conciencia

La conciencia basal y la carencia de yo

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Hemos venido revisando que varios filósofos y científicos actuales definen un estado mínimo o básico de conciencia, un sentir que no es conceptual, ni representacional, ni dual, porque no es acerca de algo. Es decir: al no tener un contenido determinado, esta forma de conciencia no sería dual porque no aparece alguien o algo que posea o experimente un objeto en la mente, como se tiene y se representa un dolor en el momento en que la persona se percata de sentirlo, lo valora o lo refiere.

En un artículo de 2020 los psicólogos neoyorkinos Zoran Josipovic y Vladimir Miskovic plantean y revisan que las formas de conciencia o experiencia fenoménica mínima han sido descritas en antiguas tradiciones de Asia y estos antecedentes les sirven para analizar sus características. Por ejemplo, en la tradición oriental la palabra samadhi identifica un estado de absorción completa en el cual el objeto que se presenta en la mente queda desprovisto de todo concepto y se capta directamente, es decir, sin estar acompañado de palabras que lo designan o califican, ni tampoco de imágenes o recuerdos asociados o derivados: el objeto ocupa la experiencia sin aditamentos y la mente se encuentra en silencio conceptual y embebida en su objeto. Ahora bien, en la misma tradición se distingue esta experiencia de otra denominada conciencia pura, en la cual se afirma que el sujeto está consciente pero su mente no tiene contenidos. En esta situación la conciencia está activa, pero no contiene representaciones, es un estado de autoconciencia inmediata, de autopresencia inmanente. Josipovic y Miskovic afirman que este tipo de experiencia ocurre normalmente en las transiciones del sueño a la vigilia cuando por momentos el sujeto no tiene nada en mente ni se percata de su identidad, del espacio o tiempo. Refieren también relatos de ensoñaciones sin contenido en las que el sujeto relata un sueño en blanco. Además, argumentan que suelen suceder experiencias de este tipo al salir de la anestesia, en la deprivación sensorial, la experiencia psicodélica o durante la meditación y prácticas afines.

ausencia de un yo
Imagen alusiva a la ausencia de un yo en estados de autoconciencia basal en los que se esfuma la dualidad entre un sujeto que experimenta un estado mental y los contenidos de ese estado (imagen tomada de Psiquentelequia).

Si bien los estados de conciencia mínima se describen como ausencia de contenido, la conciencia no desaparece como en las fases del sueño profundo que cursan sin ensoñaciones. Uno de los problemas para definir con mayor precisión este estado se refiere al nivel de activación fisiológica, denominado arousal en inglés y que usualmente se especifica con una metáfora de profundidad. Así como la luz disminuye con su penetración en el mar, habría niveles de alertamiento y activación funcional que van desde la oscuridad del coma o en el sueño profundo, pasan por estratos fluctuantes en la vigilia, abarcan niveles más avanzados y diferenciados en la autoconciencia o conciencia de sí y llegan a estados de hiperalerta o conciencia ampliada en el éxtasis. Pues bien, sucede que en este continuo o eje vertical de creciente brillo no es posible ubicar los estados aludidos, porque la noción misma implica que una conciencia mínima sería poco más que un estado de coma y esto dista de ser el sentido que se pretende significar con esta expresión, a diferencia del uso de la misma en la neurología y que se refiere a un nivel mínimo de conciencia, cercano al coma. Como el estado de autoconciencia mínima al que me refiero ahora no corresponde a un determinado nivel de alerta o de arousal, se impone una distinción: el nivel de vigilancia y de responsividad del organismo es una cosa y la conciencia misma es otra. A veces se usa la metáfora del espejo para expresar que la conciencia refleja sin elaborar o conceptuar, decidir o valorar independientemente del nivel de vigilancia o alerta. De esta manera, el eje de activación no es una variable útil para comprender los estados de conciencia o autoconciencia mínima y en este punto pueden dar información relevante los relatos y los análisis de estados meditativos.

Curva de activacion
Curva de activación en forma de U invertida en referencia a la ejecución de tareas. Un bajo o alto nivel de activación (grado de arousal) no se relacionan con la mejor ejecución, hay un nivel óptimo. Esta curva se relaciona con la atención, pero la capacidad de conciencia, en particular la conciencia basal o mínima, no se puede ubicar con estas variables (imagen tomada de Perros de búsqueda).

Diferentes técnicas de meditación hacen posible la producción y la experiencia consciente de estados de conciencia absorta y sin contenidos que podemos denominar conciencia basal para distinguirlos del estado semicomatoso que tiene en la neurología. En efecto, en tradiciones tanto orientales como occidentales se describen con términos paradójicos ciertos estados que resultan de las prácticas contemplativas de atención plena y sostenida. El sujeto inicia su práctica con la instrucción de permanecer consciente de sus contenidos mentales, por ejemplo, de las sensaciones de su respiración o de una frase o mantra que repite mentalmente. En esto hay un dualismo implícito entre un observador y una observación porque un yo agente y activo se mantiene atento a lo que ocurre en la mente. Con la práctica se fortalece la capacidad de observación y la autoconciencia va tomando mayor dimensión. Eventualmente y en ciertos momentos la autoconciencia queda desprovista de contenidos, un estado en el que desaparece un yo observador o poseedor de sus objetos mentales. En las tradiciones orientales de meditación se denomina sunyata (vacío, ausencia del yo, selflessness) a este estado refinado de conciencia que no se limita a un silencio interno de voces, pensamientos o imágenes, sino a una transformación del aparato mental que pasa de operar como una dualidad sujeto-objeto a una conciencia basal y no dual.

enso vacio conciencia
En la caligrafía del budismo Zen se representa el concepto de sunyata o gran vacío con el símbolo circular llamado enso. El concepto implica que las cosas del mundo y los objetos que las representan en la mente carecen de una identidad permanente porque todo está interconectado y en flujo constante. Esto incluye al yo o self (imagen tomada de New World Dencyclopedia).

En el lapso en el que el sujeto vive un estado de autoconciencia sin contenidos, se percata de que el self o el ser está vacío; es decir: advierte directamente que no existe el yo como una entidad sustancial y concreta. La característica fundamental de este estado es de una cognición reflexiva inherente, un autoconocimiento directo, un estado de conciencia básico o basal, sin nada más que la conciencia misma. Se afirma tanto en las tradiciones contemplativas como en los análisis actuales de la conciencia mínima que se ventilan desde las ciencias y filosofías cognitivas que no hay nada abstracto o mágico en esta experiencia: este darse cuenta de lo que constituye la autoconciencia en sí misma y esta no dualidad básica se revela en la propia experiencia empírica.

tallo cerebral
Las estructuras de la línea media del cerebro abarcan regiones muy primitivas del tallo cerebral (en azul) y zonas de la corteza cerebral medial (en verde) que intervienen en la conciencia basal de sí mismo en el ser humano. En la imagen aparece la cara medial del hemisferio derecho, las mismas zonas se encuentran en la cara medial del izquierdo (imagen tomada de Alcaro, Carta y Panksepp, 2017).

Una propuesta fundamental en referencia a la conciencia mínima o basal es la necesidad de un sustrato consciente para que se estructure la experiencia. A este sustrato se han referido varias teorías neurofisiológicas que desde mediados del siglo pasado subrayan el papel indispensable que juegan las estructuras del tallo cerebral y de la línea media del encéfalo para que tengan lugar los estados y contenidos de conciencia. Estas estructuras, entre las que destaca la llamada formación reticular activadora ascendente, son muy antiguas en la escala filogenética y se suponen necesarias para el estado de conciencia que probablemente compartimos con los animales sentientes del planeta (Bronfman, Ginsburg, Jablonka, 2016). Gracias al desarrollo de la neocorteza y las estructuras de reciente adquisición filogenética los seres humanos recrean objetos en su conciencia (aquellos contenidos o ítems que perciben, sienten, piensan, imaginan, recuerdan, creen, sueñan, quieren, etc.) y experimentan estos contenidos de su mente como posesiones y usufructos de un yo, de un self. Pero sucede que con ciertas prácticas y métodos atencionales el sujeto se percata que este yo o este self es un pensamiento más, una forma de conceptualizar algo que no es definido ni definible. El sujeto se da cuenta por experiencia de la insustancialidad del yo mediante la vivencia de una conciencia basal desprovista de contenidos y de referentes.

A pesar de las dificultades en el tratamiento académico de la autoconciencia mínima, el tema vuelve a elementos de la conciencia y del yo que intrigaron en el siglo XVIII a Fichte y a Maine de Biran, los filósofos pioneros del yo. En este sentido, hay que agradecer que se haya retomado este peliagudo problema de la conciencia de sí al identificar el estado basal que implica y las dificultades de su análisis.


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La conciencia de la muerte

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Saber que han de morir, como perece todo ser vivo, es una característica distintiva de las criaturas humanas y es el conocimiento más grave y sombrío que posee cada uno de sus miembros. Este saber conforma la certeza de un final inapelable, pero, al mismo tiempo, fertiliza el valor de la vida, pues instiga a continuar bregando en un avance resuelto, aunque siempre incierto. La certeza cabal y asumida de morir empuja vivir vidas mejores, pues la inmortalidad significaría pérdida total de sentido y responsabilidad. La seguridad en la propia aniquilación es fuente de experiencias tan extremas en intensidad como polares en valor: el terror supremo, el más dulce consuelo, la negación más severa, la resignación más sosegada, la esperanza más desaforada. ¿De dónde viene y cómo se conforma este saber de la muerte que entraña o es componente central de la autoconciencia? Para empezar a abordar esta pregunta conviene revisar tres conjuntos de datos sobre la evolución de la especie humana y el desarrollo de sus vástagos: la conducta de duelo en ciertos animales, los antiguos ritos funerarios en los homínidos ancestrales y el progreso del saber de la muerte durante la infancia.

muerte de elefante
Conducta de atención y expectación de un grupo de elefantes ante el cadáver de un congénere (Imagen tomada de: Beyond the Dash).

Se ha observado que los elefantes muestran interés en los huesos de sus congéneres: los inspeccionan y acarician, los mueven y acarrean con la trompa; examinan detenidamente los cráneos o los colmillos y a los cadáveres de los recién muertos. Aunque sería aventurado inferir que los elefantes sienten pesar o angustia, parece permisible suponer que se trata de un rito funeral rudimentario. En este mismo sentido es relevante la observación realizada en los chimpancés estudiados en la región de Gombe en 1968. La caída y muerte accidental de Rix, un macho adulto, produjo una intensa agitación en la tropa: gritos, agresiones, cópulas. Al disminuir la conmoción, el grupo interrumpió su habitual desplazamiento y permaneció cerca del cuerpo el resto del día, mientras algunos individuos, en especial los familiares y cercanos a Rix, se acercaban al cadáver y lo observaban o lo tocaban suavemente. Este esbozo de rito funerario estipula una conciencia póngida de la muerte imposible de estipular en sus posibles contenidos y cualidades subjetivas.

Neanderthal
Reconstrucción del entierro de un Neanderthal en Chapelle-aux-Saints, Francia (Imagen tomada de Getty Images).

Hay evidencias de que los homínidos enterraban a sus muertos hace 120,000 años en la localidad de Atapuerca, España, y es posible que esta conducta se asociara al origen del lenguaje simbólico y a la autoconciencia. Hace 90,000 años los neandertales enterraban a sus parientes en posición fetal, los teñían con pigmento vegetal, los adornaban con flores y a veces instalaban huesos de animales y herramientas en sus tumbas. Este hallazgo sugiere que las formas de inhumación tenían que ver con creencias sobre la muerte, en especial de un ámbito y un destino ultraterrenos. Los primeros agricultores de todas las etnias estudiadas instalaban a sus muertos en cementerios y, como signos mayúsculos de creencias en un mundo trascendente se erigieron las pirámides funerarias de Egipto y Mesoamérica. Hasta tiempos recientes los pigmeos, los esquimales y los aborígenes de Australia evocaban, veneraban y conjuraban a sus difuntos, pues concebían un alma procedente de un mundo sobrenatural al que volverían después de la muerte.

Esta toma de conciencia acerca de la muerte en fases sucesivas se reproduce en el desarrollo del infante humano. Durante los dos primeros años de vida los críos no tienen concepto de la muerte y durante la adquisición del lenguaje entienden que algunas cosas, animales o personas, desaparecen y no regresan. Entre los tres y los cinco años conciben la vida y la muerte como estados alternados y compatibles. Los preescolares no creen que van a morir ni que la muerte sea irremediable o bien que es un evento accidental. A partir de los 5 años los infantes humanos van adquiriendo en etapas graduales un concepto más veraz de la muerte con sus cuatro rasgos terminantes: como un evento final, inevitable, universal y personal. La experiencia con animales o personas muertas, el perder seres amados y la cercanía de la propia muerte agregan a estos conceptos la aceptación lúcida y cabal de la realidad de la muerte.

muerte de atala
“El entierro de Atala” es una pintura neoclásica de Anne-Louis Girodet, realizada en 1808. Fue alumno de Jacques-Louis David y forma parte del romanticismo francés (Imagen tomada de @historiayarte).

La conciencia de la muerte adquiere una  faceta muy vívida y perentoria cuando se anuncia a una persona un final próximo e ineludible. La psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross describió cinco estadios por los que transcurre la conciencia una vez que se notifica al sujeto su fin próximo: negación, ira, regateo, depresión y aceptación. Otra vertiente de la conciencia ante la muerte es el dolor por la pérdida de una persona amada, el proceso desgarrador y restaurador conocido como duelo que entraña emociones demoledoras que requieren ser procesadas y rebasadas, aunque esto constituye uno de los retos más difíciles que enfrenta toda persona. En efecto: el duelo y el luto, cuando se viven con plenitud y prudencia, constituyen una transmutación de la conciencia que resulta en despedida, renovación del sentido y recuperación de la propia vida.

Me es inevitable reproducir aquí un doloroso soneto de Jaime Sabines ante su padre muerto:

Padre mío, señor mío, hermano mío,
amigo de mi alma, tierno y fuerte,
saca tu cuerpo viejo, viejo mío,
saca tu cuerpo de la muerte.

Saca tu corazón igual que un río,
tu frente limpia en que aprendí a quererte,
tu brazo como un árbol en el frío
saca todo tu cuerpo de la muerte.

Amo tus canas, tu mentón austero,
tu boca firme y tu mirada abierta,
tu pecho vasto y sólido y certero.

Estoy llamando, tirándote la puerta.
Parece que yo soy el que me muero:
¡padre mío, despierta!

Aunque vivimos de cara a la muerte, el tópico es angustioso e insufrible por lo cual acontece usualmente una represión y un olvido del terror de la muerte para poder funcionar en la vida. Más aún: para eludir el sentimiento de insignificancia y caducidad el ser humano imbuye de significado trascendental a instancias efímeras; ideologías, líderes, riqueza, premios, posesiones. En el primer párrafo de la introducción su libro sobre Los orígenes de la posesión, Philippe Rochat sorprende con el siguiente alegato:

“El tema (de la posesión) es la muerte. Saber que un día seremos desposeídos conforma nuestras vidas de maneras únicas (…) pues la desposesión es la contraparte necesaria de la posesión y sin la noción de pérdida no tendríamos la necesidad de controlar y apegarnos a las cosas como lo hacemos… Todo parece revolverse alrededor de saber nuestra inevitable desposesión.”

memento mori
Memento mori, “recuerda que has de morir” (Imagen tomada de Pijama Surf).

Si niegan, devalúan o soslayan a la muerte, los individuos y las sociedades se privan de una experiencia y una reflexión fundamentales sobre la vida y sus prodigiosas estelas. La conciencia ante la muerte es indispensable para una vida plena y reflexiva: memento mori (acuérdate que has de morir). En su polémico libro Némesis Médica, Iván Illich planteó reciamente que la muerte salga de su confinamiento médico, de su represión social y retome la dimensión pública y privada que le corresponde. Sin duda, restaurar y garantizar la dignidad de la persona al final de su existencia es una tarea imperiosa y requiere que ese trayecto sea reconocido como la culminación venerable de la vida y asegurar así la prerrogativa de la persona para lograr su tránsito más sereno posible: la agonía puede y debe convertirse en refugio y retiro.

El proceso múltiple que parte desde el instinto de conservación en los animales y los ritos funerarios de ciertas especies superiores, pasando por los milenios de evolución del entendimiento de la muerte en los humanos que se recapitulan en la infancia y se actualizan en la confrontación con la muerte, plantea que el entendimiento cada vez más profundo y cabal de la muerte constituye un acercamiento a los misterios de la autoconciencia, de la vida, de la naturaleza, del tiempo y del universo mismo. Si bien la vastedad de estos misterios desborda las precarias capacidades de comprensión del ser humano, el preocuparse profundamente por ellos enriquece su vida y su experiencia.


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El yo disuelto, la meditación budista y la no dualidad

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La autoconciencia es una de las facultades más sobresalientes y desarrolladas del ser humano, y ha sido metódicamente cultivada en diferentes tradiciones de sabiduría. Se han empleado muchas técnicas de contemplación y meditación para incrementar la capacidad y profundidad de la conciencia de uno mismo, lo cual, paradójicamente, resulta en una progresiva debilitación y deconstrucción del ego. En efecto, los exploradores de la consciencia de sí en diferentes épocas y culturas han declarado que se ha trascendido su individualidad e identidad personal al comprender de manera directa e intuitiva el inmenso ámbito en el que están insertados o con el que están fundidos.

enseñanza budista de Anatta
Portada de un libro sobre la enseñanza budista de Anatta por el monje (bhikkhu) Buddhadasa en 1990. La doctrina es interesante para cuestionar la existencia de una entidad personal, pero es difícil de compaginar con la creencia budista en la reencarnación.

Una de las enseñanzas fundamentales del budismo es precisamente la ausencia de una identidad personal fija y esto se plasma en el concepto de anatta, en lengua pali (en sánscrito anatman, de an privativa y atman, la esencia personal). La doctrina afirma que el yo personal está hondamente enraizado como un conglomerado de creencias falsas sobre uno mismo, lo cual produce deseos, apegos, vanaglorias y conductas que ocasionan sufrimiento propio y ajeno. La tradición también afirma que el conocimiento de esta realidad no puede ser alcanzado por medio de la razón o por el intento de penetrar conceptualmente lo que constituye el propio ser y esto sólo es posible mediante una práctica meditativa sistemática y prolongada. El conocimiento surge eventualmente de la experiencia de que nada es permanente y de la comprensión esclarecedora de que el propio ser individual no es una esencia sólida, sino un proceso de sentimientos, pensamientos, deseos o intenciones.

Se afirma que la meditación promueve una conciencia más clara porque utiliza y fortalece la herramienta de la atención sin centrarse en los contenidos de la mente, sino en permanecer consciente sin intentar analizarlos o modificarlos; en dejar que los pensamientos, las imágenes mentales o los sentimientos surjan, transcurran y pasen por sí mismos. Es una labor táctica que tiene como objetivo dilucidar la mente mediante la aplicación de una atención activa y sostenida, lo cual requiere de mucha paciencia y perseverancia para desarrollarse. Conforme se fortalece la capacidad atencional e introspectiva, el sujeto logra detectar y discernir los estados mentales desfavorables o negativos de tal forma que estos se abaten y disipen antes de extenderse. La instancia que presencia los procesos de la mente consiste en una agencia que hemos revisado como parte de las funciones ejecutivas de la cognición. No se trata de una entidad o un yo sustancial insertado en la mente o en el cerebro, sino de una habilidad o una pericia que se entrena mediante la práctica, como ocurre con otras formas de conocimiento operacional que resultan, por ejemplo, en el virtuosismo de artistas visuales o musicales.

Yangey Mingyur Rinpoche, budismo
La meditación perseverante modifica ciertas funciones y estructuras cerebrales relacionadas a la autoconciencia. En la figura el meditador experto Yongey Mingyur Rinpoche es preparado para un registro electroencefalográfico en el laboratorio de Coleman (Imagen tomada de https://www.lionsroar.com/how-meditation-changes-your-brain-and-your-life/).

Las técnicas de meditación han aportado a la ciencia cognitiva y a la neurociencia un valioso instrumento para el estudio del cerebro y de las capacidades mentales. Existen evidencias de que el entrenamiento prolongado induce un mejor manejo de las emociones, menos ansiedad, mayor atención, interés por los demás y serenidad. Esta pericia introspectiva implica además la recalibración o reprogramación de ciertas funciones cerebrales, incluyendo aquellas que hemos revisado como fundamentos de la autoconciencia. Por ejemplo, la conectividad entre diferentes zonas del cerebro se incrementa en los meditadores sistemáticos después de años de práctica. No sólo ocurre una mayor actividad o conectividad cuantitativas en el cerebro, sino que surgen nuevas pautas de actividad dependiendo del nivel de experiencia de los meditadores. El efecto no es mágico ni milagroso, pues ocurre con cualquier adquisición de habilidades que requiere una reorganización de los sistemas cerebrales que las implementan. 

La doctrina budista pregona una concepción del ser humano que en principio parece ir más allá de una comprobación empírica. La creencia en la rencarnación es común a todas las variedades de budismo y requeriría una esencia personal que pueda pasar de un humano en trance de muerte a un nuevo receptáculo corporal. La tradición afirma que el recipiente de la reencarnación tiene rasgos de personalidad, memorias y hábitos del individuo anterior, lo cual implicaría un yo individual conformado por recuerdos y actitudes. Dado que éstas dependen de características adquiridas del cerebro que cesan con la muerte no parece posible compaginar la neurociencia con esta creencia.  Más aún: dado que el budismo afirma que no existe una esencia personal fija o compacta, ¿qué es lo que reencarna? La explicación parece ser necesariamente dualista: el alma emancipada de un cuerpo y encarnada en otro.

Joseph Goldstein
Joseph Goldstein, experto instructor de meditación introspectiva y su libro sobre la experiencia de “insight”.

En la década de los años 80, cuando practiqué sistemáticamente meditación vipassana propia del budismo Theravada, tuve la oportunidad de conversar sobre estos asuntos con Joseph Goldstein, notable instructor de la técnica y erudito de la enseñanza budista. Al plantearle la pregunta de qué es precisamente lo que reencarna si se supone que no existe un yo, me respondió con dos símiles. El primero fue el de la luz de una vela que al terminar de consumirse enciende una nueva vela y planteaba que la llama de las dos velas es la misma. Es un símil sugerente, pero la flama de la nueva vela no conserva rastros de la pasada y no aclara lo que transita de un cuerpo al morir a otro gestante, porque ninguna forma de energía conocida podría codificar memorias o actitudes. El segundo símil fue de dos semillas, la primera da origen a un árbol adulto con flores y frutos que contienen nuevas semillas. Las dos semillas son estructuras distintas en tiempo y espacio, pero contienen el mismo material genético que se perpetúa. Sin embargo, la segunda semilla no se puede considerar reencarnación de la primera, sino sencillamente su descendencia.

Vemos así que, si bien las técnicas de meditación han sido incorporadas como objetos de estudio y como valiosas herramientas de introspección por la ciencia contemporánea hay una divergencia sobre la naturaleza de la conciencia. En general la neurociencia concibe la conciencia como producto o correlato de una función cerebral de alto nivel de integración, en tanto que el budismo la plantea como un continuum o fundamento universal que trasciende a la muerte. Los maestros del budismo, como el Dalai Lama, insisten en que esto no es un principio doctrinario o dogmático, sino que puede ser comprobado por cada quien si se emplea a fondo y de manera perseverante en las técnicas de meditación de tal forma que, en un estado avanzado de experiencia contemplativa, se esfuma la dualidad yo-mundo de la conciencia cotidiana. La experiencia reveladora consiste en que el proceso consciente no implica un observador y una observación, sino que hay una conciencia elemental y no dual que precede a esta observación sin fragmentarla. Esta noción procesal es compatible con modelos neurocognitivos, pero no veo cómo explicaría la reencarnación.

Un puente para dos miradas, Dalai Lama, Varela
Portada del libro sobre conversaciones con el Dalai Lama sobre ciencias de la mente, editado por Francisco Varela e impreso en Chile en 1997. Y portada del artículo sobre el cerebro del meditador publicado en Investigación y Ciencia en enero de 2015 (Imagen tomada de http://nievessoriano.blogspot.com/2015/01/en-el-cerebro-del-meditador.html).

Zoran Josipovic, psicólogo de la Universidad de Nueva York, ha argumentado que existe una forma de conciencia fenomenológica que se caracteriza por no ser dual, ni proposicional, ni conceptual; una conciencia sin contenidos que se presenta en ciertos momentos de profundo insight y se consigue con el entrenamiento meditativo. Cuando la persona experimenta esta conciencia básica rompe con la dualidad entre un yo observador o piloto de la atención y los contenidos de la mente. Volveremos sobre el tema de la autoconciencia fundamental que entraña muchas cuestiones de interés, pero dejaremos de lado a la reencarnación, porque no parece posible conciliar los dos nociones.


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El yo artificial: prótesis, avatares y robots

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“El cuerpo es un concepto”. Cuando hace años escuché esta frase, me pareció chocante y síntoma de un idealismo absoluto que considera la mente como primordial y a la materia, cuerpo incluido, como una derivación de su etérea actividad. Después de años de indagar sobre el problema mente-cuerpo me he dado cuenta de que mi convicción realista de que existe un mundo fuera de las mentes que puedan percibirlo y recrearlo, implica que el cerebro es el órgano dedicado precisamente a percibirlo y recrearlo. En este sentido acepto una variante puntuada de esa frase: “El cuerpo” es un concepto. En efecto la conciencia de uno mismo implica la imagen y representación verbal del propio cuerpo por el sistema mente-cerebro y éstas tienen una realidad psicológica indudable y trascendente que sostiene a un yo dúctil y mudable que exploro en estas secciones.

Recuerde el lector o lectora algún incidente de ir conduciendo su automóvil e involuntariamente rozar o rayar la carrocería con algo externo: ¿no sintió este choque como si la superficie metálica fuera la propia piel? Al conducir un vehículo, la imagen o representación del cuerpo se extiende a todo el coche, porque en su movimiento éste depende de las decisiones del conductor. Pensemos en el bastón de un ciego. Insensible e inerte por sí mismo, el bastón se torna en una extensión, en una prótesis del cuerpo, porque el ciego palpa al entorno con él, descubre obstáculos y lo manipula para apoyarse, remover un estorbo o propinar un bastonazo. El cerebro del ciego realiza un acomodo funcional que Juan González, filósofo mexicano de la percepción, denomina “recalibración prostética”, una adaptación tácita e inmediata de las capacidades funcionales que pone en evidencia la extraordinaria plasticidad cerebral en íntimo juego con la situación.

banco ciego
Banco ciego, ilustración de “La isla del tesoro” (1911) por Newell Convers Wyeth. El bastón del ciego se convierte en una extensión prostética de su cuerpo. (Imagen de Meister D).

En la realidad virtual ocurre una readaptación más patente, pues el ajuste implica una reorganización de los sistemas sensitivo-motores. La identificación con avatares o dobles virtuales muestra la maleabilidad no sólo de la imagen corporal, sino de la agencia y sentido de posesión del cuerpo, capacidades que explota de manera espectacular la película Avatar de James Cameron (2009), aunque la ficción de producir un avatar tridimensional que se desempeñe en el mundo real no tiene por el momento posibilidades. Las técnicas actuales de realidad virtual sí han permitido crear simulaciones del cuerpo del participante en tercera dimensión de tamaño real. Incluso ha sido posible sumergir al sujeto en ambientes virtuales que reproducen situaciones realistas de tal manera que se reconozca en el avatar virtual y tenga la ilusión de poseer ese cuerpo que dista de ser el suyo. Para ello es necesario sincronizar los estímulos sensoriales del cuerpo original y del sustituto, como hemos relatado antes en referencia a la ilusión de la mano de hule. Lo que se produce es una ilusión del cuerpo entero y el participante puede verse a sí mismo sea en primera persona, como si en efecto estuviera en el cuerpo virtual de su avatar, o en tercera persona, como se ve uno entre dos espejos. Estas técnicas se han usado para modificar ciertos trastornos de la imagen corporal, como la anorexia, pues, al cambiar las dimensiones del cuerpo virtual, cambian las actitudes de los sujetos hacia sus propios y “verdaderos” cuerpos.

avatar
Sigourney Weaver y su avatar en la película Avatar de James Cameron (2009) (Imagen de Bolsamania).

Otra cuestión de la maleabilidad de la conciencia corporal y de la autoconciencia se refiere a si será posible generarla en robots capaces de comportarse como seres humanos. Si esto fuera así, el robot debería ser considerado análogo a un ser humano, aunque su cuerpo sea mecánico. He referido antes que en su célebre libro “Yo, robot” (1950) el científico y escritor de ciencia ficción Isaac Asimov inventó a Cutie, un tipo avanzado de robot que desdeña a los humanos, se autoproclama profeta de los robots y no se convence de que es una máquina. El relato asume que un robot tan inteligente como Cutie disfruta de una conciencia de sí, pero se puede pensar que es un sofisticado artilugio parlante que capta el mundo y obra sobre él, pero sin sentirlo ni sentirse.

Portada de “Yo robot” de Isaac Asimov, originalmente publicado en 1950. Abajo: Ilustración de este libro en Loresumo.
Yo robot de Isaac Asimov,

Decidir una cuestión de este calibre parecería requerir el recurso del teatro griego conocido por la expresión latina Deus ex machina (el dios que baja de la máquina), la aparición en escena de un dios para resolver un enigma que está más allá de la capacidad humana. Esta expresión, pero sin intervención divina, constituye el título de la película de ciencia ficción Ex-machina (Alex Garland, 2015), la cual aborda de manera lúcida y fascinante el intento de resolver si una máquina en forma de una figura femenina capaz de habla y conducta humanas, es o no es consciente y, sobre todo, si tiene conciencia de sí misma. Para ello Nathan (Oscar Isaac), su creador, un extravagante potentado y genio de la Inteligencia Artificial que vive aislado en un hogar-laboratorio remoto y paradisíaco, manda traer a Caleb (Domhnall Gleeson), avezado técnico de su empresa, para dictaminar si la robot llamada Ava, tiene o no conciencia. Caleb se da cuenta de que se trata de una avanzada prueba de Turing, la propuesta de que si no es posible distinguir la conducta del robot de la humana, el robot debe poseer no sólo inteligencia, sino conciencia de sí mismo, lo que vendría a constituir, de hecho, un yo artificial.

Ex-Machina
Ava, Caleb y Nathan, personajes de Ex-Machina, película de Alex Garland (2015) que plantea averiguar si una robot construida para comportarse como humana tiene conciencia de sí (Imagen de: World of Movies).

Para ello Caleb entrevistará a Ava durante una semana y deberá dar su dictamen. Cuando Ava (Alicia Vikander) aparece en escena, es claramente una robot, pues partes de su estructura son transparentes y dejan ver la maquinaria interior, pero en su totalidad, en su actitud y en su faz Ava es claramente femenina, atractiva y acaso seductora. Caleb se da cuenta de que Ava no sólo tiene una inteligencia aguda y emociones congruentes, sino que parece tener conciencia de sí. Pero ¿se trata de una simulación magistral o Ava está realmente consciente? Cuando Caleb le pregunta si puede demostrar que es un ser consciente de sí, ella sagazmente le responde: ¿puedes tú probar que eres autoconsciente? Al no haber evidencia demostrable, Caleb debe generar una opinión justificada. Pero vemos que Nathan ya había previsto esto y para él la prueba definitiva consistiría en que Caleb se enamore de Ava, con lo cual se habrá cumplido con creces la prueba de Turing. Caleb, en efecto, se enamora de Ava, pero ella tiene otros planes que demuestran capacidades muy eficaces y elaboradas de manipulación, simulación y planeación de estrategias para satisfacer sus deseos.

En tanto espectador de la película, veo que todas estas son características necesarias de la autoconciencia, pero ¿son suficientes y probatorias? Como no es posible tomar la perspectiva de Ava, la cuestión depende de si se puede atribuir autoconciencia a otro ente con base en su comportamiento y lenguaje. Dado que Ava despliega caracterísitcas que asociamos a la autoconciencia se la concedemos de forma espontánea y razonable como se la concedemos a nuestros prójimos humanos. Pero el asunto tiene implicaciones profundas. Por ejemplo: para crear una humanoide autoconsciente su creador debería conocer el fundamento material de la autoconciencia, implementarlo en el robot y comprobar que se comporte como tal. Pero Nathan ha fabricado una máquina que reproduce o imita a la perfección conductas humanas y se pregunta si Ava en verdad es y está autoconsciente. La inteligencia artificial ha hecho creer que no importa de qué está hecha la máquina, sino lo que hace y ejecuta, pero un neurobiólogo como el que esto escribe está convencido que la conciencia y la autoconciencia requieren de un organismo vivo no sólo dotado de neuronas, sinapsis y neurotransmisores, sino de inscripciones históricas, culturales y simbólicas para que pueda ser consciente del mundo, de sí mismo y poder disfrutar de ese saber que sabe de sí.


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La conducta moral: evolución biológica y desarrollo humano

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El potencial ético humano tiene varios fundamentos: el filogenético de conductas ancestrales seleccionadas por su valor adaptativo pro-social; el ontogenético en desarrollo durante la infancia, la adolescencia y la maduración, y el psicosocial estipulado en mecanismos mentales de acatamiento o desobediencia a tradiciones, códigos, normas, mandamientos o leyes. Estos factores convergen en una función neuropsicológica compleja y cambiante que constituye la conciencia moral y marca en buena medida la expresión, las decisiones y la trayectoria de cada individuo.

En referencia a la teoría evolutiva, es importante referir que, a principios del siglo XX, el geógrafo y anarquista ruso Piotr Kropotkin argumentó que la ayuda y el apoyo mutuo durante la hominización fueron más efectivos como fuerzas evolutivas que la competencia y la prevalencia del más fuerte, y esgrimía esta base biológica y evolutiva como fundamento de una sociedad anarquista  en contraposición al darwinismo social, sostenido por apologistas como Herbert Spencer para justificar la industria y la explotación capitalistas. Por su parte, a finales del siglo XX el filósofo alemán Jürgen Habermas propuso que las intuiciones morales de los seres humanos probablemente tienen un componente evolutivo que se expresa en los principios que regulan la interacción social de agentes competentes en todas las sociedades. Y en el presente siglo, la filósofa mexicana Juliana González manifestó que la conciencia moral humana requiere de una capacidad para el juicio ético necesariamente enraizada en la evolución biológica de substratos neuronales.

conducta moral Piotr Kropotkin
Portada de una edición reciente de “Ayuda Mutua” de Piotr Kropotkin, con fotografía del autor a edad avanzada, hacia 1915.

Además de los argumentos evolutivos, diversos datos empíricos se han vuelto muy relevantes para comprender mejor los orígenes de la conciencia y el comportamiento moral de los seres humanos. Un conjunto de ellos es etológico y se refiere a las conductas cooperativas observadas en diversas especies animales; otro consiste en el desarrollo cognitivo del comportamiento y la conciencia moral durante la infancia y el tercero a las bases psicológicas y cerebrales de la ética y la moralidad. La presencia de comportamientos morales en otras especies ha sido ampliamente analizada desde principios de este siglo por diversos autores, entre quienes destacan el etólogo y primatólogo holandés Frans de Waal y el ecólogo conductual Marc Bekoff, autor de “La justicia salvaje, la vida moral de los animales” y otros libros sobre el tema. La forma más extendida y elemental de comportamiento animal que puede ser calificado de moral es el conjunto de conductas cohesivas y pro-sociales, como son muestras de reciprocidad en beneficio mutuo, de ayuda a otros ante el peligro, el consuelo en condiciones de estrés y la respuesta a faltas de equidad. Este tipo de conductas se observan especialmente entre los simios, pero también ocurren en otros primates, en manadas de lobos y en perros.

Marc Bekoff
Portada de “Justicia salvaje. Las vidas morales de los animales” y foto del autor Marc Bekoff con amigo canino.

En lo que se refiere a la investigación cognitiva del desarrollo moral en humanos, ésta fue iniciada por el propio Jean Piaget, en los años 30 y fue continuada y extendida por el psicólogo de Harvard, Lawrence Kohlberg, en los años 60, quien propuso los siguientes tres niveles de maduración moral. (1) La etapa preconvencional ocurre en los niños antes de los 9 años y se caracteriza porque los infantes no tienen un código moral personal y en general aceptan el de los adultos cercanos, usualmente los padres, aunque observan y se dan cuenta de que los criterios morales difieren. (2) La etapa convencional es típica de la adolescencia y continúa en la edad adulta implicando la internalización de valores de acuerdo con normas de grupo. (3) La etapa post-convencional ocurre cuando la persona realiza juicios morales según principios que elige y pueden ir en contra de las convenciones o de la ley. Kohlberg llegó a la conclusión que los principios que motivan el juicio y la conducta moral, como la noción de justicia, igualdad o cuidado, varían entre las etapas y que muy pocas personas llegan al nivel más elaborado de desarrollo moral.

conducta moral Lawrence Kohlberg
Portada de un número de la Revista Iberoamericana de Psicología sobre la psicología moral de Lawrence Kohlberg y este autor a la derecha.

McLeod ha resumido los problemas con el método y las conclusiones de Kohlberg pues sus investigaciones se basaron en dilemas narrados y no necesariamente operan las mismas decisiones en situaciones reales. Por otra parte, los estudios fueron realizados en varones y se encontró posteriormente que los hombres suelen basar sus juicios morales en nociones de ley y justicia y las mujeres en criterios de compasión y cuidado. Entrevistar a niños y adultos de diferentes edades no garantiza hablar de desarrollo, porque esto habría requerido analizar la variación de los mismos individuos a lo largo del tiempo. A pesar de estas dificultades, los estudios posteriores realizados con mayor control avalaron en lo general las etapas de Kohlberg, aunque varios encontraron que las personas modifican sus criterios de acuerdo con el caso y las circunstancias, más que en reglas adquiridas en etapas delimitadas. El punto más problemático tiene que ver con que el juicio no necesariamente se expresa en la conducta pues existe una brecha entre valores y virtudes en el sentido de que las personas pueden y suelen aceptar ciertas normas y valores como válidos y moralmente justos, pero encuentran dificultades en ponerlas en práctica en situaciones reales de la vida y actuar en consonancia con esas demandas.

En sus estudios con infantes pequeños, el psicólogo del desarrollo Philippe Rochat afirmó que una parte importante del sentido de lo moralmente bueno y malo surge muy temprano en referencia al sentido de posesión y los conflictos interpersonales que se derivan de ella. Este investigador encontró que el desarrollo de la postura ética en los infantes es inseparable de un sentido del propio ser como es percibido y valorado por los otros. Los infantes aprenden a explorar y evaluar la mirada de los otros, a controlar su atención a distancia y movilizarla hacia sus propias actividades. Estas capacidades en conjunto favorecen el desarrollo de la reputación, una facultad plenamente humana de darse cuenta de la mirada evaluativa de los demás hacia uno mismo y que se desarrolla más tarde como el concepto del honor, la cualidad moral de cada persona que constituye su dignidad y parte central de su autoconciencia.

Jonathan Haidt
Portada de “La mente de los justos” del psicólogo social Jonathan Haidt y el autor.

Finalmente, es importante referir a Jonathan Haidt, psicólogo social actualmente en la Universidad de Nueva York, pues a partir de sus investigaciones empíricas en humanos ha sostenido que las decisiones morales se basan en intuiciones automáticas de tipo emocional más que en razonamientos lógicos, lo cual otorga a las emociones un papel relevante en la evolución y expresión éticas además de proporcionar credibilidad a las propuestas de moralidad animal. Con base en sus investigaciones Haidt y sus colaboradores han desarrollado una teoría de fundamentos morales que postula la existencia de seis pares de emociones sociales innatas: cuidado-daño, justicia-engaño, libertad-opresión, lealtad-traición, autoridad-subversión y santidad-degradación. Esta última sugerencia es polémica pues es poco creíble que varias de estas complejas emociones sociales se adquieran sólo por herencia genética y es más probable que, en efecto, existan tendencias innatas pero que éstas requieran de una modulación socialmente aprendida, de una depuración por la práctica y de razonamiento verbal.

La noción del progreso moral es antigua. En “El arte de la prudencia” publicado en 1647, Baltasar Gracián apuntó:

No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la eminencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad.

Es posible que no veamos la perfección humana con tanto optimismo, pero también reconocemos que somos mejorables y este potencial ético requiere de introspección, autocrítica, decisión, estrategia, voluntad y constancia, aspectos de la autoconciencia que hemos venido revisando.


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La conciencia moral: imperativo categórico y Regla de Oro

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Además de motivo esencial de las religiones, la conciencia moral ha sido objeto de interés y análisis para la filosofía, la jurisprudencia, la sociología y otras disciplinas humanas y sociales. En esta ocasión haré una referencia somera a ciertas nociones fundamentales sobre la conciencia moral. Acabamos de ver que el sentido moral del término “conciencia” en español se registra desde el siglo XIII y se mantuvo a través del tiempo como referencia a una “luz” o una “voz” interior que proporciona al ser humano el conocimiento de si sus actos son buenos o malos. De esta forma, en el prolongado marco de la religión cristiana, la conciencia moral se ha considerado la facultad espiritual que permite a los seres humanos discernir sus faltas o pecados para arrepentirse y conseguir el perdón y la gracia.

El escolapio y filólogo español Julio Campos ha publicado en 1962 su extensa indagación en textos clásicos y medievales sobre los significados del vocablo conscientia en latín. Encuentra que existen dos sentidos en esta palabra; denomina al primero “convicción” y se refiere a la conciencia psicológica de sentir o darse cuenta de lo que ocurre, en tanto que el segundo sería la conciencia moral como “testigo que obliga o acusa”. Prevalece con mucho este último en los numerosos autores que revisa y que incluyen a clásicos romanos como Cicerón o Séneca, pasajes del Antiguo Testamento, en especial de los Libros Sapienciales, y secciones del Nuevo Testamento, en particular ciertas epístolas de San Pablo. El padre Campos sugiere que se mantenga el significado moral para el término conciencia por su derivación de la conscientia latina de orden moral, y que se utilice consciencia (con sc) para designar al sentir y advertir en general. De esta manera se distinguirían los dos significados, como ocurre en inglés (conscience, sentido moral y consciousness, sentido cognitivo) y en alemán (Gewissen, sentido moral y Bewusste sentido cognitivo).

La conciencia moral
La conciencia moral representada por un hombre desnudo que enfrenta a figuras alegóricas de diversos vicios y pecados. Grabado de P. Galle hacia 1563 (tomado de Wikimedia).

El sentido moral de la conciencia ha dado lugar a un amplísimo y controvertido análisis filosófico. Varios de los mayores pensadores europeos han considerado que los requerimientos morales son racionales, idea que llevó a Emmanuel Kant a plantear que actuar moralmente está dictado por un principio general, fundamental y racional propio de la mente humana que denominó el imperativo categórico. En su “Metafísica de las costumbres” de 1785 el propio Kant lo formuló sucintamente en una frase muy conocida y analizada en la ética: “actúa sólo de acuerdo con aquella máxima por la cual puedes desear que se convierta en una ley universal”. Este requerimiento puede entenderse como la llamada a conducirse de acuerdo con un propósito que podría aplicarse a todos los seres racionales, porque sería deseable que actuaran de esa manera en circunstancias similares y en cualquier mundo posible. El imperativo exige que nos tratemos a nosotros mismos y a los demás como fines y no como medios, de reconocer que hay en todos un principio de humanidad que tiene máxima jerarquía pues toda persona tiene un valor absoluto.

Metafisica de las costumbres
Portada original de la “Metafísica de las costumbres” (1785) de Kant donde presenta y argumenta el imperativo categórico.

El imperativo tiene consecuencias en referencia a la autonomía y a la libertad pues, aunque éstas se suelen considerar como atributos de la persona para actuar sin imposición ajena, consisten en actuar dentro de los límites que impone el imperativo categórico. Es decir, la persona moral concede a esta ley universal y natural una autoridad decisiva sobre sí misma, como un deber que no se deriva de mandamientos o leyes externas, sino de actuar como lo dicta y requiere la ley moral que el sujeto asume y acata. La libertad consistiría en conducirse de acuerdo con ese imperativo porque el sujeto puede no hacerlo, pero elige libremente actuar de esa manera, independientemente de sus inclinaciones y deseos. En suma: la libertad debe entenderse como autonomía responsable y no como un albedrío egocéntrico, arbitrario y exento del bienestar ajeno.

Kant produjo una revolución en el terreno moral: los imperativos y preceptos sustentados en la razón no tienen necesidad de apelar a ninguna legitimación más allá de su propia racionalidad intrínseca y la razón humana adquiere el rango de legisladora autónoma. A pesar de su indudable trascendencia, la noción enfrentó interpretaciones y críticas que significaron en buena medida el progreso de la ética moderna. Por ejemplo, hay otras explicaciones de la conciencia moral, como la del filósofo pragmatista John Dewey quien consideraba que los seres humanos aplican su inteligencia para mejorar sus juicios y acciones morales de acuerdo a las consecuencias que tienen sus acciones. El progreso moral depende de la adopción de hábitos que se juzgan satisfactorios no sólo para quien los adopta, sino para los demás. Lo que garantiza el valor de los actos no es un dictado a priori de valores éticos, como lo planteó Kant, sino las consecuencias de la conducta. Más tarde se sugirió que en la conciencia moral intervienen intuiciones, emociones, imágenes y otras facultades no racionales de la mente y que en la formación de la conciencia moral contribuyen tanto inclinaciones innatas como desarrollos derivados de la experiencia.

John Dewey
El filósofo pragmatista norteamericano John Dewey hacia 1902 y portada de su libro sobre ética.

En los últimos tiempos han entrado a la discusión sobre la conciencia moral y la conducta ética evidencias provenientes de las ciencias. Por un lado, la etología ha mostrado que diversas especies animales muestran comportamientos sociales indicativos de sentido de justicia, cooperación y moralidad, lo cual daría una explicación evolutiva para que se hayan seleccionado preceptos de comportamiento social en la especie humana. En este sentido se podría plantear al imperativo categórico como una facultad congénita y adaptativa de las especies sociales, en particular de la humana. Algunos modelos recientes de la ciencia cognitiva en referencia a la cooperación y la justicia sugieren que la moralidad basada en la proporcionalidad es altamente intuitiva para los seres humanos.

Por otro lado, la etnología ha mostrado que las intuiciones y criterios morales varían entre las culturas humanas, lo cual cuestiona la idea de que existen principios universales. La noción de que los principios morales varían en las diferentes culturas ha dado origen o reforzado el relativismo moral, el cual asienta que hay profundos desacuerdos entre comunidades o pensadores de tal manera que los juicios morales no son absolutos, sino dependen de estándares, prácticas o convicciones. Pero la historia y la etnología también han mostrado acuerdo en diferentes tiempos y lugares sobre ciertos actos universalmente aborrecibles, como el asesinato, la violación o el robo y se pueden interpretar como principios éticos innatos o inherentes al ser humano. El principio estipulado en la célebre Regla de Oro — “trata a los demás como querrías que ellos te trataran a ti”— se encuentra en prácticamente todas las religiones o tradiciones y depende de la reciprocidad y de la empatía, porque implica el ponerse en los zapatos del otro. Ahora bien, la Regla de Oro no es un mandato y tampoco es infalible porque no siempre lo que uno desea para sí coincide con lo que el otro desea y porque, aun cuando el agente puede esforzarse en predecir y comprender lo que el otro quiere para guiar su acción, puede y suele equivocarse en su atribución. 

justicia
“La justicia” por Bernard d´Agesci (finales del XVIII). En la mano derecha porta una balanza como símbolo de equidad y en la otra un libro con los textos: Dieu, la Loi, et le Roi (“Dios, la Ley y el Rey”) y Ne faites pas aux autres ce que vous ne voulez pas que vous soit faite (La Regla de Oro: “No hagas a los otros lo que no quieres que te sea hecho”) (imagen tomada de Wikimedia).

Aunque no siempre es posible encontrar opciones o respuestas correctas a los múltiples dilemas morales que enfrentamos en la vida diaria, la responsabilidad del individuo frente a sí mismo y a los demás constituye la formulación actual de la autonomía y la autenticidad, temas que requieren de una revisión adicional porque atañen a la autoconciencia moral.


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El sentido moral del término “conciencia” en español

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La genealogía de la palabra conciencia en lengua castellana muestra una fascinante evolución de ocho centurias que arroja luces sobre la naturaleza de la conciencia moral y sobre los tiempos que la aluden. Según el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas, el término conciencia derivado del latín conscientia (‘conocimiento’ o ‘convicción’) se documenta desde el siglo XIII en Las Siete Partidas del Sabio Rey Don Alonso el Nono y en el Libro del cavallero Zifar de 1300. También se encuentra un antecedente de este vocablo a finales del siglo XIV en la obra Tratado de la Doctrina de Pedro de Veragüe, quien en la introducción, a la letra, confiesa: “Por lo qual soy acusado de mi conçençia que cruelmente me atormenta recordándome los yerros e maculas en que cay”. Este sentido se expresa hasta ahora y de manera dramática en la oración católica del Confiteor, el “yo confieso” o “yo pecador,” la cual constituye un acto de contrición en el cual el creyente repite mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa, mientras percute su pecho con arrepentimiento y pesadumbre por sus pecados. El mismo significado se encuentra en numerosos pasajes precristianos para el término conscientia en latín. Es explícito al respecto el refrán latino conscientia mille testes: la conciencia es mejor que mil testigos.

san pedro
“El arrepentimiento de San Pedro”, óleo de Johannes Moreelse hacia 1632. Muestra el sentido moral propio de la tradición latina y cristiana: la capacidad de conocer los propios actos, juzgarlos y purgar los pecados. Esta acepción implica una conciencia de sí o un yo (tomado de Wikimedia).

Estas definiciones y plegarias manifiestan la creencia en una facultad anímica capaz de atestiguar y juzgar las propias acciones, así como purgarlas mediante la culpa y la penitencia. El motivo se remite a los Padres de la Iglesia y en particular a la chispa de la conciencia (scintilla conscientiae) de San Jerónimo, metáfora de un fulgor espiritual que permite al ser humano alumbrar la verdad y detectar el pecado para poder arrepentirse. Esta chispa fue posteriormente denominada sindéresis por Tomás de Aquino como la disposición de la razón para aprehender los principios morales de la acción humana y como el repositorio de esos principios.

Un sentido similar, aunque menos cargado de culpa, se halla en las obras lexicográficas. Es así que el término conciencia se documenta por primera vez en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, de Cristóbal de las Casas (1570) y en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611) se define de la siguiente manera: ‘es ciencia de sí mismo, o conciencia certísima y casi certinidad de aquello que está en nuestro ánimo bueno, o malo’. Este concepto de testimonio moral se encuentra en la primera edición del Diccionario de la lengua castellana (Autoridades), de la Real Academia Española (RAE) de 1729. La edición de 1780 de este mismo diccionario define conciencia como: ‘ciencia o conocimiento interior del bien que debemos hacer y del mal que debemos evitar, y regla segura para conocer el bien o el mal que hemos hecho’.

Diccionario de Covarrubias
Portada de El tesoro de la lengua castellana de Covarrubias de 1611.

La conciencia moral ha sobrevivido en la cultura popular de Occidente hasta el siglo XX. Como un ejemplo recuerdo a Pinocho, la caricatura fílmica de Walt Disney de 1940. Cuando este muñeco de madera le pregunta a Pepe Grillo qué es conciencia, éste le explica: “¿Te lo diré: la conciencia es esa débil voz interior que nadie escucha, por eso el mundo anda tan mal…” Pinocho le inquiere: “¿eres tú mi conciencia?” En respuesta, el Hada Azul inviste a Pepe Grillo, tocándolo con su chispeante varita mágica: “serás la conciencia de Pinocho, señor guardián del bien y del mal, consejero en los momentos de tentación”.

pinocho
En la caricatura Pinocho de Walt Disney (1940), Pepe Grillo es nombrado por el Hada Azul la conciencia moral de Pinocho, el muñeco de madera que tiene conciencia en el sentido de sentir pero no tiene conciencia moral (lámina tomada de Debate).

Además de la conciencia moral, la edición del diccionario de la RAE de 1984 registra una acepción de conciencia más acorde con su sentido de autoconciencia: ‘propiedad del espíritu humano de reconocerse en todos sus actos, pensamientos y deseos, como agente de todos ellos’. Finalmente, en la vigesimosegunda edición de 2001 se consignan los significados de consciencia (en este caso con sc) como ‘conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones’ y ‘capacidad de los seres humanos de verse y reconocerse a sí mismos y de juzgar sobre esa visión y reconocimiento’. Se identifica el término como la capacidad de reflexión y reconocimiento de sí, propios de lo que denominamos autoconciencia. No es sino hasta esta edición de 2001 que se registran las acepciones relacionadas con el acto psíquico elemental de sentir y no necesariamente a la capacidad reflexiva del ser humano.

Estas acepciones se amplían en la vigesimotercera edición de 2014 del diccionario de la RAE, donde la voz conciencia remite a varios significados, que puedo resumir en tres principales: (1) el cognitivo: la capacidad del ser humano de conocer, reconocer, reflexionar, sentirse presente y relacionarse con la realidad; (2) el reflexivo: el conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones, el actuar con plena consciencia de lo que se hace; la actividad mental por la que un sujeto se advierte como diferente del objeto que conoce; (3) el moral: el conocimiento del bien y del mal o sentido ético que permite a la persona enjuiciar los actos propios y ajenos. De manera afín a este último sentido, el Diccionario panhispánico de dudas (2005) de la RAE consigna que conciencia significa “reconocimiento en ámbitos de ética y moral, o sea: conciencia del bien y el mal”.

conciencia mejor que mil testigos
Grabado de Concientia mille testes (“La conciencia es mejor que mil testigos”). En La doctrine des moevrs de 1646 (tomada de Wikimedia). Traducción al castellano del pie de figura: “Con su conciencia sincero/ Se alegra, y pone de acero/ Contra los vicios vn muro,/ Que quiere morir seguro,/Y assi viue bien primero”.

El artículo sobre conciencia elaborado por el filósofo marxista Étienne Balibar para el Vocabulario de las filosofías occidentales tiene 17 páginas y empieza así: “Aún cuando se ha forjado por filósofos, el concepto de ‘conciencia’ se ha vuelto absolutamente popular denotando ‘la relación consigo mismo’ del individuo o del grupo.” Es curioso que este capítulo favorezca de entrada la acepción de autoconciencia sobre el sentido más básico de conciencia como sentir o advertir (awareness en inglés) que implica desde hace décadas para la academia y el uso culto. Destaca este artículo la capacidad de testimonio interior que detectamos desde el siglo XIII, una especie de desdoblamiento entre un observador y una observación que, además de suponer una introspección, emite un juicio sobre lo que presencia. Este potencial desdoblamiento, este acompañarse a sí mismo, esta capacidad reflexiva del ser humano, es lo que permite la conciencia moral: el juicio del bien o del mal.

Pasando por alto la extensa tradición cristiana, Balibar hace mención que esta escisión tiene antecedentes en los héroes griegos que mantienen conversaciones consigo mismos como manifestación de ese “diálogo del alma con ella misma” que Platón definió como el pensamiento. El autor rescata un dato de interés cognitivo: para los estoicos la conciencia de sí no viene dada, sino que se construye mediante la concentración, la memoria y la recapitulación, procesos cognoscitivos y afectivos de la autoconciencia. Agrega que esta última asociación cristaliza en la Reforma de Lutero donde se subraya la “libertad de conciencia” de cada quien para juzgar en su “fuero interno,” lo cual constituye una reivindicación de la autonomía individual, que fuera tan esencial en la Reforma. En la última frase de su artículo, Étienne Balibar apuesta que el significado de los términos asociados en otras lenguas occidentales sólo podrá abordarse de manera transdisciplinaria.

La cuestión de saber qué sitio ocuparán las palabras y las nociones de conscience, consciousness y awareness, Bewusstein, Gewissheit y Gewissen, en el punto de encuentro de la filosofía, de las ciencias y de la ética, incluso de la mística, tanto en el lenguaje común como en las lenguas cultas, parece extremadamente abierta.


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