literatura

“Terra Alta”, gran merecedora del Premio Planeta 2019

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En el mes de octubre se dictaminó el Premio Planeta 2019, como ya hemos comentado en esta columna, este premio está dotado con una gran cantidad de dinero (600,000 euros), seguramente es el que tiene una mayor retribución económica de los que se otorgan a una sola obra. Los premios literarios como éste creo que tienen mucho mérito, desde luego en el fondo se tiene la motivación de vender muchos libros, restablecer lo invertido, y desde luego obtener ganancias; pero creo que todo lo que se haga para publicar libros, difundirlos y conseguir que llegue al lector y éste lo lea, son esfuerzos loables. Destaco además, que el premio tiene un segundo lugar al que le llaman finalista y el autor obtiene también una muy buena compensación económica.

Este año, el libro premiado fue Terra Alta de Javier Cercas, que recién apareció en noviembre en las librerías de Barcelona y de México de manera simultánea. La obra finalista que ocupó el segundo lugar fue Alegría de Manuel Vilas, lamentablemente aún no se puede conseguir.

Manuel Vilas Vida
Manuel Vilas Vidal, escritor finalista del Premio Planeta 2019. (Fotografía: ABC).

Terra Alta es una región de Cataluña en la provincia de Tarragona cuyo principal núcleo urbano es Gandesa, limítrofe con Aragón y muy cercana al Ebro donde los ríos que cursan por la comarca desembocan, es una zona muy poco poblada. Es en este territorio donde se desarrolla la novela.

Resulta difícil catalogar la novela, posiblemente sea una novela policíaca, aunque no muy típica. Casi todas las obras de Cercas son novelas de no ficción, en donde la anécdota principal se conoce desde el principio, como en el caso de Soldados de Salamina en donde la no aniquilación de Sánchez Maza y después la historia de su no verdugo son el centro de la obra. En Anatomía de un Instante, desde luego el intento de Golpe de Estado del 23F y todo su desarrollo son los protagonistas, En El impostor, un personaje que durante años se ha hecho pasar como sobreviviente de los campos de concentración nazis es desenmascarado por Cercas y sufre un escarnio total. El monarca de las sombras es la historia de un familiar del autor que durante la Guerra Civil milita en el bando nacionalista y muere muy joven, sin mencionar que su muerte se desarrolla casi al inicio de la novela.

Pero Terra Alta es totalmente diferente al resto de sus novelas, porque es un thriller policíaco –y hasta donde podemos ver– está basado fundamentalmente en la ficción. Magistralmente desarrollada, Cercas escribe como siempre lo hace, de manera impecable y precisa, con un espléndido manejo de los tiempos y de los contrapuntos, todo ello hace que el libro se lea con gran interés y un enorme disfrute.

Siendo una novela policíaca, tiene particularidades sui generis, pues algunos de los crímenes que se relatan no son esclarecidos porque los autores amedrentan al policía Melchor, la figura central de la obra y que tampoco es un policía al uso, es delincuente rehabilitado –y gracias a la literatura se hace policía–. En la historia,  por su participación heroica en un hecho terrorista, Melchor tiene que ser enviado a Terra Alta para poder pasar inadvertido y así evitar las venganzas de los terroristas; ya integrado al pacífico espacio, continúa su actividad policíaca y de gran lector, aunque a lo largo de la novela dialoga y discute con los personajes de Los Miserables, que son sus héroes y en ocasiones su ejemplo e incluso su motivo de inspiración. En el plácido espacio donde vive y trabaja, súbita e inesperadamente sucede un crimen que conmociona a toda la región por la importancia de los asesinados y la crueldad con la que son acribillados.

Terra Alta de Javier Cercas.
Javier Cercas, escritor español.

A lo largo de la novela se narra el desarrollo de las investigaciones y la vida de Melchor a través de saltos narrativos y temporales maravillosamente administrados, hasta el momento en que parece haberse agotado la investigación, sin darse con los asesinos ni con los motivos que tuvieron para acabar tan cruelmente con sus víctimas; gracias a la tenacidad de Melchor y las triquiñuelas legales que utiliza para continuar investigando, una vez que los criminales son descubiertos y son esclarecidos sus motivos, todo parece culminado, pero de pronto resulta que existen causas más profundas por los asesinatos, en donde participan hechos de la Guerra Civil, para entonces ya lejanísima (80 años) y colabora además, un grupo de mexicanos.

La Guerra Civil Española (1936 a 1939) es una obsesión constante en las novelas de Cercas; el autor nace en 1952, es extremeño y de muy niño llega a Cataluña donde desarrolla su vida, sus estudios y su obra. Curiosamente Terra Alta ha sido acusada de ser una obra separatista por algunos y de ser españolista o centralista por otros. Desde luego no soy yo quien pueda aclarar esto pero yo no veo indicios ni en un sentido ni en otro. Sólo puedo decir que es una magnífica obra de ficción en la que los personajes, el espacio, las anécdotas y la trama son maravillosamente explorados, descritos y desarrollados.

Una novela imperdible.


Lecturas recomendadas:
Javier Cercas. Terra Alta. Planeta, México, 2019.
—— Soldados de Salamina. Tusquets Editores, México, 2001.
—— Anatomía de un instante. Mondadori, México, 2009.
—— El impostor. Penguin Random House-Grupo Editorial, México, 2014.
—— El monarca de las sombras. Penguin Random House-Grupo Editorial, México, 2017.

La soga

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Tantos años bajo el sol de Jalisco han dejado huellas en los rasgos de Diómedes. Su cara enseña lo que hay bajo la piel llena de arrugas, detrás de los ojos hundidos. Tiene la mirada de quien sabe encontrar veredas en las costillas de la tierra. Así lo hacía de joven, ahora sólo le queda buscar a lo lejos sombras que evoquen recuerdos.

—Háblame de cuando eras vaquero.
—Y ora, ¿qué soy? —pregunta antes de empezar su historia.

Cuando era casi un chiquillo, los hombres de la hacienda de Santa Úrsula me pidieron que los ayudara a buscar un toro bravo que andaba perdido en la sierra. Yo, muy orondo de poder ir con ellos, ni voltee pa’ atrás. Anduvimos todo el día entre el zacatal, sin encontrar nada, hasta que divisamos el zopiloterío.

—Esto me huele mal —dijo el mayordomo—, qué se me hace que lo andan rondando.

Nos acercamos a donde volaban los zopilotes y que vamos viendo al toro, todo destripado. Lo había matado un animal de uña que andaría por ahí, esperando que nos fuéramos para tragárselo en paz.

—Ni modo —le dijo el mayordomo al toro muerto—, hasta aquí llegaste.
—Vámonos —nos dijo luego a nosotros—, ya está pardeando. Hay que buscar un campo donde no nos llegue el hedor.

Nos apeamos en un llano y nos alistamos para pasar la noche. Estaba muy oscuro, nomás se veían las luciérnagas. Hicimos una fogata para espantar a los animales y yo me acosté algo retirado, después de acomodar mi montura. Se me cerraban los ojos, cuando oigo:

—Ya se durmió Diómedes. Traigan una soga.

soga
Imagen: Pinterest.

Me quedé tieso, respirando apenitas. ¿Será por lo de Juana? Pensé. Sentía el corazón en las costillas y un sudor frío. “Virgen de Talpa, si de veras eres tan milagrosa, aquí me lo vas a demostrar”, recé. Los vaqueros se alejaron a buscar la méndiga soga, y cuando nadie me veía, agarré a tientas un caballo y me vine de vuelta, sintiendo que me seguía el diablo. No sé ni cómo llegué, con la noche tan negra. Ya cerca del pueblo, esperé que clareara y entré haciéndome el disimulado. Estuve todo el día sin salir de la casa; cuando se me estaba pasando el susto, oigo a un hombre preguntar por mí. Ora sí me van a fregar, pensé. No sabía dónde esconderme, ya conoces el pueblo, no tiene ni árboles. Si llegaba al monte, ahí sí no iban a hallarme tan fácil. Me salí por la ventana sin hacer nadita de ruido y luego empecé a correr, pero el vaquero era espabilado y se fue tras de mí. La gente nomás pelaba los ojos. El hombre me alcanzó a un lado del templo, ya por llegar al cerro. No me cogió del pescuezo ni me zangoloteó ni nada. Nomás me torcía un brazo en la espalda. Así, doblado, le veía los zapatos y un pedazo de soga que se desató en el jaloneo.

—Te hacen falta unos chingadazos —me dijo—, ya me hiciste sudar. Si vuelves con tus tarugadas, no respondo.

Me soltó después de darme un buen apretón que me dejó el brazo entumido. Se me había ido la sangre a la cabeza y estaba mareado. Sentí coraje con Juana. Tanto borlote por tan poquito…

—Qué crees, que soy tu pendejo, o qué –volvió a enojarse el de Santa Úrsula. Y que me da una zarandeada. Yo ya me hacía colgado del árbol, con la lengua de fuera.
—¡Le juro por la santísima virgen de Talpa que no le hice nada a Juana!
Me soltó de golpe.
—Qué Juana ni qué Juana, te robaste mi caballo. ¿Así acostumbran aquí? ¿Salir corriendo a media noche en caballo ajeno?
—Cuando lo quieren colgar a uno…

Me miró un rato sin entender y soltó la carcajada. Yo no hallaba dónde meterme cuando supe que me iban a poner la canija soga alrededor, formando un círculo en la tierra, para que los animales de uña no se me arrimaran.

Como sucedía cuando Diómedes me contaba historias, había oscurecido sin que nos diéramos cuenta. Juana salió de la casa, encendió la luz del zaguán y se sentó con nosotros.

Recuperar el pasado

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Vidal Elías es un veracruzano que se zambulló en su niñez en Xalapa, en Banderilla y en otros rincones jarochos y, como el Carlitos de José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, recuperó una memoria infantil. Pero si Carlos-adulto lleva al lector al rincón opresivo de una cantina, Vidal lo convida a un soleado jardín en donde la pobreza y el azoro de verse tan frágil y pequeño ante la vida no son miedos sino pedacitos de la íntima alegría de saberse, hoy, hijo logrado de aquel tiempo.

En aquellos años, dice Vidal, cualquier palo de escoba era caballito. Y –digo yo– cualquiera de nosotros héroe, hombre alado, capitán de corsarios, jefe de pandilla y, por la noche, niño acurrucado entre brazos amorosos que eran como el fin del mundo, cuando nuestras madres y abuelas nos dejaban en la cama después de la merienda. Con su libro, Vidal Elías se reveló como un cuidadoso artesano que mezcla recuerdos, sueños y fantasías y con ellos reinventa el jardín de su niñez: Cuando cualquier palo de escoba era caballito.

Una sentencia irlandesa dice que las tres más breves huellas son las de un pájaro sobre una rama, la de un pez en un estanque y la de un hombre en el alma de una mujer. Añado una cuarta: la de la niñez en la vida del adulto.

¿Qué pasa con la literatura testimonial, con las cuartillas del recuerdo? Casi todos tenemos algo que decir de nuestro pasado… aunque algunos pobres apenas si se dan cuenta de que viven en el presente. No tengo idea si este género sea ralo o abundante. Mi percepción es que son muy pocos quienes tienen la fortaleza para compartir recuerdos infantiles porque a la mayoría nos da pena y nos agobia exhibirnos al mundo. Puede ser insoportable que los otros se enteren de que dormíamos con un osito de peluche, porque de ahí a deducir que mojábamos la cama hay apenas un paso.

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Imagen: Pinterest.

Pero quiénes sí se atreven, cual fue el caso de Vidal, nada más y nada menos que iluminan nuestras vidas. Todos recordamos páginas autobiográficas de los muy famosos. Pero yo me pregunto, ¿valen más, desde el punto de vista emocional, los recuerdos del Nobel sudafricano Coetzee que la deliciosa narración de la tamaulipeca Rosa de Castaño en su Rancho estradeño? ¿Es más importante la Historia de una granja africana de Olivia Schreiner que la memoria que Rosa King nos legó en Tempestad sobre México? Es más: ¿quién ha leído esos libros? Yo me quedo con el recuerdo de Vidal.

Es de ociosos eso de la crítica, y lo traigo a colación únicamente para ejemplarizar mi argumento. Visitar un libro de memorias es como abrir, sin haber tocado, la puerta de una casa que sólo conocemos por fuera: al entrar y conocer el interior, algunos sentirán que la sangre les sube al rostro, otros se regodearán con el morbo, a unos les dolerá el estómago y los más sentirán que el corazón se les acelera al reconocerse en los personajes que pueblan un jardín amorosamente construido, como el de Vidal… pero nadie, téngase por cierto, la habrá abierto en vano.

 Vaya que se requieren agallas para exponerse así. Aquí mis entrañas; ¡venid, cuervos!, dijo el bardo. Pero no sólo de agallas se nutre la literatura, como sabe cualquier estudiante de letras. ¿Cualquier estudiante de letras? ¡Cualquier lector! La literatura se hace, con perdón de don Perogrullo, con pasión, con amor, con coraje, con obsesiones, con ritmo, con eufonía, con imágenes, con el diestro manejo del lenguaje en que tuvimos la gracia de crecer… y con trabajo, ¡con mucho trabajo!

“La mañana en que conocí el mar, lo habían traicionado las gaviotas y no tenía a una Alfonsina ni naufragios que me reconfortaran”, dice Vidal de su primera excursión al lugar en donde termina la tierra, a donde llegó enfundado en una cotorina multicolor y protegido por su inseparable Osín. Y no tiene que decir más para que el lector se sienta transportado a la pedregosa playa azotada por los fríos y arenosos vientos cruzados del norte.

Hay en las páginas del libro de Vidal una memoria, sí, pero también el anuncio de una obra literaria. Porque en literatura ni todos los palos son caballitos ni todas las azoteas bases lunares. La literatura es la posibilidad de no perder la memoria. Es recuperar, sin esquizofrenias, una parte de la vida que llevamos dentro y entregarla a otros que llamamos lectores.

Selcuk Demirel
Ilustración: Selçuk Demirel.

Es antigua y casi lugar común la sentencia de que un libro no tiene dos lecturas iguales. Ya otros darán su propio testimonio, pero a mí el de Vidal me hizo recordar que Javier Ruiz y yo tendríamos seis años cuando convertimos la azotea de nuestra casona en el centro de transmisiones ultrasónicas desde donde lanzábamos apremiantes mensajes a la flotilla espacial que debía rescatarnos de las huestes de Ming, emperador de Mongo, al que invariablemente vencíamos cinco minutos antes de salir destapados a la panadería para atrapar la mejor ganancia, la rosca o la concha con la que el gachupín de “La Paloma” compraba la lealtad de los chamacos  y de las muchachas que todas las tardes salían por el pan.

¡Llamando a la base de la luna…! ¡Llamando a la base de la luna…! Ese susurro precipitado y urgente lanzado desde una caja de cartón olorosa a fab es la mágica conjura que abre el portón a los recuerdos de una infancia que, como a Vidal, se me escurrió sin remedio entre los dedos. “Qué horrible destino para un muchacho tan bello”, exclamó el viejo poeta inglés al encontrarse con su retrato infantil.

¿Los libros que recuperan una memoria son el equivalente a un diario? ¿Es esta remembranza del tiempo pasado la transcripción de las notas cotidianas que muchos llevamos como registro de vida, o se trata sólo de un género literario? Si acepto lo segundo, debo suponer que los autores son los “hábiles artistas” que hablaba Poe que, “habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr”, se permiten pergeñar incidentes y combinar hechos como mejor sirvan para lograr su efecto preconcebido. Si me decido por lo primero, entonces tengo derecho a concluir que estoy ante una relatoría de hechos verdaderos hábilmente confeccionada. José Emilio Pacheco se apresura a salvar esta duda y de principio nos informa que su libro es la “crónica falsa de la verdadera destrucción de la colonia Roma antes del terremoto”. Vidal no hace tal cosa. Deja que sea su yo-niño el narrador sin mediaciones, al grado que uno supondría que el autor adulto cerró los ojos, pensó en su niñez y ejerció la escritura automática.

Habrá que preguntarle a Vidal si él vivió “con terror del calendario”. Mi propio sentir es que somos los adultos quienes tenemos esa fobia. Pero salvada la disquisición técnica, que introduje sólo para satisfacer mis propias ignorancias, queda la deliciosa posibilidad de recuperar aquel tiempo Cuando cualquier palo de escoba era caballito.

Juego de ojos.

¿Correcto o incorrecto? ¿Prudente o imprudente?

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Mucho ha sucedido en estos últimos días pero les voy a comentar sobre dos eventos recientemente acontecidos.

Uno fue la visita de Mario Vargas Llosa a México, lo que seguramente aconteció como parte de la promoción de su obra Tiempos recios. Cuando una gran figura literaria realiza una nueva publicación, las editoriales organizan giras internacionales para incentivar las ventas. Eso y la realización de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara probablemente hayan motivado la visita del Premio Nobel.

En el Museo Memoria y Tolerancia se llevó a cabo una presentación de su libro y al terminar, probablemente a instancias de la prensa, emitió comentarios acerca de nuestro actual gobierno a lo que en su respuesta, lo etiquetó de nacionalista, y por tanto, retrogrado y antidemocrático. Creo que sí tenía libertad para hacer esos comentarios, y más él siendo un hombre que tiene una larga experiencia política, tanto en la teórica como la práctica –además que existe una regla no escrita en la que los extranjeros tienen la libertad de hacer todo tipo de comentarios–, por lo tanto parece correcto lo que hizo, sin embargo, creo que es imprudente, porque siendo su visita con motivos literarios, sus comentarios no fueron los más adecuados.

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Fotografía: RPP.

Al parecer su partición en la FIL versó sobre Conversaciones en la catedral, su gran novela, que cumple 50 años de haber sido publicada. Por cierto, de ahí viajó a Guatemala, escenario donde se desarrolla Tiempos recios, y su presencia causó controversia, siendo que se esperaba que fuera unánimemente bien recibida, hay grupos que siguen considerando que Arvenz sí era comunista y su derrocamiento fue adecuado así como se consideró conveniente el asesinato de Castillo Armas, cosas veremos; lo que hizo que las opiniones sobre su estancia guatemalteca fueran muy diversas y lo mismo aplaudidas que abucheadas.

Respecto a los comentarios que dio Vargas Llosa sobre el gobierno de Andrés Manuel López Obrador no fueron oficialmente contestadas, muchos de sus corifeos lo hicieron, además que su esposa, la Sra. Beatriz Gutiérrez Müller, emitió una respuesta en sus redes sociales, en los que desacredita al escritor y sus comentarios, llamándole entre otras cosas “panfletario”; creo que es correcto que exprese su opinión, porque todo mundo es libre de escribir en las redes sociales, sin embargo, cuando se tiene como cónyuge a una personalidad importante, no considero que se deba defenderlo públicamente en redes sociales, porque en realidad debilita la figura de su pareja en lugar de fortalecerla.

También hay que puntualizar que se equivoca al llamarlo “panfletario”, porque Vargas Llosa no escribe panfletos, sus obras de ficción tienen un gran reconocimiento, tal vez sus memorias pueden ser discutibles, pero son posiciones sólidas, bien explicadas y sostenidas; sus escritos semanarios en muchos periódicos son muy leídos y con ellos se conforman periódicamente libros. Se puede estar o no de acuerdo con él pero escritor de panfletos no es. Es más, dos de sus grades obras La fiesta del chivo y Tiempos recios tienen como argumento los crímenes de gobiernos latinoamericanos de derecha y su caída. Por cierto, yo espero que el alquiler de la sala del Museo Memoria y Tolerancia haya corrido a cargo de la Editorial.

El otro suceso que me llamó poderosamente la atención, fue el mitin que se llevó a cabo en el Centro Cultural Ollin Yoliztli, alrededor de Evo Morales, y por lo que pude ver, se desarrolló de igual forma que todas las reuniones de ese tipo de la izquierda –yo asistí a varios mítines de ese tipo a fines de los años 60 y durante los 70 del siglo pasado–, de manera clásica, suceden con una serie de oradores que hacen alabanzas y halagos del personaje homenajeado y que terminan con los autohalagos y autoalabanzas que el personaje se hace a sí mismo; debo decir que un cambio que refresca este tipo de reuniones es que el presídium no es ya una mesa, ahora unos sillones aligeran el escenario.

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Piedra Ibarra, presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

En esta reunión que comento, participaron algunos universitarios y pienso que su participación fue correcta, lo hicieron a título personal y la institución a la que pertenecen se caracteriza por su diversidad y libertad. Por otro lado, la participación que me pareció incorrecta, imprudente y quizá impropia fue la de la presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, su nombramiento, muy reciente, sucedió en medio del escándalo y la polémica, pues utilizó el atril para elogiar a Evo Morales, sin percatarse que ya no es sólo una luchadora social, si no que ahora ocupa el cargo presidencial de un organismo fundamental del Estado Mexicano; la Sra. Piedra Ibarra no tomó en cuenta que el pueblo de Bolivia acusa a Evo Morales de faltas a los derechos humanos, y que ella debió mantenerse apartada, aunque fuera en contra de sus principios y sensaciones íntimas.


Lecturas recomendadas:
Mario Vargas Llosa, Tiempos Recios. Alfaguara. México, 2019.
Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo. Alfaguara México,  2000.
Mario Vargas Llosa, El pez en el agua. Seix barral. México, 1993.
Mario Vargas Llosa,  Contra viento y marea. Seix Barral. México, 1992.

Año literario 2019

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De cierta forma somos lo que leemos. Todos. Y como no soy la excepción intentaré asumirme en lo constituyente de mis lecturas en el 2019.

Comencé el año con clases de la lengua maya que me llevaron cual estudiante de cualquier grado a disfrutar desde la compra de mis libros nuevos hasta mis cuadernos y lápices con que habría de intervenirlos.

Soy un lector más indisciplinado que voraz y el año no fue, salvo por mi continuidad en el maya, la excepción.

Mi primer libro del año entonces fue una colección de poemas mayas, en lengua original y a veces traducidos mal (o insuficientemente) al español, como en América llamamos al castellano.

Esa lectura y el aprendizaje de un texto, es decir, mi primer poema maya, me introdujo a un sistema de ideas que es más que un contenido para hacerse una forma de ejercer el pensamiento.

Junp’éel kiine’ le t’aano’ suunaj peepenile’: Un día la palabra se convirtió en mariposa… Así comienza el de Daniela Esther Cano Chan, que tanto bien me ha hecho en el alma, intervenida este año también por las canciones hermosas y los himnos de Jazmín Novelo, como el K Baktún (nuestro tiempo), que cuenta como Los jaguares dicen, que en nuestras manos florecerá el sueño de nuestro linaje… Baalamo’ob tun ya iko’ob, ti k-k’aab biin u loolintal u náayil k’chi’i’ibal…

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Imagen: Pinterest.

En el primer mes del año un obsequio me llevó por el Atlas histórico y cultural de Yucatán, espléndidamente editado por el Instituto de Historia y Museos de Yucatán, con una introducción elocuente del maestro Enrique Florescano. Estoy en una de mis más postreras lecturas del 19, releyendo el Popol Vuh en la práctica edición de la editorial Época, tan bien mercadeada por mis amigos Rendón y Sánchez Mejorada. De esa suerte hay algo de maya en mis lecturas de este cierre de década.

Algo de francés también, como siempre, las novelas de la rentrée litteraire, y de las tres que seleccioné, no estuvo entre ellas la ganadora del Goncourt que me la debo: Tous les hommes n’habitent pas le monde de la meme façon (no todos los hombres habitan el mundo de la misma forma). Leí Serotonine del inevitable Michel Houellebecq, obra que he comparado –toda proporción guardada– con aquella traducción nueva de Agustín de Hipona hecha por Boyer en 2008, les Aveux, el texto de Houellebecq es de una crudeza impecable y casi elegante y ya lo he visto para aquellos en quienes despierte antojo, traducido al castellano.  Leí Avec toutes mes sympathies (con toda mi solidaridad) de la periodista Olivia de Lamberterie, vedette de la comentocracia literaria, narra con amor fraterno el suicidio de su hermano y La tentation de Luc Lang, quien describe a través de una historia familiar, personal, sus propias motivaciones humanas y sublimes desde un episodio de cacería. 

Mis lecturas en español comenzaron en febrero al preparar mi intervención en el Congreso Internacional de la Lengua Española, evento al que fui invitado por la Academia Mexicana de la Lengua, y en el que presenté mi trabajo sobre “La influencia del maya en el español hablado en la península de Yucatán”, que ya he descrito en otra publicación de El Semanario.

Me atreví a esta participación motivado por Lévi-Strauss, quien sugiere como método de las ciencias sociales, la condición del valor de las primeras observaciones, y por Merton cuando señala el valor heurístico de la Naive observation of the sophisticated observer; y si bien mi conocimiento del maya –lengua que he escuchado cerca de mí toda la vida–, no es para nada confiable aún, quise presentar mi acercamiento de buen observador ingenuo a la evidencia del manejo de las glotalizaciones en ritmo 1/3, por las 15 letras que se glotalizan en maya de entre las 45 que componen su abecedario y que son, de algún modo, las responsables del llamado acento yucateco.

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La Real Academia y la Asociación de Academias de la Lengua Española nos obsequiaron a los participantes con una magnífica edición conmemorativa de Rayuela de Julio Cortázar, precedida de un prólogo que compendia las participaciones de García Márquez, Bioy Casares, Sergio Ramírez, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. La edición de Alfaguara es cómoda de lectura y agradable de vista. Así, su relectura me hizo todo el sentido después de haberla devorado hace 40 años.

El aggiornamento literario me hace ver otra obra, no por desconocer el contenido y los personajes, que son referencia desde mi primera lectura, sino por haber tejido entre las horas y las letras de ésta, quizá tercera o cuarta lectura, una nueva densidad en este fetiche mayor de la literatura en nuestra lengua.

Me divirtió desnichar de mi biblioteca a Manuel Payno, El hombre de la situación, donde encontré una peculiar historia acerca del encarcelamiento de Don Martín Cortés en México, el Marqués del Valle, el hijo más querido del conquistador y de una serie de personajes de la historia mexicana analizados desde su tiempo y circunstancia.  De Enrique Serna, El vendedor de Silencio, su leidísimo abordaje del influyente periodista Carlos Denegri y las “transas” de su tiempo. Allí aprendemos el origen de algunas astucias que prevalecen en nuestra “cultura” (por citar a los clásicos…).

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Imagen: Life and Style.

De Henri Donnadieu, La Noche soy yo, un ensayo sobre la farándula mexicana y el light underground “zona-rosero” del último cuarto del siglo pasado, anecdótico y a veces divertido. De Miguel Quintana Pali, Xueños, donde el extraordinario personaje se invierte en los proyectos más imaginativos, innovadores, y exitosos, dando con sencillez y elocuencia, lecciones de sus tomas de riesgo y de sus éxitos más que fracasos.

Abordé, recomendado por un amigo chino, la lectura de ese agente mayor y coetáneo de la literatura del extremo oriente que es Yu Hua, proscrito y al mismo tiempo adicto al régimen, y quien es un gran cronista de la revolución cultural y sus efectos. Su narrativa es similar en ocasiones a la del francés Pascal Quignard, un poco hecha de frases cortas y lapidarias como pinceladas que se secan rápido. Ganador de premios occidentales, y sé que la adaptación de una obra suya que leí (“¡Vivir!”), ganó en Cannes un reconocimiento. Vivir y Crónicas de un mercader de sangre, ambas obras suyas, me gustaron mucho y me acercaron al sentimiento crudo de un pueblo que busca reconstruir su alma.

Y en verano, caminando por las dolomitas austriacas, escuché con insistencia el nombre de ese autor de Las Alas del deseo (Der Himmel über Berlin), que había olvidado y que ganó este año el premio Nobel, Peter Handke . Una joya literaria que también comenté en otro artículo y cuyos relatos conmueven y sorprenden en su improbabilidad profunda y significante.

La relectura de La guerra y la Paz de Tolstoï, me hizo retomar momentos históricos y batallas extraordinariamente bien descritas como la de Austerliz, ésa de los tres emperadores donde se dieron con todo 80 mil, contra 80 mil, en una fría mañana de diciembre en 1805, ante la presencia de Alejandro I, Napoleón I y Francisco I. La corte rusa, sus relatos y querellas, los duelos de honor, y la forma fina de los rubores juveniles, los “salones” de la alta burguesía donde todo ocurre y se resuelve. Gozosa obra que pese a su extensión uno desea que no se acabe, que la vida siga…

Finalmente, mi obediencia y gusto por el Premio literario Lipp, que me orienta siempre a la lectura de las 50 primeras páginas de obras finalistas, alrededor de 10, que califico junto a un destacado grupo de escritores con quienes comparto la misión de jurado y que este año otorgamos el premio a Ave Barrera con su obra Restauración. Una recomendación para esta obra de refrescante fuerza literaria que le he escuchado leer en uno de esos ejercicios que llamamos lipperaturas y que maridan la lectura al placer de otros sentidos.

Fuera de los accidentes ensayos, cartas, panfletos y miles de mails, éste es mi vector, en él me reconozco y me busco siempre. México necesita más literatura, más escritores, vivencias no nos faltan…

Ve y dilo en la montaña

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Leo en Tiempo de morir, el estrujante testimonio sobre el motín de la cárcel de Attica de 1971, el pasaje del huracanado encuentro de Tom Wicker con James Baldwin. Wicker, rubio y waspiano, confiesa casi llorando a Baldwin, negro y revolucionario, que gustoso daría su piel blanca a cambio del talento literario de su amigo.

Wicker era el reconocido jefe de la corresponsalía en Washington del New York Times. Se movía en los círculos intelectuales, políticos y económicos de la capital del imperio. Sus columnas eran lectura obligada de la clase dominante. Nadie olvidaba que, durante cuatro horas del viernes 22 de noviembre de 1963, sus despachos fueron las únicas noticias del atentado a Kennedy en Dallas.

Vivía en una gran casa, sus hijos estaban en los mejores colegios… pero se sentía fracasado: sus aspiraciones literarias quedaron en seis novelas que no cambiaron el mundo. Padecía sobrepeso y estaba divorciándose. En la tarde del 10 de septiembre de 1971, después del almuerzo en un exclusivo club privado, recibió la noticia de que los presos amotinados en Attica lo querían como testigo de las negociaciones con las autoridades; y de esa experiencia nació Tiempo de morir, quizá el motivo de la discusión con Baldwin.

En una próxima entrega de JdO hablaré de ese libro que es, con La sombra del caudillo de Guzmán, Gandhi de Fischer, Estrella roja sobre China de Snow y otros, un brillante ejemplo del periodismo puesto al servicio de la historia. Pero hoy es un pretexto para traer a escena al gran autor con quien Wicker discutía acaloradamente aquella noche: James Arthur Baldwin.

James Arthur Baldwin
Fotografía: Milenio.

Nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem en 1924, en plena depresión. Hijo de un predicador fanático y autoritario, y de una mujer cuya ocupación principal era echar hijos al mundo, Baldwin se convirtió en la voz literaria de los negros estadounidenses en el fragor de la lucha civil de los sesenta. Su amor por los libros era tan grande como el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos ensayos, nos presenta desde el primer párrafo una brutal introducción a su vida:

El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después, nació el último de sus hijos. Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después del funeral de mi padre, con    sus restos en la capilla, un motín racial se desató en Harlem […] Ese día cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre gritos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, el más sostenido y brutalmente disonante de los sucesos.

Resulta por lo menos asombroso, después de esta descarnada confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del finado y que adolescente aún fue consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra yanqui y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento proderechos civiles del siglo pasado.

Quizá una explicación sea que el predicador era en realidad su padrastro, pues James fue hijo ilegítimo. Otra, que las misteriosas tensiones en la relación padre-hijo se manifiestan en conductas de complejidad insondable. Sea como fuere, en el púlpito Baldwin encontró su verdadera vocación, la literaria, aunque ese encuentro no sería de inmediato.

En uno de sus numerosos ensayos, casi todos preñados de biografía, asentó que sus tres años en el ministerio lo convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la desesperación y simultánea belleza de la grey a su cargo. Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista indio R. K. Narayan, quien no soportaba la vista desde su ventana pues sabía que no podría recuperar las millones de historias que desde ahí veía. Y pensándolo bien, ¿no es lo que pasa a los periodistas, escritores y otros creadores que andan por la vida con los ojos abiertos?

Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos antes de establecerse en Greenwich Village y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el New York Times y en 1948 conoció a Richard Wright, quien le procuró una beca para viajar a Francia y a Suiza.

James Arthur Baldwin
Fotografía: Cultura Colectiva.

En 1953 aparece su primera novela, Ve y dilo en la montaña, en la que resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que lo consagró como el más sobresaliente escritor sobre la condición de los negros en Estados Unidos. La siguiente, El cuarto de Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual. Apuntes de un hijo de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias de su juventud. Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El costo de admisión (1985), entre otros títulos.

El tratamiento de temas a partir de su homosexualidad hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría negra. Eldrige Cleaver, el notorio “pantera negra”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio hacia los negros”.

“Supongo”, respondería el autor, “que todo escritor siente que el mundo en el que nació es nada menos que una conspiración contra el cultivo de su talento”.

El 22 de agosto de 1963 tuvo lugar la jornada de Washington en la que Martin Luther King pronunciara la portentosa oración que habría de convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y el resto del mundo. “Tengo un sueño”, exclamó King ante la multitud que abarrotó el parque llamado Mall, “de que mis cuatro pequeños hijos un día habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la entereza de su carácter”.

James Arthur Baldwin
Portada: Time Magazine.

Baldwin estuvo en la aglomeración aquel jueves estival. A principio de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse a la lucha al lado de King, sin dejar de buscarse a sí mismo. Producto de varias minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) decidió que además de su participación intelectual debía ensuciarse las manos como militante. Viajó extensamente por las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese tiempo fueron Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.

Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y llegó a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después del asesinato de Martin Luther King y de Malcolm X, regresó al extranjero en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. “Una vez inmerso en otra civilización –escribió– “te obligas a examinar la propia”.

En la nación vecina aún hoy se viven las consecuencias de la integración forzosa de razas negras vía el tráfico de esclavos. James Baldwin fue producto de ese encuentro forzado y doloroso, como lo fue King, como lo fueron y son millones de negros estadounidenses. Vivió además, como apunto arriba, el peso de su pertenencia simultánea a un abanico de minorías en un contexto social, recordemos, que en comparación con el tiempo actual era asfixiante y aniquilante.

James Baldwin nos dejó una estampa de su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si pudiese aplicarla, pero era lo único que poseía”.

Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles negros.

Juego de ojos.

El cirquero

Lectura: 3 minutos

Me había acostumbrado a ver caer la tarde con Diómedes. Sentado en una silla de palo, con su inseparable gato sobre las piernas, era la hora en que le gustaba hablar de un pasado para él más nítido que los cerros en la penumbra. Su voz me transportaba a ese mundo donde la luz de las veladoras era suficiente para ver antes de irse dormir. Tiempo de silencios, sombras y fantasmas. En eso pensaba cuando vi al muchacho.

—Es el Cono—me dijo Diómedes.

A lo largo de mi trayectoria como fotógrafo me he encontrado con todo tipo de gente, pero el ser que se acercaba, balanceándose como un péndulo, me hacía sentir en un sueño.

—¿Le dicen Cono por…?—tartamudee.
—La hechura—contestó Diómedes.

Y vaya que la tenía original: la cabeza, pequeña y angosta, tenía forma de huevo y las facciones competían por el reducido espacio de la cara. Los ojos eran dos rendijas; la nariz, apenas una protuberancia; la boca, el esbozo de una línea. Cuando se detuvo frente a nosotros y me tendió la mano, noté que los dedos estaban pegados por una membrana.

            —Cuéntanos de cuando te querían llevar al circo—le dijo Diómedes sin preámbulos.
            —A lo mejor prefiere no hablar de eso—interrumpí.
            —Es bien platicador. ¿Verdad, Cono, que eres jacalero?
            —¿Es usted el fotógrafo que viene de la capital? –me preguntó el muchacho con una voz delgada como su cuerpo–. Allá sí hay buenos circos, con elefantes, payasos de calidad y bailarinas a caballo. Yo tengo un retrato de un domador con la cabeza entera en la boca de un león, una cosa seria, no como el que vino al pueblo… esas son chingaderas.

El circo.
Ilustración: Wix.

            —Traían un mono—lo interrumpió Diómedes.
            —Sí, un mono roñoso que comía plátanos. El dueño ha de haber pensado que haríamos buena pareja porque anduvo duro y duro con que me quería contratar. Estaría pendejo.
            —Y la mujer víbora, qué me dices.
            —Otra chingadera. Que disque era una muchacha bien bonita y por desobedecer a su mamá se convirtió en culebra. Y ahí la tenía el dueño, arrastrándose por el piso sambutida en un nylon rayado, como si fuera alicante. Viejo baboso.
—No seas majadero, Cono –dijo Diómedes.
—Pendejo, pues… ya me viera yo en ese méndigo circo.
—También estaba la mujer descabezada.

El Cono lo observó de arriba abajo con desprecio.

—Era un truco. Pero déjame seguir hablando, o quién va a contar la historia. Viera el miedo que pasé cuando el dueño empezó a seguirme…

Diómedes soltó una carcajada.

Freak Show.
The Circus Freak Show, Edmund F. Ward (1943).

—Tú no le tienes miedo ni al diablo. Síguenos contando, pues. Qué me dices del malabarista. Era un circo en forma. A mi tanteo, te perdiste de una buena oportunidad.
—Si tanto te gustó, por qué no te fuiste tú con él.
—Tienes feo carácter, Cono, así no vas a encontrar novia. También había un payaso.
—Que hacía llorar a los chiquillos. Se me hace que cada quién vio su circo.

El Cono se sentó en la banqueta, apoyó la espalda contra la pared y se rodeó las piernas con los brazos. Pensé en cómo sería su vida, después perdí la vista en la silueta de los cerros y dejé que me invadiera el olor del atardecer. Un suspiro me devolvió al presente.

—Si tengo un hijo igual a mí, voy a mandarlo a un circo de los buenos, donde se codee con las bailarinas y los domadores. Quien sabe, en un descuido, él también se anima a meter la cabeza en la boca del león.

Diómedes se rio quedito. Unos niños pasaron corriendo y las nubes empezaron a teñirse de rojo.

El judío errante

Lectura: 6 minutos

El tres de marzo de 1983 fue jueves. Amelia Marino llegó al número 8 de Montpelier Square en el barrio londinense de Knightsbridge, abrió la puerta y sobre la mesa de la recepción encontró una nota manuscrita: Por favor, no suba a la planta alta. Hable a la policía y pida que venga una patrulla.

Llegaron los bobbies. En la sala de estar encontraron los cadáveres correctamente vestidos de los dueños, Cynthia Jeffries y Arthur Koestler, él en traje de tweed y con un vaso de whisky en la mano. Dos copas de vino con restos de un polvo blanco y un frasco de miel estaban en la mesa. Se habían quitado la vida 36 horas antes, el martes en la tarde. Antes, tuvieron la precaución de que un veterinario durmiera a su perro, David.

El New York Times del día siguiente recordó que en su “agitado viaje por la historia del siglo veinte, con frecuencia el señor Koestler parecía ir delante de su tiempo”.

Así terminaron los días uno de los autores más influyentes de la posguerra y la guerra fría. Sus epígonos dijeron que murió como vivió, sin aceptar interferencias en su destino. Para sus detractores el suicidio fue la consecuencia natural de una vida extraviada.

En momentos santificado y en otros denunciado como agente de la reacción; criticado por advenedizo a la comunidad intelectual y ridiculizado por sus investigaciones parapsicológicas, Koestler fue sin embargo, una de las mentes más originales del siglo. Acontecimientos como la caída de la cortina de hierro y la globalización, fueron anticipados por él desde los años cuarenta.

Su obra es de una diversidad asombrosa. Si hay libros que no se pueden leer impunemente, Koestler es autor de varios de ellos. Textos políticos como Oscuridad al mediodía, novelas como Ladrones en la noche y volúmenes autobiográficos como Flecha en el azul y La escritura invisible, marcaron a muchas generaciones. Hoy en día, Los sonámbulos y El espíritu en la máquina siguen siendo lecturas en las facultades de ciencias.

Cynthia Jefferies.
Arthur Koestler y su esposa Cynthia Jefferies (Fotografía: Pinterest).

Su vida  personal estuvo marcada por relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo militante. Difuminó sus orígenes en una autobiografía cuidadosamente armada para resaltar sus facetas de luchador social, intelectual, novelista y pensador, y enmascarar su misoginia, su misantropía y su inseguridad, al grado de que uno de sus biógrafos aseguró que lo único que se sabe de él con precisión fue que nació las 8:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1905 y pesó 4.8 kilos.

Arthur fue hijo único del ingeniero y lingüista aficionado húngaro Henrik Koestler y de Adele Zeiteles, una mujer voluble y no muy joven a quien la quiebra de su padre parecía haber condenado a la soltería hasta que apareció en escena el guapo –y pobre– Henrik. En su vida adulta, Arthur trasladó la hostilidad que tuvo por su madre hacia las mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. Tuvo tres esposas, Dorothy Ascher, Mamaine Paget y Cynthia Jeffries, esta última originalmente su secretaria, 30 años menor y, recuerdan quienes los conocieron, de una “tolerancia enfermiza” para un Koestler legendariamente infiel y abusivo.

Estos orígenes, combinados con su baja estatura y su búsqueda de una patria, le allegaron un complejo de inferioridad que él calificaba como “el más grande y mejor de todos”.

Arthur fue educado en los patrones victorianos de una familia judía de la pequeña burguesía. Su ambivalencia con respecto a su condición de judío y los tiempos marcados por los conflictos y la zozobra previa a la Primera Gran Guerra, lo llevaron a una vida agitada. Sus primeros pasos profesionales fueron en el periodismo que ejerció en Europa y en el Medio Oriente, principalmente en Palestina. De esas experiencias nacieron libros, entre ellos Ladrones en la noche y Testamento español y se forjó la pasión neurótica que lo ató toda su vida al Estado israelí.

A los 22 años ya se le consideraba uno de los reporteros sobresalientes del siglo XX. Estuvo profundamente comprometido con sus principios políticos. Militó en el Partido Comunista, fue encarcelado y estuvo a punto de ser fusilado en España, pudo ver las dimensiones y el terror de la “solución final” nazi y durante años se dedicó a organizar y financiar movimientos para el rescate de judíos, en un tiempo en que las élites políticas preferían cerrar los ojos a ese drama, ya para no incomodar a una Alemania fuerte y agresiva, ya por que suponían que la “persecución” de los judíos era propaganda del sionista.

Los sonambulos.

Encarcelado en una prisión española y condenado al paredón, Koestler tiene una epifanía. Comprende que todas las consignas y toda la militancia para aniquilar a los “enemigos de clase” pierden sentido al pasar de militante a víctima. Ahí experimentó lo que después llamaría la “sensación oceánica” (Oceanic feeling), algo semejante a una visión cósmica que subyace a toda su obra.

De su desencuentro con el comunismo nació Oscuridad al mediodía, libro de enorme influencia en donde el paraíso de los trabajadores es expuesto como un infierno a través del protagonista de la novela, Rubashov (modelado en la personalidad del dirigente bolchevique Nikolái Ivánovich Bujarin​), quien, víctima de las purgas estalinistas, es arrestado por la policía secreta y obligado a confesar crímenes ajenos.

La originalidad y lo atractivo de su pensamiento permea su obra. En lo político, explicaba, primero tiene lugar un compromiso emotivo y sólo posteriormente se inserta la racionalidad del mismo: “Todas las evidencias tienden a demostrar que la libido política es esencialmente tan irracional como el impulso sexual, y condicionada, como este, por experiencias tempranas parcialmente inconscientes”. En Euforia y utopía, Koestler define: “Uno aprende a pensar a través de los libros y aprende a vivir a través de las mujeres”.

Hay a lo largo de su obra, como corresponde a un hombre inteligente, una línea conductora de humor. Tomo otro ejemplo de Euforia y utopía en el que Arthur atribuye los hechos a un amigo cuyo nombre era algo así como “Ehrendorf”, aunque yo me inclino a creer que en realidad el protagonista de la historia es el propio Koestler.

Sucedió durante el carnaval de 1932 en Berlín. Ehrendorf-Koestler conoce a una belleza de 19 años, alegre y desenvuelta, en cuya blusa destaca en rojo una cruz gamada. La convence de acudir a su departamento en donde ella accede a todos las fantasías sexuales que es capaz de imaginar un hombre joven e imaginativo. En el momento de la culminación, sudorosos y desnudos en una cama vieja y ruidosa, “la muchacha se levantó sobre un codo, extendió el brazo derecho a la manera del saludo de Roma y, en medio de un suspiro y con voz desfalleciente, pronunció un fervoroso: Heil Hitler”.

Ehrendorf-Koestler es víctima de un coïtus interruptus y queda al borde de un ataque. “Cuando se recobró, la rubia le explicó que ella y un grupo de jóvenes amigas habían hecho el voto solemne de recordar al Führer cada vez que se encontraran en el momento más sagrado en la vida de la mujer”.

Oscuridad en la noche.

Hoy en día, en México, y quizá en el mundo, Koestler no es un autor leído. Al grado de que durante las reflexiones posteriores al derrumbe de la URSS su nombre escasamente figuró, habiendo sido instrumental en la corriente de pensamiento crítico anticomunista con su obra Oscuridad al mediodía.

Es posible que ello se deba a ese rasgo de su personalidad descrito como judío errante. No sólo vivió permanentemente cambiando de lugar, sus intereses intelectuales también fueron, por decirlo de alguna manera, volátiles. En un momento de su vida dejó de lado los temas políticos y sociológicos para incursionar en los terrenos científicos y después se entregó a lo oculto y a la parapsicología.

Llegó al extremo de mandar instalar en su casa de Londres una compleja báscula electrónica y ofreció recompensas en efectivo a quien pudiese demostrar capacidad de levitar, medida por el instrumento. Para ser justos, Koestler no exigía a los participantes nada extraordinario. Se conformaba con la pérdida de un par de onzas, debidamente registradas en la báscula. De cientos de concurrentes, Arthur pudo consignar un solo “caso exitoso”.

Esta y otras excentricidades minaron su prestigio, le dieron fama de charlatán y opacaron su obra anterior. Esto no merma un ápice su estatura como uno de los más importantes pensadores contemporáneos. Tan es así, que incluso sus investigaciones sobre lo material y no material, hoy no parecen tan descabelladas en un mundo donde es ya moneda corriente en análisis serio de la relación entre la biología y la ética.

Juego de ojos.