discurso político

Discursos purgadores o discursos purgantes

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En el Antiguo Régimen se pensaba que la enfermedad del alma era el origen de la enfermedad del cuerpo. Sobre todo desde el siglo XVI, se difundió en algunos círculos especializados de teólogos y médicos la idea de abrir una pequeña ventana en el pecho, metafóricamente hablando, para dejar ver el interior y permitir una transparencia hacia el otro. Una transparencia que dejara abundar en las intenciones y en el verdadero ser del que se tiene enfrente. La idea del hombre de cristal fue desarrollada por muchos tratadistas y literatos como el propio Miguel de Cervantes: la transparencia era la base del autoconocimiento. Si la enfermedad del alma era causa de la enfermedad del cuerpo, también lo era, en algunas preceptivas, de la enfermedad social: delinquir y pecar eran, hasta un punto, cuestiones equivalentes. Quien tenía una salud espiritual lograba una homeostasis en lo físico y en lo social.

Hoy, los criterios de cientificidad han cambiado radicalmente y ya nadie piensa como antaño. O casi nadie. En el discurso político de un septiembre de plazas vacías, la oratoria trillada de las mañaneras sigue haciendo referencia a una moralidad de dientes para afuera. Reprobar las opiniones de “los adversarios” y sostener que la llama encendida de una esperanza —cada vez más exigua— nos llevará al éxito, está resultando cada vez más chocante.

populismo, represión
Ilustración: Mana Neyestani, caricaturista e ilustrador iraní (Nuevas Miradas).

Si ya en meses anteriores se exhibió la burla de un “detente”, imperativo basado en los fetiches y tocado del tono acre de quien desprecia las soluciones pragmáticas, en la actualidad de un septiembre con símbolos alterados, ni la estampita ni la sorna se perdonan. Recientemente se habló de la tasa de sobremortalidad en el país: se calculan 200,000 muertos, es decir, una cifra que rebasa por mucho la expectativa de marzo y que hoy, en este septiembre de gritos al aire, nos deja más intranquilos frente a un gobierno que recurre a fetiches y a argumentos morales dudosos para afianzar la autoconfianza; vivimos en la tierra del “todo va bien”, pero la verdad es que no es así. Si la moralidad se entendiera en su sentido prístino no se imbricaría con el discurso político ni se permitirían distracciones como las de un avión que, a pesar de que se ha buscado hacerlo desaparecer en cachitos, sí existe, cuesta y echa suficiente humo como para levantar cortinas. Tejer el discurso de esa manera es perverso, sobre todo en la consideración de que muchos no entienden esos procedimientos ni cuestionan el actuar de quien se ostenta con la investidura presidencial.

En un septiembre de gritos y gritas, volvemos a la ley del más fuerte. Del que levanta la voz para silenciar al otro, aunque no tenga argumentos. Volvemos al discurso purgador de las antiguas arengas de púlpito. Quizá evocar la moralidad debería implicar verdadera transparencia. Lo que tenemos al frente de la nación no es un hombre de cristal sino una figura opacada por cortinas de humo.


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