Muy joven trabajé como educadora en París. Fueron varios años que me permitieron hacer un sencillo comparativo de cómo se llevan los primeros años de educación a temprana edad en Francia y cómo en México. Muchas experiencias me marcaron, pero quizás una de las que nunca olvidaré fue el haber convivido con un niño de escasos 3 años de nombre Dimitri, en una guardería de Montrouge, suburbio parisino. Dimitri era un niño de color, delgadito, vivaracho, y muy alegre. En ocasiones con arranques de berrinches como cualquier otro podría tener, arranques que más bien mostraban frustración ante situaciones que no podía controlar. Así lo percibía yo sin conocer su historia familiar.
La directora de la guardería me informa una mañana que la madre de Dimitri pasaría a buscarlo alrededor del mediodía porque los servicios sociales de la ciudad estaban investigando y viendo la posibilidad de alejarlo de ella porque padecía de esquizofrenia.
Las once y media marcaba el reloj cuando pude ver a través de los amplios ventanales que llovía a cántaros, o como dicen en Francia, llovían cuerdas, casi imposible ver lejos con tan espesa lluvia, pero en medio de tal circunstancia, vi aparecer a la madre de Dimitri con un ligero impermeable y descalza. Entró hasta los salones donde ya la esperábamos para entregarle a su hijo. Aún recuerdo con cuánto amor la abrazó y lo arregló para salir a la calle. Todo el tiempo repetía que tenían que llegar a tiempo a su cita porque no quería que los fueran a separar. Lo repetía una y otra vez. Lo envolvió en el impermeable que se quitó para cubrirlo y salió.
Yo, una joven educadora, quedé perpleja viendo por una ventana cómo desaparecía esa mujer bajo la lluvia con su hijo en brazos, envuelto en ese abrigo impermeable que lo cubría completo, mientras ella descalza corría bajo la lluvia rumbo a su cita con los servicios sociales que amenazaban con separarla de él, su pequeño Dimitri.
Muchas veces, en tantos años que han pasado desde esa experiencia, me he preguntado si son justos los parámetros que se utilizan en México para separar padres o madres de sus hijos. No me refiero a las situaciones en las que se cometen delitos contra las hijas o hijos y se requiere una separación para salvaguardar la vida e integridad de los menores. Me refiero a pleitos conyugales en los que uno de los cónyuges mete al pleito a los menores, la mayor parte del tiempo como arma de venganza.
El Instituto Nacional de las Mujeres nos recuerda que en México, del total de mujeres casadas o unidas, 40% ha sufrido uno o varios tipos de violencia conyugal a lo largo de su vida. Y ahora el problema se agrava por el confinamiento de las familias y en hogares ampliados o compuestos, también aumenta el riesgo de violencia sexual entre las niñas y jóvenes: violaciones, abuso sexual, incesto. ¿Cuándo separar y cuándo no?
El cuidado de nuestros menores es una responsabilidad de toda la sociedad, no solamente de la familia más cercana. Como ejemplo puedo mencionar que nuestro Código Civil para la Ciudad de México prevé que cualquier persona que tenga conocimiento sobre la necesidad de otro de recibir alimentos y pueda aportar los datos de quienes estén obligados a proporcionarlos, podrá acudir ante el Ministerio Público o Juez de lo Familiar indistintamente a denunciar dicha situación (Código Civil para la CDMX, art. 315 bis).
Por alimentos, el artículo 308 del mismo código indica que se deben entender la comida, el vestido, la habitación, la atención médica, los gastos para educación; con relación a las personas con algún tipo de discapacidad o declarados en estado de interdicción, lo necesario para lograr, en lo posible, su habilitación o rehabilitación y su desarrollo; y por lo que hace a los adultos mayores que carezcan de capacidad económica, además de todo lo necesario para su atención geriátrica, se procurará que los alimentos se les proporcionen, integrándolos a la familia.
Así vemos que la corresponsabilidad como sociedad es total. No solamente tenemos a un gobierno con un Plan de Desarrollo que debe contemplar la protección a los más vulnerables, sino igualmente las empresas privadas y familias en general, tenemos la obligación ética y legal de velar por lograr la convivencia armónica y protección de nuestra sociedad.
Días después de la cita que tuvo la madre de Dimitri con los servicios sociales de la ciudad, se nos indicó a la guardería, que se tomaba la decisión de mantener al menor con su madre puesto que su esquizofrenia no afectaba los cuidados que se le debían dar al menor y su relación afectiva era muy buena, sólo se condicionaba a la madre a llevar diariamente al niño a la guardería, situación que siempre vi que cumplió al pie de la letra mientras yo laboré en ese lugar.
Esta imagen de la mujer con esquizofrenia corriendo descalza bajo la lluvia, protegiendo a su hijo que cubre con su propio y único impermeable, me ha seguido muchos años. La esquizofrenia puede no ser impedimento para amar, proteger y hacer todo por aquellos seres que dependen de nosotros; por qué no asumir nuestro rol dentro de la sociedad y cada cual actuar en total apego a la ley y las normas más elementales del civismo. Proteger a nuestra familia y proteger a los cercanos denunciando cualquier situación que lo amerite, forma parte de nuestro deber de ciudadanas y ciudadanos. ¿Seremos una sociedad esquizofrénica?