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Adiós a Don Manuel ‘El Loco’ Valdés

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Manuel ‘El Loco Valdés’ muerte a la edad de 89 años víctima de cáncer

Una lamentable noticia conmocionó al mundo del espectáculo en México la mañana del 28 de agosto al confirmarse la muerte de Manuel ‘El Loco’ Valdés, uno de los actores mexicanos más afamados de la época de oro.

El fallecimiento de Manuel ‘El Loco’ Valdés fue confirmado por su hijo Pedro Valdés. El actor murió a las 3:40hrs., del viernes después de luchas duramente contra un cáncer de pulmón diagnosticado años atrás.

Manuel ‘El Loco’ Valdés mantuvo su lucha contra el cáncer de pulmón por tres años y en los últimos meses su salud se complicó, pero sin perder el humor que siempre lo caracterizó, según fueron las declaraciones de su hijo mayor Manuel G. Valdés, en una entrevista otorgada el 14 de agosto.

 “Nos cuesta mucho trabajo ver a nuestro padre enfermo, un hombre tan vital y que lo están sacando con imágenes desagradables, que lo exhiban en silla de ruedas. No queremos preocuparlo, por lo mismo no salimos muy seguido en los medios de comunicación”, indicó.

Manuel Valdés Castillo, conocido como ‘El Loco Valdés’, nació el 29 de enero de 1931 en Ciudad Juárez, Chihuahua, en el techo de una familia artística: su padre Rafael Gómez Valdés Angellini y su madre fue Guadalupe Castillo originaria de Aguascalientes.

Su infancia, adolescencia e incluso en el ámbito laboral pudo compartir con sus dos hermanos Germán Valdés «Tin Tan» y Ramón Valdés («Don Ramón» del Chavo del Ocho), ambos destacados artistas mexicanos.

Su vida en la infancia la desarrolló como cualquier otra persona, entre juegos y peleas con sus hermanos, entre los estudios y cientos de sueños que se planteaba para el futuro.

Cumplidos los 7 años, su familia decide viajar a ciudad de México para buscar una mejor oportunidad de vida, a los 13 años y junto a su hermano Germán participa en la primera película “El niño desobediente”, donde a pesar de no tener unos de los roles principales, Manuel Valdés sintió un fuerte apego con el ámbito artístico.

A sus 19 años, joven y ansioso por mostrarse ante los ojos del espectáculo de su país natal, en los años 50, incursionó en el mundo del espectáculo como bailarín de conjunto y acompañando a «vedettes» y cantantes en el ballet de Televicentro.

Tras cinco años de baile en el espectáculo televisivo, en 1955, sus compañeros le bautizaron con el apodo de “El loco” Valdés y las puertas no tardaron en abrirse para él y su buen sentido del humo.

A los 24 años, tuvo su primera oportunidad estelar en el programa de televisión “Variedades del mediodía” por su gran capacidad para improvisar y hacer reír a la gente sin necesidad de guion

A sus 35 años, en 1966 participó en la comedia “Operación jaja”, donde nuevamente demostró su capacidad de improvisación y gran sentido del humor.

En 1970, cuando Manuel Valdés cumplió los 40 años y fue nuevamente invitado a participar en la serie “Ensalada de locos” una comedia donde personajes como Héctor Lechuga, Manuel «Loco» Valdés y Alejandro Suárez realizaban sus distintas interpretaciones y sketch televisivos.

La levedad del odio

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Navegue usted, por estos días, por cualquier red social y lo encontrará allí, de cuerpo presente, exhibido sin pudor, sin caretas, validado por la masa, tolerado y normalizado en el discurso cotidiano, en frases grandilocuentes, reflexiones moralizantes, videos, fotos y memes “divertidos”. 

El odio convive entre nosotros, se ha enquistado en nuestras sociedades. Desde la xenofobia al machismo; del antisemitismo que revive en Europa a pasos agigantados, a la dictadura de lo “políticamente correcto” que declara odiar al que odia. Desde los animalistas a los independentistas, todos, absolutamente todos, declaran odiar algo o a alguien con la liviandad de quienes convenientemente eligen tener amnesia selectiva para así legitimar su posición.

Muchas veces la rabia y la ira surgen como respuestas legítimas y necesarias frente al abuso. Se trata de herramientas adaptativas para poner límites y enfrentar situaciones percibidas como inmerecidas. Cuando el dolor es abismal, la rabia puede convertirse en rencor y materializarse, frente a la percepción, objetiva o subjetiva, de falta de justicia, en venganza.

El enojo, en todas sus grados y manifestaciones retrata una emoción que surge de un hecho o de un conjunto de hechos causantes de daño moral, psíquico o físico. Pero el odio es otra entidad, se trata de un sentimiento individual o colectivo de rechazo, de repulsa, de aversión a una persona, un conjunto de individuos, un grupo social, una comunidad, una raza, una religión o una doctrina política. Quien odia desea arrasar a quien considera no su adversario, sino que su enemigo, a quien atribuye una pulsión equivalente hacia sí (“Aunque lo niegues, tú también me odias a mí”), estableciendo de ese modo la base para justificar y relativizar el deseo de aniquilación hacia el Otro

Por lo general, el que odia establece parámetros históricos y morales para sostener su posición, la que estructura desde el negacionismo. Esta postura, estrictamente consciente, que se esconde en discursos en apariencia tolerantes y empáticos, busca siempre normalizar el odio.

la levedad del odio
Ilustración: Chez Gertrud.

Detrás de una lógica muchas veces impecable y, sobre todo, desde una experiencia personal que generaliza una posición política y/o valórica, otorgándole una “verdad cierta”, por el hecho de haber sido experimentada por quien elabora la teoría en cuestión, el odio va, de la mano del negacionismo, construyendo una historia que empata vejámenes y sufrimientos para, así, justificar la búsqueda de justicia por la propia mano. Desde los pogromos, a la repulsa pública, el mecanismo psíquico que los sustenta es siempre el mismo; venganza e intolerancia unidas por los mismos eslabones de la más profunda miseria humana. 

El júbilo de las masas sea en estadios de fútbol, en las calles o en la web, potencia la idea de que hay una ideología, fe o proyecto salvador del dolor, injusticia o caos imperante. De ahí a que aparezca el caudillo oportunista que se apropie de la liviandad discursiva, del malestar generalizado, hay un paso breve. 

En teoría, quien nos debería proteger de las tentaciones de las respuestas fáciles que sustentan el populismo, es el propio saber, la capacidad de análisis y la memoria histórica. Idealmente el intelecto nos debería advertir, pero no es tan simple. 

El intelecto es una estructura que se construye a partir de la experiencia y de la reflexión; todo lo contrario, al sólo impulso libidinal que, a través de la percepción, establece como verdaderos y legítimos los anhelos y deseos que subyacen en el inconsciente y, a partir de ello, forma un discurso que los valida, otorgándoles verosimilitud y certidumbre. Se trata de una facultad para formarse una idea de la realidad, pero ¿es el intelecto una herramienta confiable?, ¿cómo dirimir si un acto reflexivo se basa sólo en percepciones o, efectivamente, es producto de un ejercicio complejo que es capaz de tomar en cuenta las distintas aristas que convergen en una situación determinada? Sin duda, la respuesta no es sencilla.

Cuando se adscribe a una supuesta “verdad”, el conocimiento se transforma en dogmatismo. Para enfrentar al absolutismo de la supuesta “razón” es necesario que la racionalidad esté siempre abierta a la duda y a la discusión, pero en estos tiempos de malestares globales, ¿quién está dispuesto a detenerse y cuestionar la legitimidad y validez de la propia queja?

En América Latina, en particular, la atmósfera caótica de los últimos meses ha sido terreno fértil para que la racionalidad se retire y el temor se instale. Hoy nos movemos entre el deseo de “lo que quiero que pase” y el miedo de “lo que no quiero que pase”. Estas dos pulsiones, como aspas de un rotor, en cuyo centro se ubican unas cada vez más precarizadas democracias, chocan a diario y han ido retroalimentando la intolerancia recíproca y potenciando el virus del odio que invade, con cada vez mayor frecuencia, las redes sociales, los discursos políticos y las calles de nuestras ciudades.

discurso de odio
Ilustración: Klawe Rzeczy.

Cuando se normalizan, en nombre de la reivindicación social y de los excluidos del sistema, conductas antidemocráticas, lo que en verdad se esconde detrás de ese acto es una lógica avasalladora: “si no todos pueden, nadie puede”. 

Se trata de una lógica muy primaria, donde el deseo se maquilla con una supuesta bondad y solidaridad, pero que, en realidad, no es más que una posición narcisista que, en nombre de la justicia, esconde el dolor, la rabia y la envidia que los “privilegios” del Otro generan. 

La envidia opera como una máscara del odio, un sentimiento que da pudor reconocer, pero que en Latinoamérica constituyen un rasgo de características estructurales de nuestras identidades; y así nos hemos ido llenando de demócratas muy sui generis:

1. Demócratas que califican de democracia a Cuba, China, Corea del Norte, Irán o Venezuela.
2. Demócratas que hablan en nombre de Dios.
3. Demócratas que protegen a los encapuchados que incendian, saquean y destruyen nuestras ciudades, en nombre de la democracia, la justicia y la dignidad.
4. Demócratas que aún justifican el atropello sistemático a los derechos humanos de la dictaduras que han asolado a nuestras naciones calificándolos como “lamentables excesos”.
5. Demócratas que se llenan la boca con la ecología, e incendian bosques como protesta hacia empresas forestales.
6. Demócratas que hablan en nombre del pueblo.
7. Demócratas que justifican los abusos amparados por las Iglesias de distintos credos, aduciendo que estos fueron cometidos por personas individuales.
8. Demócratas que piden democracia cuando no están en el poder y que actúan tiránicamente cuando son gobierno.

discurso del odio
Ilustración: Jarek Carstensen.

9. Demócratas que se declaran feministas, pero que maltratan a sus mujeres e hijas.
10. Demócratas puristas con las acciones de otros y autoindulgentes consigo mismos.
11. Demócratas que condenan la acción de la policía cuando ésta enfrenta al “pueblo”, pero que justifican su accionar cuando reprime a “contrarrevolucionarios”.
12. Demócratas que piden igualdad de derechos para ellos e infinitos deberes para lo demás.
13. Demócratas que ni estudian ni trabajan porque “el mundo es injusto” y se rehúsan a entrar en el sistema.
14. Demócratas que acusan de comunistas o fascistas a quienes no aceptan su idea de democracia.
15. Demócratas que consideran que el derecho de propiedad está por sobre al derecho a la vida.
16. Demócratas que protestan, pero que no votan.
17. Demócratas que quieren con una “hoja en blanco” para reescribir la historia, creyendo que así el pasado se borra y el futuro se transforma.

Estos son sólo algunos ejemplos de cómo la etiqueta “democrática” sirve para todo y, por lo tanto, puede banalizar incluso el rencor y el odio.

Las etiquetas generalistas son una de las formas más eficaces para que la amnesia selectiva impida el aprendizaje. Cuando una nación elije la inmolación de la memoria histórica, como una forma de dejar atrás su pasado y focalizarse en el futuro, compra tregua social y pierde la oportunidad de avanzar hacia una sociedad moderna, madura y consciente. Las “páginas en blanco” son tentadoras pero falaces, la responsabilidad personal y social debe descreer siempre de ellas. 

La levedad del odio se manifiesta de formas diversas entre nosotros. Vivimos tiempos de advertencia, confiemos en estar alerta y no permitir su reinado.


Nota: Adaptación del capítulo, del mismo nombre, del libro La revolución del malestar del autor.


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Como es afuera es adentro

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Desde la azotea de la casa se ve la plaza del pueblo, un jardín en donde los viejos observan a la gente entre dos juegos de ajedrez. En donde los niños se roban las naranjas de los árboles cuando el jardinero está distraído y los novios se encuentran a la salida del trabajo. Los sábados, un tianguis la asfixia.

Desde la azotea, también se ve el campanario que ahora se usa cada vez más para replicar los dobles, ese lamento de campanadas largas, tristes, que anuncian la muerte de alguien. Se ve el atrio de la iglesia, con la cruz de cantera para persignarse antes de entrar. A las mujeres que llegan tarde, pero guapas; a los hombres de botas relucientes. A las jóvenes furtivas que voltean de un lado a otro antes de entrar a pedir un milagro. Al cura que barre él mismo la calle; al sacristán y a los monaguillos.

Es un pueblo lleno de vida que, un día, se quedó vacío. Las puertas de la iglesia se cerraron y la plaza se acordonó. Las hojas de los árboles se acumularon en las esquinas.

pueblo solitario
Ilustración: Leonid Afremov.

La casa de la azotea con vista al pueblo también se vació. Sólo quedó un matrimonio que la cuidaba desde hacía años. Acostumbrados al movimiento en los pasillos, al escándalo a la hora de las comidas y a las risas de los niños, los días les parecían eternos. Él leía libros de herbolaria, ella bordaba. Tenían prohibido salir más allá de la única tienda abierta en el pueblo. Compraban lo necesario para la semana y regresaban al encierro. El virus que azotaba al planeta se había adueñado de sus vidas. Aprendieron a llenar horas muertas y a buscar consuelo en pequeñas ilusiones. Por las tardes, subían dos sillas a la azotea y esperaban a que pasara el cura por el atrio para platicar un momento con él a gritos.

Pasaron los meses y, al igual que el anciano matrimonio, la gente del pueblo empezó a acostumbrarse a las nuevas rutinas. Los trabajadores del campo eran los únicos que salían con libertad. En las calles vacías, notaron cosas que nunca habían visto: una huerta detrás de un muro de piedra o macetas llenas de flores en una fachada. En las casas, los niños inventaban mundos para escapar del aburrimiento.

Hace unos días, el delegado anunció que ya se puede dejar el encierro. Pero algo cambió en el interior de la gente. Ya nadie quiere salir. Se ha hecho costumbre oír la misa por altavoz y los trabajadores del campo le han tomado gusto a las reuniones en familia. El matrimonio con vista a la plaza ha puesto una sombrilla en la azotea. Desde ahí observa, como un teatro, los encuentros de los novios, los únicos humanos en las calles repletas de pájaros que le han perdido el miedo a los hombres.

Condena interplanetaria

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Desde hace 40 años, nuestro objetivo superior ha sido erradicar toda forma de vida humana en este planeta. Los animales, que no tienen culpa alguna, son dejados libres de reproducir el ciclo natural, comiéndose los unos a los otros. No es un trabajo fácil el de exterminar a toda una especie por completo, y menos aún cuando ésta se reproduce a la velocidad de la luz. Son como conejos. En realidad, muchos científicos argumentan que esta intervención interplanetaria no era precisa, ya que los mismos humanos, con el tiempo, acabarían matándose entre ellos sin intervención alguna. Y conociendo la brutalidad con la que estos seres actúan, hasta el punto de echarse armas nucleares los unos a los otros en aras del predominio planetario, es posible que, en efecto, los habitantes de la tierra acabasen organizando una tercera guerra mundial.

Pero también es cierto que los terrestres estaban obteniendo cada vez mayores conocimientos sobre los viajes en el espacio y ya habían comenzado a colonizar planetas aledaños como Marte. Eso, en sí mismo, no representa ninguna amenaza para la Liga de los Planetas por la Paz. Llevamos siglos observándolos y, de hecho, hace 150 años nos reíamos de lo ufanos y orgullosos que estaban cuando mandaban a sus primeros hombres al espacio. Su actitud era similar a cuando uno de nuestros hijos empieza a volar con sus propias alas. No le importa tropezarse y caer en pleno vuelo, el simple hecho de elevarse un par de palmos los pone muy orgullosos. Por supuesto, sus viajes en esas tortugas andantes no son rival para nuestras naves capaces de recorrer años luz en minutos. Sin embargo, hay que reconocerlo, son una especie perseverante y cada cierto tiempo nacen unas mentes preclaras capaces de revolucionar sus conocimientos científicos y artísticos.

condena interplanetaria
Ilustración: Fred Augis.

Han avanzado y, hasta cierto punto, duele tener que exterminar a toda una especie que has visto crecer desde que eran mentalmente pequeñitos. Es como matar a tu propio hijo. Y, además, lo que más me fastidia son los argumentos empleados por los jueces pro exterminio. Según ellos, los humanos han alcanzado ya un conocimiento considerable y, puesto que son como cucarachas, como atestiguan sus 11 mil millones de habitantes, pronto no les va a bastar el planeta Marte e irán en búsqueda de un nuevo sitio, y si llegan a uno de nuestros planetas habitados, no dudarán en atacarnos o, si están en inferioridad, pedirán mansamente ayuda, para luego tendernos una trampa y empezar nuestro propio exterminio.

Tienen pánico de todo lo que es diferente a ellos mismos e incluso son capaces de odiar a otro ser humano tan sólo por tener una piel más oscura o de color cobrizo. Son tan groseros que, si llegasen a cohabitar con nosotros y ver nuestras costumbres, acabarían diciendo que somos unos salvajes por el hecho de comer y beber nuestras propias heces y orinas para nuestra alimentación; como si nosotros pudiéramos elegir. ¿Qué culpa tenemos si nuestros cuerpos son tan delicados que no aceptan otra comida? Además, este método de autoalimentación es bastante higiénico y ecológico.

Ése fue otro de los argumentos empleados por los jueces y, en eso, no me queda otro remedio que darles toda la razón. Adonde van estos seres salvajes acaban ensuciándolo todo, cambiando el paisaje natural por enormes bloques de concreto en el que se apiñan miles de personas todos los días como ratas, durante unas cuantas horas, para luego retirarse a sus domicilios. Lo curioso es que, cuando llega la noche, dejan esos bloques para irse a otros más pequeños que comparten con sus parejas y crías y en el que también viven hacinados. El caso es que tienen pánico, salvo excepciones, de dormir al raso, y eso que, en los últimos 100 años, dado el calentamiento global que ellos mismos han producido, la temperatura es tan cálida que se puede dormir todo el año en el campo.

En fin, ya he reflexionado bastante. Ahora toca cumplir mi cometido.

—Que me traigan al último ser humano para su ejecución.


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¿Sueño o vivo?

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¿Estás despierto?

¿Estás seguro? ¿Puedes garantizar que mientras lees este escrito estás despierto y no dormido?

Si piensas que estás despierto, ¿cómo sabes si en este momento en realidad te encuentras despierto o si sólo estás soñando que estás despierto?

¿Has tenido un sueño donde te despiertas y después te das cuenta de que no te despertaste y que sigues soñando?

¿Cómo podemos saber si lo que está pasando es real o es un sueño?, y de ser un sueño, ¿es el mío, el de alguien más o el de todos los que aparecemos en él?

Si era un sueño y me despierto, ¿todas las personas que aparecían en él dejan de existir?

Y si el sueño no era mío, ¿sólo estaba vivo en el de alguien más?

Pienso que estoy despierto, y para confirmarlo, le podría preguntar a alguna persona que está junto a mi si estoy despierto, o le podría marcar a alguna otra persona, podrá prender la televisión, la radio… buscar en internet cómo saber si estoy soñando… aunque claro, todo esto podría seguir pasando dentro del sueño.

¿Existe entonces alguna prueba para confirmar si estoy o no despierto?

Cierra los ojos y cuenta hasta 10… ahora ábrelos. ¿Sigues aquí?

¿Estás despierto o sigues soñando que estás despierto?


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Los paradigmas

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Paradigma. Ésta es una de esas palabrejas que se pueden dejar caer con cierta impunidad. Quiere decir, para la conversación diaria, ejemplo, modelo. Y para la conferencia o el discurso apantallador, conjunto de formas que constituyen una conjugación o una declinación.

Es un interesante aderezo para las charlas de café: “Fulano de tal es el paradigma de la política”; o para sobresaltar al mundo con nuestra sapiencia literaria: “Este libro es el paradigma de la literatura” –dicho esto mientras se deja caer descuidadamente sobre la mesa el ejemplar conmemorativo de los 400 años del Quijote, ahora en oferta de 99 pesos–.

Otra acepción de paradigma es “la forma en que hacemos las cosas” o, en definición de mi Pequeño diccionario ilustrado de política improbable, “¡Si así lo hizo mi abuelo así lo haré yo y todos los que me sigan, llueve, truene o relampaguee!”

paradigma
Ilustración: Luba Lukova.

Es un paradigma llevar flores a nuestra madrecita el diez de mayo… aunque nos olvidemos visitarla durante seis meses. Es un paradigma gritarle al adolescente que reprobó matemáticas… aunque hayamos dejado nuestra propia carrera inconclusa. Es un paradigma azotar al niño que tomó un chocolate sin permiso… aunque estemos secretamente ordeñando las cuentas del patrón.

El paradigma es también una cómoda e irracional protección contra lo desconocido. ¿Para qué cambiar, por qué arriesgarnos a tener éxito, si así estamos tan bien? Taiwán tiene la mitad del territorio de Veracruz y menos del 1% de sus recursos y tres veces más población y un puerto diez veces más grande y el edificio más alto del mundo y aeropuertos internacionales y 15 veces más ingreso per cápita y…“Sí… pero son chinos”, diría el de al lado, mientras cierra la oficialía de partes para irse a comer.

El paradigma puede ser un sarcófago. “No voy a prepararme, ni voy a leer, ni voy a hacer nada que no esté claramente en mi contrato porque desde que me dieron la base mi único objetivo es la jubilación. Así ha sido siempre y punto.”

Y a todo esto, ¿cómo nacen los paradigmas? Un experto en conducta quiso averiguarlo y llevó a cabo el siguiente experimento:

juego de sillas
Ilustración: Nastya Zozulya.

En una jaula colocó a cinco monos, de esos peludos, grandotes y de mala catadura. Al centro se puso una escalera y, sobre ella, una plataforma con los más apetitosos manjares para el paladar simiesco.

Cuando el primer chango trepó alegremente para festinarse con las delicias, un chorro de agua helada fue lanzado sobre los que permanecían en el suelo.

Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, los
otros le daban de palos.

Pronto ninguno subía la escalera, a pesar de la tentación de las frutas. Entonces se sustituyó a uno de los monos.

Lo primero que hizo el nuevo inquilino fue subir la escalera, pero rápidamente los otros lo bajaron y lo azotaron. Al cabo de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo entendió y ya no subió más la escalera.

experimento de monos
Imagen: Vida Positiva.

Un segundo mono fue reemplazado y ocurrió lo mismo. El primer sustituto
participó con entusiasmo en la paliza al novato. Un tercero fue cambiado, y así hasta que el último de los veteranos se fue.

En la jaula quedaron entonces cinco monos que, aún cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentaba alcanzar las frutas.

Si los monos hablaran y se les preguntara el porqué de las palizas al que intentaba subir la escalera, sin duda la respuesta hubiera sido:

 “No sé. Las cosas siempre se han hecho así aquí…”
¿Suena conocido?

Juego de ojos.

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¿Podremos evitar la década del pánico?

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El año que vivimos en peligro dirigida por Guy Hamilton en 1982 recrea los días de la caída de Sukarno en Indonesia a mediados de la década de los sesenta. En ella un joven reportero tiene la oportunidad de su vida para cubrir eventos que se suceden vertiginosamente, en medio de una intriga política compleja en la que diversos vectores tanto tácitos, como explícitos confluyen, dejando en evidencia crueldad, traición y miseria humana. Así y todo, pequeños gestos de los protagonistas apaciguan el dolor y la muerte reinante; y aunque no alcanzan para evitar el derrumbe, en ellos aparece un profundo instinto de supervivencia que logra sobreponerse a casi todo y, así, salir adelante.

El miedo, al igual que el dolor, opera como un agente a veces incómodo y otras muchas como un aviso, un signo de que algo no anda bien y que debemos estar alertas, despiertos y lúcidos para escuchar con atención a nuestro cuerpo y a nuestro entorno. Como buenos mamíferos, los seres humanos contamos en nuestro cerebro con altos mecanismos de conservación y adaptación heredados de miles de años experimentando ciclos de bonanza y precariedad. Glaciaciones, revoluciones, guerras, erupciones, plagas, dictaduras, hambrunas y una larga lista de padecimientos, conviven en nuestra memoria libidinal en una articulación con la temporalidad de ciclos más plácidos de vacas gordas, cosechas abundantes, grandes avances tecnológicos y científicos, prosperidad económica, paz social, creatividad, renacimientos y percepción de control del entorno. En otras palabras, en nuestro inconsciente habitan profundas huellas de tiempos estables y otros de gran incertidumbre.

mundo en llamas
Ilustración: Ryan Waddon.

Ahora poco sabemos acerca de lo que nos espera. Nuestro estado psíquico, casi permanente, es la duda, la pregunta: ¿cuándo termina todo esto, cuánto falta?, ¿cómo lo haremos?, ¿cómo será el mañana? Y en lugar de llenarnos de expectativas que nos den esperanza, nos encontramos alerta, con los sentidos vueltos hacia el exterior, tratando de oler, escuchar y ver a tiempo, tal como lo hicieron tantas veces nuestros antepasados, amenazas reales e imaginarias.

Buscamos mecanismos de control por todas partes y, mientras más intensamente lo hacemos, mas nos atemorizamos. Cada bocanada de duda, de desasosiego, nos insufla más y más miedo, angustia y sensación de desamparo. Y, no, no se ve luz al final del túnel en el corto plazo; de la pandemia, nos iremos a la crisis económica, de ella a la de la política, a la pobreza, al desempleo, a la inseguridad, la violencia, la delincuencia, la intolerancia, la xenofobia y el populismo. Entonces, ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo evitamos una probable década de dolor y pánico? La respuesta puede sorprender: evitando el miedo al miedo.

Aunque nos cueste creerlo tenemos herramientas para salir adelante. En nuestros genes y memoria ancestral reposan cientos de años de valentía, perseverancia y adaptabilidad, capacidad creadora y fuerza, infinita fuerza a la que podemos echar mano en estos tiempos. No podremos saltarnos ninguna de las crisis, ni desafíos que tenemos por delante, tampoco podremos evitar sentir miedo; pero podemos y debemos “echarnos al hombro” nuestra dudas y temores y confiar, eso, leyó usted bien, confiar.

decada panico
Ilusración: Beppe Giacobbe.

La confianza es una elección, que, a diferencia de la fe, no es un don, sino una opción consciente, una apuesta por uno mismo y por los demás. Se trata del convencimiento, asociado a una alta capacidad de esfuerzo, de que cada uno de nosotros será capaz de construir respuestas y soluciones que nos permitan volver a territorio seguro. De ésta salimos juntos o no salimos, se dice con frecuencia por estos días; probablemente sea cierto, tal vez sea bueno dejar de lado por un rato el individualismo, que también nos es necesario, y darle una nueva oportunidad a la reciprocidad. Tal vez nos evitemos la década del pánico y cuando miremos atrás la veamos como ese periodo áspero y complejo en el que nos reinventamos, como tantas veces, y nos hicimos un poco mejor personas.

En definitiva, después de todo, como en El año que vivimos en peligro, redescubramos que “el amor es, acaso, la única utopía que nos va quedando” pero por la que bien vale la pena dejar de temer tanto y ponerse a trabajar.


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Enola Gay y Little Boy

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El pasado jueves 6 fue el 75 aniversario del infame episodio en el que unos generales, unos políticos y un hombrecillo llamado Harry Truman se cubrieron de gloria con el primer ataque nuclear de la historia.

Se estima que 80 mil niños, mujeres y hombres fueron vaporizados en Hiroshima en los primeros segundos después de la explosión. Tres días después una segunda bomba fue arrojada sobre Nagasaki y unos 70 mil seres humanos desaparecieron de la faz de la tierra.

A esos 150 mil muertos hay que sumar los miles y miles que murieron después en la agonía de las quemaduras radioactivas, a los lisiados y a los que enloquecieron por el horror.

La historia oficial gringa dice que sólo así se logró la rendición del Japón. Que habría sido incalculable el sacrificio militar yanqui para vencer a un país decidido en resistir hasta el último hombre. Que la bomba atómica en realidad salvó vidas.

 Es decir, la racionalidad fue acelerar la capitulación de un Japón ya devastado. ¿En verdad? Si las hubieran arrojado sobre el Monte Fuji ese efecto se hubiera logrado. El espanto de lo que le aguardaba al país habría llevado al sagrado Emperador a ordenar de inmediato el cese de los últimos hálitos de resistencia.

Enola Gay Little Boy
Fotografía: Wikimedia.

Pero un arma debe probarse empíricamente. ¿Cómo saber su potencia destructiva si no se aplica en un objetivo real? Y como en todo experimento científico serio, la repetición es obligada para confirmar el resultado.  

Esto en lo militar. En lo político, había que hacer ver a los soviéticos, hasta unos meses antes “aliados” en la lucha contra el fascismo, quiénes eran los verdaderos amos del planeta a partir de ese momento. Nada de medias tintas.

En esto debió estar pensando el general Curtis LeMay, jefe de la fuerza aérea y responsable de los vuelos que llevaron los artefactos, cuando le dijo a Robert McNamara, Secretario de la Defensa, que de haber perdido la guerra, serían ellos los criminales de guerra en el banquillo del tribunal de Núremberg.

El piloto del avión que llevó la bomba a Hiroshima, Paul Tibbets, murió en el 2007, en cama, a los 92 años. ¿Habrá vivido con remordimientos? No lo creo. Al bombardero “Superfortaleza B29” que piloteó le puso el nombre de su mamacita, “Enola Gay”. Así supimos que tuvo progenitora. De los otros, no estoy seguro.

¿Y la bomba? Algún mentecato tuvo la gracejada de bautizarla como “Little Boy”: muchachito, escuincle.

El 9 de agosto, otro aparato, bautizado Bockscar,dejó caer sobre Nagasaki la bomba a la que seguro entre risas pusieron “Fat Man”: gordo, gordinflón. Al mando de la nave iba Charles W. Sweeney, quien también murió pacíficamente en su cama, a los 84 años, en el 2004.

Enola Gay Little Boy
Fotografía: Milenio

Con esta heroica hazaña quedaron muy satisfechos los profesores, los militares y los políticos que diseñaron, construyeron y dieron la orden de utilizar ese terrible artefacto contra un país que ya estaba aniquilado. Fue la locura de la sangre. Las patadas al cadáver del enemigo. La aniquilación de quienes nos enfrentaron y la construcción de un mensaje patibulario: esto es lo que les espera a nuestros enemigos.

Han transcurrido 75 años de aquel día. Enola Gay se exhibe reconstruido en un museo a las orillas de Potomac –sin que en ninguna parte se pueda leer un “¡Nunca más!”–.

Pero Little Boy  y Fat Man hoy son obsoletas chinampinas comparadas con las capacidades destructivas del moderno arsenal nuclear con el que algún día algún político hará pedazos este montón de tierra que gira en torno a una estrella a la que llamamos Sol. Ya lo dijo el autor: la mayor hazaña del Diablo fue hacernos creer que no existe.

Quince lustros después recordamos a las víctimas inocentes de aquellas jornadas. Los diarios de la época publicaron espeluznantes reportajes. The Lima News en su edición del 8 de agosto citó una transmisión de Radio Tokio en la que se describía el impacto de la bomba, “tan terrible que prácticamente todos los seres vivientes murieron rostizados por la ola de calor y la presión del estallido. Los cadáveres carbonizados quedaron irreconocibles”.

Niños pequeños, adolescentes, mujeres y hombres, casi todos víctimas de la penuria de un país derrotado y hambriento, fueron el blanco. Se dice que también perecieron algunos militares y políticos.

bombardeo en Hiroshima.
Fotografía: Slide.

John Hersey nos dejó un testimonio descarnado de aquella jornada en Hiroshima, la crónica que alertó al mundo sobre la abominación que asomó en el horizonte. La pieza comienza con la descripción del último instante de varias personas comunes y corrientes y sigue, en una precisa y sobrecogedora narración, la secuela de la detonación.

El relámpago silencioso. Exactamente a las ocho y quince de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Compañía Hojalatera del Asia Oriental, acababa de sentarse ante su escritorio de la oficina y estaba volviendo la cabeza para hablar con la muchacha del escritorio vecino…

Varios padres de la tecnología que hizo posible la fisión nuclear, encabezados por Albert Einstein, se opusieron a su utilización como arma de guerra. Fueron acusados de comunistas y antiyanquis. Y los políticos apretaron el gatillo: Harry S. Truman, el hombrecito que ocupó la presidencia a la muerto de Roosevelt, mercero de profesión y juvenil militante del Ku Klux Klan, firmó la orden de lanzamiento.

¿Habrá logrado conciliar el sueño el resto de su vida?


[Hiroshima de John Hersey, en una edición trilingüe liberada en ocasión de un aniversario del ataque, puede leerse en: www.sanchezdearmas.mx]

Juego de ojos.

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