La corrupción es un fenómeno complejo, presente en prácticamente todos los países, que ha logrado infiltrarse en los espacios civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales, arraigando la impunidad, debilitando la gobernabilidad y la democracia, socavando el Estado de Derecho y exacerbando la desigualdad.
En México, la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2019 del INEGI, calcula que el costo total de la corrupción en el pago, trámite o solicitud de servicios públicos y otros contactos con autoridades fue aproximadamente de 12 mil 770 millones de pesos, lo que significó un aumento del 64.1% en comparación con 2017.
Según datos de 2019 del Fondo Monetario Internacional, se estima que los países menos corruptos recaudan 4% más del PIB en ingresos fiscales que aquellos con mayores niveles de corrupción.
El problema ha sido de tal envergadura que la Asamblea de la ONU, en su Resolución 58/4 del 31 de octubre de 2003, por la que aprobó la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, estableció un día específico –el 9 de diciembre– para que cada año las personas sensibilicemos la responsabilidad que tenemos, junto con el Estado, en la prevención y combate contra este mal.
En este sentido, los gobiernos deben establecer políticas coordinadas y eficaces contra la corrupción que promuevan la participación de la sociedad y reflejen los principios de la buena gestión pública, la integridad, la transparencia y la rendición de cuentas.
Cada uno de estos componentes, junto con la garantía del derecho de acceso a la información, contribuyen a su erradicación en diferente medida. En el caso de la integridad pública entendida, en términos del Comité de Gobernanza Pública de la OCDE, como el posicionamiento consistente y la adhesión a valores éticos comunes, principios y normas destinadas a proteger, mantener y priorizar el interés público sobre el privado, es uno de los pilares centrales para contrarrestarla.
Mientras más personas actúen con probidad, rectitud y civilidad, y lo hagan convencidas de que anteponer el beneficio colectivo les favorece más en lo individual, la corrupción puede diluirse poco a poco.
En la Recomendación del Consejo de la OCDE sobre Integridad Pública 2017, se propone una visión estratégica para implementar dicho principio, a través de una política que tome en cuenta el contexto, que utilice un enfoque conductual y de gestión de riesgos, y que promueva una cultura de integridad en la sociedad.
Dicha política debe considerar tres elementos: i) tener un sistema que reduzca las oportunidades para comportarse de forma corrupta, ii) cambiar la cultura para que la corrupción sea inaceptable socialmente; y iii) hacer que la gente se responsabilice de sus acciones, es decir, que rinda cuentas.
La misma OCDE ha sostenido que para construir una cultura de integridad pública se requieren definir valores éticos comunes a ser adoptados por todas las personas, tanto las que se dedican al servicio público, como las que son parte de los sectores privado y social, estableciendo, por ejemplo, códigos de conducta o de ética, e instrumentos que reduzcan la tolerancia a la violación de las leyes.
La incorporación de este tema en los programas de formación es fundamental, pues como decía Nelson Mandela, “la educación es el arma más poderosa que podemos utilizar para cambiar el mundo”.
Fomentar y afianzar una cultura de integridad pública en la sociedad mexicana, puede llegar a ser un disolvente efectivo contra la corrupción, por eso, es necesario cultivar en los estudiantes, desde temprana edad, el respeto y cumplimiento a las normas, y el rechazo y resistencia a actos contrarios a las mismas.
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