Y sí, fue un año muy difícil para muchos. Comenzamos este 2020 con noticias convulsionantes, como todos. Escuchábamos de un extraño virus que estaba cobrando vidas en China… pero eso estaba al otro lado del mundo, lo mismo que las amenazas de destrucción del patrimonio medio oriental ante el asesinato del comandante militar iraní Qasem Soleimani. Las reflexiones en torno a la utilidad del patrimonio no dejaron de estar presentes, sobre todo frente a la polémica levantada por los movimientos feministas en México y a la repentina vacuidad del pedestal de Reforma, en donde la escultura de Cristóbal Colón solía representar un referente urbano, histórico para otros, ominoso para muchos más. Sin duda, la tónica del año fue todo lo que ocasionó la pandemia, máxime, cuando ésta nos tocó de cerca. A inicios de marzo comenzamos a ver los resultados de las compras de pánico, se acabó el papel de baño, se vaciaron los anaqueles de los supermercados y asistimos a procesos histéricos de un presunto abastecimiento que no garantizaba salvarnos del contagio. Aprendimos a vivir de otra manera.
Quienes tuvimos la oportunidad, nos quedamos en nuestras casas desde el tercer mes del año, pendientes de las noticias, valorando como nunca la señal de internet y procurándonos lo necesario para montar una oficina, un salón de clases o un lo que fuera en un espacio que no estaba destinado para eso. Muchos teníamos miedo, más que por las consecuencias del virus, por el manejo que el gobierno federal estaba haciendo de la pandemia. Si antes temíamos terminar en un hospital público por alguna razón, este año el temor de muchos fue peregrinar en ambulancia buscando un lugar –público o privado– en el que hubiera espacio y atención. Durante marzo y abril nos sacudimos con las noticias de la enorme mortandad que la pandemia había causado en España, Francia e Italia. En particular, además del dolor por las pérdidas ajenas, daba vértigo pensar en una situación descontrolada en un país como México, que no tiene la capacidad institucional ni económica que otros países. Brasil comenzó a acaparar las noticias, pues era el país latinoamericano que tomaba la delantera en muertes, en competencia directa con Estados Unidos en el norte. Analizábamos la situación y ponderábamos el alto costo de la irresponsabilidad de un Trump o de un Bolsonaro, haciendo bromas estúpidas sobre la pandemia y usando mal su liderazgo, igualito que López Obrador.
Nuestras cifras se dispararon en mayo. Cuando llegamos al sexto mes del año, quienes no habíamos padecido la infección nos sentíamos triunfantes. Seguramente todo esto comenzaría a volver al cauce en los meses siguientes. Quienes pudimos, hicimos donaciones, compramos el bono de confianza para algún amigo restaurantero y tratamos de favorecer a los comercios locales en un vano intento de mitigar la debacle económica. Escuchábamos de las reducciones de salario, del cierre de negocios, de despidos masivos y los reclamos de toda la gente sin prestaciones y sin ahorros que temía contagiarse y no poderse atender.
No obstante, seguimos. Seguimos construyendo nuevas formas de sociabilidad, perdimos el miedo a comprar en línea o a pedir el súper. Nos tuvimos que sacudir la aprehensión de no estar leyendo adecuadamente las emociones del otro a través de la pantalla. Muchos nos escondieron sus casas detrás del Golden Gate, de una aurora boreal o de la Vía Láctea. Sentimos la oquedad de un Estado nacional que no es suficiente para garantizar la salud de sus integrantes, ni de reforzar la economía de muchas familias mediante un apoyo, como en otros países. Decidimos no volver a encerrarnos, después de julio, cuando lentamente se retomaron actividades. Los pesimistas temimos que la apertura significara, claro, una recolonización irresponsable de los espacios públicos y privados. Y así fue. Cuando en septiembre nos hartamos de ver una meseta en las gráficas de infecciones y víctimas, no imaginamos volver al confinamiento. Máxime en diciembre. En los primeros días, pensábamos en la inminencia de la llegada de peregrinos a la Basílica de Guadalupe como de una horda de expansión viral. Como una de las características en el manejo de la pandemia ha sido la irresponsabilidad que ocasiona la falta de claridad y firmeza, sabíamos que el último mes del año iba a ser catastrófico.
Y aquí estamos. Unos con más fortuna que otros, unos más reflexivos que otros, pero sin duda, todos hemos aprendido algo. Unos más confiados y otros pensando en cómo vamos a volver a estar en nuestros antiguos espacios de convivencia, sin miedo. Pese a las dificultades que representa esta coyuntura, conseguimos llegar al final del año. Como el optimismo no es mi carta de presentación, permanezco recelosa frente a las posibilidades de las vacunas, no por las vacunas en sí, sino por las políticas de su distribución en este país. López Obrador dijo apenas que la aplicación de la vacuna no será obligatoria, para ¿curarse en salud? Permanezco recelosa frente a la irresponsabilidad de muchos de mis connacionales, quienes parecen tener particular dificultad para entender cómo se usa un pedazo de tela en la cara. Me siento recelosa frente a un gobierno que no cierra sus fronteras ni implementa protocolos especiales cuando recibe un avión del Reino Unido, cargado de una nueva cepa del virus.
Hace dos meses escribí “Sálvese quien pueda”. Y lamentablemente, lo sigo recomendando. En un año en el que el meme se convirtió en una unidad de sentido particularmente cargada, hace poco que circula uno que dice algo así como “prefiero esperar a que el coronavirus me diga en una conferencia de prensa cómo cuidarme del gobierno”. Este nuevo confinamiento, no obstante, no nos agarra desprevenidos. Ya sabemos dos que tres cosas, a diferencia de marzo. Ya sabemos que sí podemos matar a un familiar por hacerle una visita. Ya sabemos que una red solidaria nos puede salvar del desquiciamiento y que esta red solidaria puede establecerse a distancia. Les deseo salud, tranquilidad, responsabilidad y que todos nos leamos en enero.
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