A veces uno se queda sin palabras. Piensa y piensa qué decir o escribir y nada, nada aparece con nitidez. No hay un concepto, un olor, un sonido, un sabor, una sensación del momento o un recuerdo del cual colgarse para abrir el diálogo interno o interpersonal.
A todos nos ha pasado. De tiempo en tiempo nos habitan emociones y sentimientos, pero no hay capacidad de hacer encajar lo que se vive con lo que se puede expresar. Y uno se pregunta, inevitablemente, si hay algo mal, si no funcionamos bien, si nos quedamos en silencio por alguna incapacidad o porque, en verdad, lo que vive en nosotros es un gran vacío, una oquedad que creíamos con contenido.
El estupor es así, también lo es el asombro. La experiencia del desconcierto, del dolor, del espanto y del otro lado, el deslumbramiento, el amor y la pasión nos pueden llevar a la misma percepción de aislamiento.
“Algo late aquí dentro”, nos decimos, no sabemos bien qué es, incluso si es real; pero está ahí, estático o como un torbellino, sacudiéndonos incluso en nuestra parálisis. ¿Tiene forma, tiene límites, tiene un nombre? Nos agobia y nos inquieta, pero también nos impulsa.
La energía psíquica es un universo en permanente sístole y diástole, en expansión y recogimiento. Vivimos en ella y con ella. Le buscamos límites y siempre lo rebaza; intentamos amoldarla a normas sociales y convenciones culturales, formulamos hipótesis y teorías para describir y, sobre todo, predecir su comportamiento; y nada, siempre se sale, de una manera u otra forma, con la suya. Sigue una lógica que no es nunca la nuestra.
Persistimos, seguimos creyendo poder atraparla, domesticarla y, así, sostenernos de algo más seguro que el lenguaje. Creamos palabras y estamos hechos de palabras. Pero ¿qué es lo que en verdad buscamos?, ¿control, sosiego, estabilidad?, ¿o todo esto se trata de una apuesta, de un juego imposible de ganar, pero magnífico de experimentar?
El gran encierro que con frecuencia nos deja mudos, probablemente, no es más que el agujero negro que está del otro lado del paraíso, de ese del cual se dice que, afortunadamente, alguna vez fuimos expulsados. Del jardín botánico perfecto, estable, seguro y tibio, en el que todo estaba resuelto y en el que, por lo tanto, el vértigo de la creatividad no tenía lugar.
Bienaventurados entonces todos nosotros, porque de los desterrados es el Reino de la Imaginación.
También te puede interesar: El amor es, acaso, la única utopía que nos va quedando.