realidad” informativa de todos los días nos ha enseñado a no creer. Si no hay medicamentos para los niños con cáncer, si los pacientes en el sistema público de salud tienen que llevar sus propios materiales de curación, lo que nos queda es tener una fe nada científica en una especie de “autorregulación” del cuerpo, de lo social. Confiaremos en que, por naturaleza, deseamos nuestro bienestar, pero que en tanto humanos no podemos alentar situaciones de racismo o miedos inveterados a lo que nos parece ajeno y peligroso. Así es que, aunque la plaga venga de Oriente, hay que ser conscientes de que la xenofobia no surge por el virus, sino que comporta una serie de mensajes que históricamente se han acumulado y aprovechan la erupción mediática. Para el caso, seamos conscientes de que la xenofobia hace más daño que la enfermedad, pues.


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¿Cuál es “mi tiempo”?

Lectura: 5 minutos

¿Hay algún tiempo que es mío? No me refiero a un “tiempo para mí” como ansiamos todos en esta vida ajetreada, ni un tiempo de lo mío, sino a una serie de acontecimientos que están inscritos en “mi tiempo”. Ni modo. Esta entrega no será sobre algo de actualidad, pero sí sobre un producto cultural que adquirió un nuevo sentido para mí a raíz de la tensión generada en las semanas anteriores entre Estados Unidos e Irán. Hablo de Persépolis, de Marjane Satrapi (2000).

Esta novela gráfica de corte autobiográfico que, seguramente, será muy conocida por un público relativamente joven, me ayudó a completar un panorama muy difuso que tenía ilustrado en la mente sólo con las imágenes –igualmente difusas– de los noticieros que llegué a ver de 1979 a 1982, es decir, entre mis 3 y mis 6 años. Comprenderán que a esa edad una no construye una narrativa clara. Después, esas imágenes me revisitaron en forma de añejos documentales que me reprochaba no haber visto antes. Todavía no era historiadora, estaba completamente volcada en otros intereses y hacia 1990 me reprochaba por no haber estado al tanto de los acontecimientos de mi tiempo, como si ese tiempo ya se hubiera terminado. Para resarcirme, de agosto de 1990 a febrero de 1991, seguí con profundo interés las noticias sobre la Guerra del Golfo. El mundo bombardeado y mediado a partir de cámaras de visión nocturna se espectacularizaba para (mal que me pesara el pensamiento egoísta), pero eso sentía al verlo en la calidez de mi hogar y sin estar al pendiente de las sirenas o de las bombas. Esa distancia me hizo comprender que, aunque la guerra estuviera sucediendo al mismo tiempo que mi vida, no era “mi tiempo”.

persepolis
Imagen: Medium.

En el fondo de estas reflexiones está mi abuela Carmen. No le quitaba ojo a la televisión –es más, veía conmigo la Guerra del Golfo–, pero se notaba que nunca estuvo muy al pendiente de informarse sobre los contenidos de “su tiempo”. Tomando en cuenta que nació en 1922 y que vivió varios acontecimientos históricos de relevancia mundial, con frecuencia –e ilusión– la consultaba para saber qué oía de o cómo vivía durante los años de la Guerra Mundial. Lo que saqué en claro es que nunca puso atención a esas configuraciones narrativas o icónicas (tenía mejor memoria para la sección de espectáculos). No puso atención porque no tenían sentido para ella: no estaban en su horizonte; no eran “su tiempo”. Traigo a colación el desinterés histórico de mi abuela porque justamente era éste el que me aterrorizaba: ¿cómo iba yo a salirle a alguien con la respuesta de “no me enteré” o “no me acuerdo”?

La lectura de Marjane Satrapi me fue sugerida como una nada discreta provocación. Yo no había leído nunca una novela gráfica y comenzaba a interesarme por adquirir vocabulario y recursos de análisis formal de imágenes tradicionalmente relegadas al ámbito de la cultura popular. Yo, digna historiadora del arte de mi tiempo (1994-1998) me formé en una tradición académica que, si bien ya no despreciaba la imagen de masas, no consideraba que fuera ésta la que abriría una áurea trayectoria hacia las glorias doctorales. Así que hace poco, indagando para tratar de suplir mis carencias de aproximación formal al cómic, se me sugirió la lectura de Persépolis con un tono subyacente de “a ver si aguantas”.

Comunico mi experiencia inicial: la lectura no era nada sencilla. Para todos aquellos que nos formamos leyendo texto corrido, la exigencia que representaba la carga visual era mucha. No obstante, la gráfica contrastante me atrapó casi de inmediato, tanto como la curiosa mirada de una niña que se explica un mundo transido por conflictos políticos y religiosos y que destierra a Dios de su vida. Satrapi narra cómo se dio la revolución iraní a raíz del derrocamiento del Sah y cómo una sociedad progresista se vio de pronto inmersa en la represión que trajo consigo el Ayatola Khomeini.

Marjane Satrapi
Marjane Satrapi, historietista franco iraní (Fotografía: Cineuropa).

Satrapi asume con poco agrado la orden de llevar velo y los rituales escolares que ensalzaban a los mártires de la revolución. A pesar de que creció en el seno de una familia letrada y de ideas de avanzada, Marji y sus impulsos libertarios no encuentran cabida en ese régimen. Dado que acepta la propuesta de sus padres de irse a terminar su educación a Viena, Satrapi comienza a vivir su tiempo: siempre al día y sensible respecto de las problemáticas de su país, siempre comparando la futilidad de las quejas de sus amigos y compañeros del colegio, siempre consciente de que tenía una familia con la cual regresar, la ya adolescente instaura narrativamente su propio tiempo y se juzga duramente con el recuerdo del tiempo y de las circunstancias de sus connacionales.

A diferencia de mi abuela, la abuela de Marjane Satrapi es construida como una mujer que prodiga consejos sabios y acordes con las circunstancias de una mujer que va dejando la infancia y que se enfrenta a nuevos retos. Sus senos eran firmes y olían a jazmín; ése fue el recuerdo que Marji configuró al dormir por última vez junto a ella y que atesoró antes de partir por primera vez al mundo occidental: el espacio de intimidad, complicidad y seguridad que se abrió esa noche la acompañará nostálgicamente en sus correrías adolescentes en una sociedad en donde no puede encontrar una compañía honesta. La única visita que su madre puede hacerle la reconstituye como persona y la obliga a tocar fondo y a reaccionar con acciones frente a su inacción. Marjane inauguró así su tiempo, al que tuvo que renunciar narrativamente cuando, al llamar a su padre para saber si podía volver con su familia, puso como condición un respeto al silencio sobre sus últimos tres meses en Viena.

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Imagen: Words in the Bucket List.

Más allá de lo entrañable de la historia personal, Marjane Satrapi logra establecer una narración, somera pero clara, de los cerca de 4,000 años de historia de su región. Titular Persépolis a la obra es tomar una postura definida respecto del islam en Irán y de sus implicaciones geopolíticas. Su gráfica rinde tributo a un imaginario cultural que se logra sintetizar magistralmente en pocas páginas. Satrapi decidió hacer de esos 4,000 años de historia su tiempo, al hipostasiarlos en su narrativa como germen de muchas explicaciones a lo que le tocó vivir. A raíz del reciente conflicto entre Irán y Estados Unidos, Persépolis volvió al horizonte como una posibilidad de entender y contextualizar las tensiones en una deriva mucho más larga y compleja.

Como decía, mi abuela no me contó ni de la Guerra Mundial, ni de la Guerra Cristera. Con trabajos se acordaba del presidente del sexenio anterior. Pero, como la de Satrapi, me contó sobre ella, me contó de su tiempo, a través de la exploración de registros sumamente íntimos, de ser mujer en diferentes tiempos. Me enseñó a que hacer mi tiempo no es dominar datos e información descarnada de lo que me es contemporáneo, que no hay que censurarse por no saber, sino construir relaciones significativas entre nuestros tiempos y los de otros.

Al grito de guerra: el patrimonio amenazado en un tuit

Lectura: 7 minutos

Días de tensión creciente se han vivido a raíz del ataque en Bagdad, en el cual murió el comandante militar iraní Qasem Soleimani. Más allá de glosar notas que todos hemos leído en días recientes, este hecho y uno de los tuits del presidente Donald Trump me hicieron reflexionar en algo que ha estado en la mesa desde tiempo atrás y que también se ha discutido con motivo de los acontecimientos en nuestro país: ¿qué papel cumple el patrimonio? ¿Para quiénes, en qué entornos, en qué contextos consideramos a algo motivo de protección?

Patrimonio es legado, entraña tanto la herencia que se ha recibido como los bienes adquiridos y acumulados por uno mismo. El patrimonio tiene un carácter aditivo, como la tradición: se transmite, se elabora, se custodia, se defiende, se engrandece, se valora. Patrimonio es riqueza y siempre es de alguien. El patrimonio tiene, entre otras cosas, significado y por ello es determinante esta relación de pertenencia que, a su vez origina protección.

Imagen: Reporte Indigo.

¿Quién valora el patrimonio? Hay dos antecedentes que es necesario tomar en cuenta. A raíz de la destrucción de bienes muebles e inmuebles derivada de la Segunda Guerra Mundial, se contempló en la Convención de La Haya (1954) la protección de la propiedad cultural en el caso de un conflicto armado; por otro lado, el 16 de noviembre de 1972 se firmó en París la Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural; la inclusión de este último rubro es lo que le da especificidad al documento que, en lo tocante a lo cultural, no plantea algo sustancialmente distinto a lo que se define como patrimonio cultural en la Convención de 1954. El Artículo 1º de la Convención de 1972 dice que es considerado patrimonio:

los monumentos: obras arquitectónicas, de escultura o de pintura monumentales, elementos o estructuras de carácter arqueológico, inscripciones, cavernas y grupos de elementos, que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia–los conjuntos: grupos de construcciones, aisladas o reunidas, cuya arquitectura, unidad e integración en el paisaje les dé un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia–, los lugares: obras del hombre u obras conjuntas del hombre y la naturaleza así como las zonas, incluidos los lugares arqueológicos que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista histórico, estético, etnológico o antropológico.

patrimonio cultural  Bam

En 2003, la UNESCO incorporó la noción de patrimonio inmaterial, consistente en prácticas culturales, artefactos que intervienen en ellas, expresiones orales, conocimientos relativos a la naturaleza y al universo, actos festivos, etc.

Ahora bien, estas convenciones apuntan directrices generales para la protección del legado, un legado que, por su importancia, ya no solamente debe ser custodiado por una comunidad específicamente, sino por todos los países que suscriben los documentos. En días recientes, Audrey Azoulay, directora general de la UNESCO, le recordó al presidente Trump que su país ha suscrito compromisos en convenios internacionales que lo impelen a respetar el patrimonio cultural. Diversos actores en redes sociales han publicado, a partir de la lista de la UNESCO, fotografías de los lugares emblemáticos de Irán que están en riesgo a raíz de la amenaza de Trump del pasado 4 de enero. No refiere cuáles; habla de 52 objetivos de alta importancia para Irán y la cultura iraní. La AAMC (The Association of Art Museum Curators) condenó el pasado lunes 6 la amenaza de destrucción y se refirió a “nuestra global y compartida herencia cultural”. Es decir, no es de Irán, es de todos. Amenazas y destrucciones de facto ya han tenido lugar en diversos momentos: la destrucción de monumentos como los budas gigantes de Afganistán, destruidos por los talibanes; el arco de Palmira en Siria y el ataque a esculturas en el Museo de la Civilización de Mosul por parte de yihadistas de ISIS; mausoleos sufíes de la ciudad de Tombuctú (Mali) que sucumbieron a manos de tuaregs e islamistas radicales. La cuenta, desafortunadamente, es larga y me limito a recordar sólo lo que ha sucedido en los años más recientes.

Audrey Azoulay, directora general de la Unesco (Fotografía: Telesurtv).

¿Por qué amenazar con destruir monumentos? ¿Por qué podría ser significativo destruir el patrimonio cultural? Porque significa. Esta significación puede estar asentada en motivos religiosos para una comunidad muy específica y quizá más próxima, en motivos estéticos y de apreciación histórica para otros. Los monumentos no son piedras estables e impasibles que testimonian los logros técnicos del pasado: son construcciones discursivas vivas, que se hacen en el presente. Redimensionan tragedias del pasado, nivelan el terreno en términos simbólicos, palian dolores, rinden homenaje, reivindican, dan prueba de un poder alcanzado, tranquilizan, perturban, lo que sea, pero permiten construir continuidad. Los monumentos (en general) son medios físicos para trascender la muerte en términos culturales. Para trascender el olvido.

Hace meses que estamos presenciando marchas de mujeres que realizan pintas en los monumentos de Paseo de la Reforma. Mi postura ya fue expresada en esta columna y de ninguna manera creo que una serie de pintas pongan en riesgo de destrucción total a ninguna construcción. Cuando cayó, presa de las llamas, la aguja de Notre Dame en abril del año pasado, miles de parisinos y visitantes de la Ciudad Luz se hermanaron en un sentimiento de irreparable pérdida con quienes presenciábamos el acontecimiento a través de la televisión y las redes sociales. Hace no mucho las reacciones producidas a raíz del escándalo que suscitó en un grupo de campesinos el Zapata gay de Cháirez fueron todo un tópico y motivaron una serie de reflexiones en torno al machismo que ya también he refigurado en La deriva de los tiempos. Ninguno de los ejemplos que he referido obedece a las mismas circunstancias. No obstante, hay un hilo en común: es patrimonio cultural, se vulnera significativamente a alguien y el legado se encuentra en el centro de las disputas puesto que representa, semantiza, iconiza diversos intereses. ¿Hay motivos para destruir completamente lo que ha sido significativo para muchos, por mucho tiempo?

patrimonio cultural Mezquita Rosa

La cosa se pone muy, pero muy espinosa. No puedo defender la destrucción sino tratar de entender razones y de reflexionar en los significados. Cuando un grupo invade a otro o trata de imponerle su credo religioso, es obvio que los que van a sufrir primero las consecuencias van a ser los monumentos y artefactos creados con fines litúrgicos. Si no, recuerden cómo les fue a los “ídolos” y construcciones indígenas durante La Conquista y evangelización del territorio mesoamericano. Un reclamo de atención, por demás legítimo, por parte de las mujeres como grupo vulnerado a causa del machismo, la impunidad, la inseguridad y la violencia despertó la conciencia de protección patrimonial (que andaba medio dormida) de un sector que estimaba que “ésas no eran maneras de protestar” sin parar mientes en que las cifras de mujeres asesinadas, violadas y acosadas han ido en aumento exponencial durante los últimos años. De nuevo, no estoy justificando nada, pero que un presidente (y no cualquiera, el de los Estados Unidos de Norteamérica) lance una amenaza que, por salir en Twitter no es menos peligrosa contra una serie de objetivos de interés cultural para Medio Oriente y capitales para comprender el devenir de la historia de Occidente, me parece fuera de toda proporción.

Me hago las mismas preguntas siempre que leo sobre estas cosas y que veo las palabras “patrimonio mundial”, que se supone que es de interés para la humanidad. No sé si a un migrante africano le interese la posible destrucción de la mezquita de Isfahán. No sé si a una mujer ultrajada en Corea del Norte le despierte alguna emoción el hecho de saber de la pérdida de Notre Dame. Tampoco estoy segura de si un migrante mexicano que marcha desesperado a la frontera del Bravo se sentiría muy vulnerado al saber de la subasta de piezas arqueológicas mesoamericanas que se llevó a cabo en París hace unos meses y que fue foco de reclamos bastante pueriles por parte de nuestras autoridades diplomáticas nacionales.

patrimonio cultural Golestan en Teheran

En varios medios se dijo que destruir el patrimonio cultural en medio de un conflicto armado (y con la deliberación de Trump) es un crimen de guerra. Yo digo que la guerra es un crimen. Las pérdidas de la población civil son inconmensurables en todos los sentidos; los daños al patrimonio intangible y, por supuesto, la destrucción de monumentos antiguos que dan fe de lo que otras culturas han sido capaces de hacer, no tienen ninguna justificación. No exhorto a ponderar si Trump tuvo o no razón al haber proferido la amenaza. Exhorto a pensar en el término “patrimonio”. Con todo, preferiría usar el de legado o herencia, para quitarle la carga jurídica y patriarcal, pero eso es otro asunto. Legado, herencia y tradición van juntos en términos de cómo pensamos en lo que tenemos y para quién lo tenemos. Cada quien cuida su parcela, bien es cierto, y en algunos lugares no nos da el presupuesto o la estrategia para ejercer una buena custodia. El legado se transmite de generación en generación (dejemos de lado eso de “de padres a hijos”, pues no nos deja extender la reflexión hacia entornos más comprensivos) con la finalidad de enorgullecer, formar, identificar, permitir la comprensión de una serie de procesos y el autorreconocimiento. Lo que hay en Irán, en Iraq, en Armenia, en Siria, en Jordania, en Líbano, en Turkmenistán es tan valioso como lo que hay en Teotihuacán o Chichén Itzá. No creo que a Trump lo tenga preocupado la reacción airada de la comunidad mundial que vela por proteger al patrimonio y no sé si haya reparado en que la UNESCO contempla sanciones para quienes incurran en destrucción, siendo parte de los países firmantes de las convenciones; no lo creo, como no veo que a Andrés Manuel le preocupe la devastación natural, social y arqueológica que va a implicar la construcción del Tren maya. Lo que creo es que como humanidad no debemos permitir que semejantes sujetos lleguen a decisiones de poder.