cuentos y narraciones

El regreso

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Agradezco a Mariana, editora de esta publicación, su amabilidad al permitirme publicar en este espacio un pequeño relato que es recuerdo de mis vacaciones familiares y mi infancia con mi papá, nostalgia del Pacífico mexicano y, por supuesto, de mi familia.


Él fue quien nos enseñó a divertirnos saltando olas. A cada uno de sus seis hijos nos meció en las crestas cuando éramos bebés. De su mano daríamos luego los primeros pasos sobre arena mojada, persiguiendo la marea necia que nos hacía perder el equilibrio en su empeño de alcanzar de nuevo la playa. Recuerdo las vacaciones como un paraíso en la costa donde cualquier aventura estaba permitida y nada costaba caro. La incomodidad del viaje en carretera casi se me olvida, camuflada por el recuerdo del sol en la mirada de papá cuando aparecían los primeros cocoteros, por su sonrisa húmeda de sal. En la tarde comprábamos helados y luego íbamos en coche hasta el otro lado de la bahía. Nuestra diversión era verlo perderse en el océano, entre bocazas con labios de espuma, para reaparecer cada vez más entusiasmado en medio de la superficie convertida de pronto en espejo. No le tengan miedo, insistía, sólo hay que dejarse llevar. Su juego continuaba hasta que caía la noche. Entonces nos invitaba a sentarnos en alguna terraza y, sin soltar el cigarro mientras picaba un bocado de pizza, nos iba explicando la forma de las constelaciones que señalaba con el tenedor.

Era un hombre aún joven cuando se fue, una tarde de viento y aguas revueltas. No desmentimos a los del Ministerio Público que nos miraban con lástima mientras escribían “ahogamiento en el mar” en la causa del deceso. No habrían comprendido un dolor tan feliz, la certeza de que papá había vuelto a su casa.


Tres relatos suaves de mi vida

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El mundo está lleno

El mundo también está lleno de pibitos[1] que tocan el timbre de una casa cualquiera y dicen: “Señora, yo le rompí el vidrio de la ventana”. Debe haber miles de esos pibitos por la ciudad. Y lleno de señoras que le dicen al kiosquero “me está dando el vuelto de más” –¡millones de esas señoras!–. Y está plagado el mundo de adolescentes que vuelven a la casa con el boletín lleno de aplazos[2] y se lo dan a los padres con la espalda derecha y la cabeza en alto pensando que mañana comenzarán a estudiar mejor. También en el mundo se hallan un montón de señores que ahora son grandes, pero cuando fueron pibitos volvieron algún día al quiosco del barrio a devolverle una golosina al kiosquero y decirle: “Tome, yo se la robe”. Se les puede ver porque brillan en la calle por la noche y en los pensamientos.

El mundo está lleno de personas que se levantan en una reunión de alcohólicos anónimos y dicen: “Soy alcohólico”. De restaurantes donde el cocinero le pone a la porción un poco más de lo que lleva como un regalo. Lleno de perros debajo de los pies de sus dueños porque los sienten tristes. Y de dueños que aprecian el gesto. El mundo está lleno de secretos defensores que se dejan pasar una vez por el delantero porque a éste le salen todas mal. Y de pibitos que, con el compañero más olvidado del curso, comparten la mitad de algo.

El mundo también está repleto de ellos, de quienes viven pero callan. El mundo tiene un silencio tan lindo que se deja oír más que las palabras.

juego de ninos
Imagen: Esther Gómez Madrid.

Todos los días tienen esos momentos en que patean el tablero

Todos los días surgen esos momentos en que se patea un tablero. En que el perro está persiguiendo a un gato, de repente lo acorrala en una esquina, se da media vuelta, se va y lo deja ahí, como diciéndose a sí mismo: “¿Qué estoy haciendo?”. Esos momentos que caen como una evolución de la situación, que son momentos que la situación que había estado madurando se desprende, momentos en que el señor que está en la esquina tocándole bocina a todo el mundo y alterando a todo el barrio, usando la bocina como un bombardeo sonoro de decibeles que van cayendo en momentos irregulares, deja de hacerlo, y no vuelve a tocar.

Esos momentos donde se calman los instantes, se dejan de mover para todos lados, y se van acomodando como adormeciéndose en la sucesión de los hechos en su justo espacio. En que el diez que va a jugar al campito y tiene a sus compañeros solos, y nunca da un pase a nadie pero de repente en vez de patear al arco, le pasa la pelota a un compañero y descubre que se siente mejor de ese modo, y también descubre que juega para eso. Encuentra, además, y de manera significativa, que hay otros en la cancha, no sólo él mismo, y sólo así descubre que hay otros en el mundo.

Una película

“Si uno mira la vida entiende que es una sucesión de escenas de películas”, dice la tía Marina. La vida está formada por retazos de fragmentos de muchas escenas de diferentes películas. Y de personajes de películas. Y agrega con entusiasmo, en el momento en que se le posa una vaquita de San Antonio[3] en el brazo: “Esta vaquita de San Antonio es un personaje de Pixar”. Y el grillo que hoy más temprano cantaba, escondido entre las cajas, es otro personaje quizás de Disney; hasta puede ser un personaje de Tim Burton, callado, sin cantar para que no lo encontremos escondido de nosotros.

vida
Imagen: Lisk Feng.

Una trama semioscura que termina mal, pero que en el fondo está bien. Ni hablar del colibrí, que baja siempre más allá en el jardín, revolotea entre las plantas: ¡es un personaje de Disney!, de alguna película de hadas para niños muy pequeños. Así también el gato que nos mira desde el tapial con la cola moviéndose nerviosamente, y un búho vigilando desde arriba de un árbol, que como toda escena nos ignora, a lo mejor son dos personajes de alguna de las películas de Harry Potter. Y el señor Picollo, el diariero que entrega los periódicos casa por casa montado en su alegría como un escudo, es un personaje de alguna comedia italiana, sin duda, o sacado de alguna película de Marcello Mastroianni. Y el vendedor de helados pasa como un actor de reparto del comienzo de alguna película taquillera de verano que transcurre en una playa.

“Sin duda, la vida es una serie de escenas de películas que se habita a sí misma en los detalles y está despoblada en los barullos de los extremos”. Decía la tía Marina esa tarde mientras tomábamos sol en su jardín.


Notas:
[1] “Niño” en Argentina.
[2] Nota reprobatoria en un examen (Argentina).
[3] También llamada “catarina” en México.


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La venganza de Arthur Conan Doyle

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Desde el momento en que maté a mi criatura, empecé a recibir esas malditas cartas. Primero me suplicaban como niños al pie de sus camas, como si yo fuese Dios Todopoderoso, para que cambiase el destino. Sin embargo, cuando se dieron cuenta de que no accedía a sus ruegos pasaron a amenazarme. Fue entonces cuando descubrí la ralea de mis lectores y cuánto daño había hecho creando a Sherlock Holmes. Mi madre me había advertido sobre el peligro que me esperaba si acababa la vida de Sherlock, pero jamás pensé que llegarían tan lejos. Se creían dueños del personaje y peor aun desafiaron las mismas leyes de la naturaleza proclamándome, muy a mi pesar, un dios capaz de quitar y dar vida de nuevo. Al final, después de una década de desprecios y amenazas, accedí. Resucité a su ídolo y asumí mi destino de pasar a la posteridad como un autor menor, carente de una gran profundidad intelectual en sus obras. Adiós a mis novelas históricas que me iban a convertir en el Walter Scott de principios del siglo XX. El cocainómano, extravagante y exhibicionista detective será mucho más recordado que yo; su padre, que siempre llevó una vida recta emulando a los griegos, mezclando la labor literaria con la práctica del deporte para dignificar mi cuerpo.

Nunca me perdonaron mis lectores. Y por supuesto, fue un gran error de mi parte presentarme en 1900 como candidato de la Unión Liberal. A falta de valor para enfrentarse a mí en la calle –sabían de lo que era capaz cuando boxeaba–, me retiraron su apoyo en las urnas. Así colmaron su venganza los muy mezquinos, sin importarles que se condenaban al mismo tiempo a ser representados por un candidato de menores atributos que yo. No le bastó a esa gentuza que les entregará la mejor de las aventuras del detective y de su amigo, el médico despistado, dos años después. Querían mi claudicación y última humillación.

Y como suele decirse, las desgracias nunca vienen solas. Al poco tiempo, se diagnosticaba la enfermedad mi querida “Touie”. A los dos años de la resurrección de Sherlock, moría ella de tuberculosis. Nada se pudo hacer, pese a ser tratada por los mejores especialistas. Incluso la llevé a Suiza, invocando un milagro que no llegó. Veinte años fue mi compañera. Lo soportó todo; mis depresiones por no poder hacer una obra grandiosa y las amenazas de los lectores. Siempre apoyó mis decisiones. Y pese a que ella también admiraba mi criatura nunca, absolutamente nunca, me hizo el menor reproche al respecto. Afortunadamente, el tiempo lo cura todo y así un año después ya me había vuelto a casar con Jean Elizabeth. Sí, las gacetillas de la época se burlaron del poco tiempo pasado entre la muerte de mi primera esposa y mi segunda boda. Incluso hubo quien citó los versos de Hamlet.

Sherlock Holmes
Imagen: Fantas y Mundo.

Y en efecto, tenían razón. Jean y yo nos conocíamos de antes, pero nunca fuimos amantes por respeto a Louise. De hecho, no me arrepiento de haber mantenido una relación epistolar y platónica con ella. Sin embargo, ni siquiera esta unión me sosegó. Peor aún fue cuando ella misma me confesó que había estado a punto de romper nuestra relación, cuando tome la decisión de tirar precipicio abajo al detective. Fue la mayor humillación de mi vida. Sentí como si ella me hubiera engañado con el otro.  Por eso tenía que vengarme, aunque fuese lo último que hiciese. Me enteré por un joven francés de las excavaciones que se estaban haciendo cerca de mi casa. El joven, dicho sea de paso, quería revestir sus aspiraciones místicas de cierta base científica, para explicar la creación de la tierra y la evolución del ser humano. Por ello estaba muy interesado en la paleontología, como si se pudiese llamar ciencia a tal charlatanería.

A partir de ahí mi cerebro se puso en marcha para idear un crimen que ni mi misma bestia fuese capaz de descifrar. Por supuesto, después de eso ya habría cumplido mi ciclo vital y no necesitaría seguir en pie más tiempo. De hecho, busqué una muerte digna al servicio de su majestad; en el ejército. Empero, los necios de la oficina de reclutamiento rechazaron mi solicitud por tener 55 años. Me jubilaron sin derecho a objeción, pese a que me seguía manteniendo fuerte y mi voz aún era clara y firme. A cambio, para halagarme, me dijeron que sería más útil haciendo propaganda para el esfuerzo de guerra, como el actor cobarde del bigotito.

Pese a todo, hice lo que hice por Inglaterra y porque al consolarme yo de esta forma ayudaba a mi hijo en el frente. Sin embargo, ni todo mi esfuerzo propagandístico pudo impedir que Kingsley también enfermara y muriera a falta de dos semanas para el final de la Gran Guerra. Al intentar alistarme en 1914 buscaba secretamente protegerlo, pero también deseaba una muerte digna. Ese día la encontré bajo la más dolorosa herida que pueda soportar un padre. Me alegro de que “Touie” no haya tenido que pasar por ello.  Dios quiso, sin embargo, proporcionarme un consuelo en mis últimos años y me permitió ponerme en contacto con ellos a través de mentes claras. Mediums les llaman y en efecto son un medio de comunicación incluso más potente que el teléfono, ya que si éste lleva la voz a través de las distancias, estos en cambio trasponen la frontera más inescrutable de la humanidad. Tanto así que sólo un hombre ha podido cruzar la vida y la muerte a su voluntad. Cierto es que se trata de una comunicación unidireccional y fragmentaria, pero no todo se puede tener en esta vida. Pese a mi impostura, no creo ser digno del castigo de no reencontrarme con ellos y, por otra parte, me alegro de que la policía no crea en estos medios de comunicación porque si no me llamarían de mi otra morada para declarar.

Arthur Conan Doyle
Arthur Conan Doyle (Fotografía: Revista Cactus).

Theilhard se llamaba el joven francés que me descubrió involuntariamente las excavaciones de Charles Dawson. En realidad, lo hizo en una posada mientras que hablaba apasionadamente de los avances de Dawson. Estaba tan ensimismado en su conversación que ni siquiera se dio cuenta de que me encontraba a su espalda. A mí siempre me ha parecido una payasada esa pseudociencia llamada paleontología, pero había algo en la verborrea de ese francés que no se podía negar. Puesto que el ser humano llevaba miles y miles de años pisando la tierra, donde si no en Europa y más concretamente en Inglaterra, se podrían encontrar los restos más antiguos de nuestros antepasados. A fin de cuentas, esta región del mundo era la más avanzada y próspera y eso no se podía deber a otra cosa más que, al estar más tiempo en la tierra, los habitantes de este continente y más concretamente de estas islas que habían desarrollado antes su ingenio e inteligencia, que a la postre nos permitiría dominar el mundo.

El hecho de que hubiera otras culturas poderosas antes que la nuestra, sólo se podía deber a la falta de medios de comunicación, que nos mantenían en un maravilloso aislacionismo como diría Lord Palmerston. No obstante, una vez que nuestras islas se quedaron pequeñas para nuestras necesidades y que hubo que luchar con los demás por nuestro espacio y materias primas, fue cuando prevalecieron nuestros ingenios y habilidades milenarias. Primero nos hicimos los dueños del mar derrotando a la armada española y, a partir de ahí, conquistamos el mundo entero. Nunca nación alguna ha poseído colonias en todos los continentes a la vez y nunca se repetirá esta situación.  Y, por supuesto, si se encontrasen los restos de este Adán primigenio no podrían tratarse más que, de los restos de un hombre, ya que como la propia Biblia lo menciona, primero fue el varón. Digan lo que digan las locas sufragistas. Pero una cosa es eso y otra muy distinta el excavar al azar en busca de un ser mitad hombre mitad mono, del cual, según dicen las petulantes teorías modernas, descendemos. Estos charlatanes se atreven a dictaminar la edad de la tierra en millones de años a través de procesos ridículos.

Theilhard de Chardin
Imagen: eBay.

No obstante, esta noche me vengaré tanto de esos payasos como de mi propio personaje que me apartó de la gloria literaria y me convirtió en un mero escribano de unas investigaciones que, sin carecer de ingenio, no revisten ninguna profundidad intelectual ni aportan interpretación alguna de los pasajes claves de nuestra historia. Tengo en mis manos este cráneo que encontré en Escocia, en un paraje olvidado de la mano de Dios, y tengo también esta mandíbula de un primate que me trajo un amigo tras vivir varios años en Kenya. He trabajado durante meses limando la mandíbula para que encajase a perfección en el cráneo, he igualado los colores de ambas partes con el fin de que parezcan una sólo pieza. Finalmente, ya sólo me queda retornar esta noche al lugar de las excavaciones y, cuando ya no haya nadie, depositar en el suelo mi engendro y cubrirlo con un poco de tierra en alguna zona donde ya se haya empezado a remover, para evitar levantar sospechas.

Después de esta noche, los incrédulos creerán que han encontrado el eslabón perdido y se precipitarán en llevarlo al museo como prueba del triunfo de la ciencia sobre la religión e incluso hablarán de una era dawsoniana, pero toda esa autocomplacencia se desvanecerá como un zucarillo en una taza de té cuando se descubra, muchos años después espero, la impostura. Y ya para entonces todos los implicados, salvo quizá el joven Theilhard, estaremos muertos, por lo que será más difícil, aún si cabe descubrir al criminal. Quizá lleguen a sospechar de mí. A fin de cuentas, mi rechazo a la paleontología y el hecho de que viva cerca de las excavaciones me convierten en sospechoso. No obstante, también lo será el propio Dawson al que se le puede acusar de buscar la gloria, o quizá alguno de sus enemigos, por no citar al mismo Theilhard. Es decir, seremos legión, y como la ciencia no tiene los elementos necesarios para discernir la autoría del crimen, la impunidad perseverará. Habré cometido un fraude que ni siquiera el mismísimo Sherlock Holmes podrá descifrar.


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Mi escudo favorito

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¿Te escondes para decir lo que piensas o para hacer lo que quieres?

Es más fácil opinar y actuar si nadie sabe quienes somos.

Detrás de un seudónimo, una máscara, una puerta, un teléfono, en línea…

Si no tuviéramos ese velo protector, ¿nos portaríamos igual?

Denunciar algo de manera anónima puede servir para proteger nuestra vida, pero atacar algo o a alguien sin estar en peligro y sin dar la cara ¿tiene algún sentido?

Quien no tiene miedo a las consecuencias generalmente dice lo que piensa y hace lo que quiere, pero quien tiene miedo rara vez lo lleva a cabo o de manera anónima.

Entonces, ¿el anonimato alienta a las personas a portarse mal o revela cómo las personas elegirían actuar todo el tiempo si pudieran?


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El hombre a quien no le entraba un problema más

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A ese hombre no le entraban más problemas, lo había dicho él, lo había dicho claro, ya no le entraba un problema más, un solo problema más. Claramente lo había dicho, en más de una reunión, de amigos, de consorcio, en las fiestas, en los viajes. A los que lo paraban para contarles algo. Les decía: “Chst chts, no me entran más problemas”. Le apodaban el loco del barrio. El hombre andaba con medias, una de cada color y ojotas arriba de las medias. Pantalón roto en la parte de la cola y quemado por el calefón, arriba del pantalón, un calzoncillo. Camisa de vestir, mitad puesta, mitad salida para afuera. Arriba de la camisa una camiseta blanca de las que estaban agujeradas en el torso. Barba de varios días sin afeitar, escarbadientes en la boca, lapicera en la oreja, diario recién comprado abajo del brazo, y dos valijas que estaban a medio cerrar y llenas de cosas.

Y así andaba por la ciudad. Cualquiera que lo veía pensaba que ese hombre estaba lleno de problemas. “Pobre hombre”, decían al verlo, “está lleno de problemas”. Lo veían lleno de problemas en la ropa que tenía puesta, en el modo de ponerse la ropa, en las valijas que llevaba, en el modo en que caminaba. El hombre caminaba muy lento, como yendo a ningún lado mirando las plantas y los pájaros. Y cada tanto hacia algún comentario sobre algún brote nuevo, o alguna nueva actitud que le veía a los pájaros. Generalmente hablaba con ellos y con las plantas. La gente cuando lo veía decía “ese hombre tiene muchos problemas, pobre”.

problemas
Imagen: Mr. Bob.

“Y claro” –comentaban los que solían saber de las cosas–, “cuando uno está lleno de problemas, los problemas se acumulan encima de uno (como a ese hombre), y lo aplastan”. “Ése es un hombre aplastado por los problemas”. “Él no lleva a sus problemas, los problemas lo llevan a él”. Pero el hombre lleno de problemas sonreía, andaba por la calle y sonreía. Y hablaba a veces en castellano, a veces se le daba por hablar en un idioma raro, medio inentendible, a veces bufaba como un caballo, y a veces se quedaba en el banco, tirado al sol, horas y horas. “Lleno de problemas”, decía un amigo que lo había conocido de otra época. “En un momento no le entraban más problemas”, decía el amigo, “le había entrado tantos que ya no le entraban más”.

Llenó el cuerpo, la ropa, el pelo, las valijas, los pensamientos de problemas. Llenó hasta arriba como se llena un recipiente de agua, que llega al tope, y cuando llega al pico, se rebalsa, así se rebalsó él. Ése es un hombre al que no le entraron más problemas. Y cuando no le entraban más problemas se ajustó solo, bajó hasta el máximo, ya no rebalsó más. Pero quedó al tope de problemas, al máximo. No le entra un problema más. Por eso lo ven así, problema nuevo que aparece, él no lo agarra, porque no le entra más. Nada más. Ni uno más.

Ver al hombre que no le entraban más problemas en la calle era una imagen impactante. Era como si un tipo hubiese chocado con un ropero, con una oficina y una casa de valijas, todo junto, y hubiese quedado eso, una pila de ropas, papales, y bolsos, como tirados o puestos arriba de un hombre. El hombre estaba debajo de una montaña de cosas. Era un monumento al desorden. Muchos ordenados lo iban a ver para descansar de sí mismos, y se daban cuenta de que la visión de ese hombre extrañamente era relajada.

Pero la gente seguía comentando que a ese hombre no le habían entrado más problemas. Ya está lleno; hasta arriba de problemas y no le han entrado más.

Y por ahí se cruzaba a un hombre prolijo, de traje, todo arreglado, acicalado, planchado, que pasaba al lado de él, con cara seria, teléfono en el oído, apurado para acá o para allá. Y decían, “ése es un hombre sin problemas. El otro está lleno de problemas”. Pero lo extraño es que no estaba claro de cuál se hablaba.

el hombre con problemas
Imagen: Emanuele Ronco.

El hombre lleno de problemas hasta el tope generalmente hablaba con animales, y con los perros que lo seguían, pero ya estaba lleno de perros y tampoco le entraba un perro más. Este hombre tampoco solía hablar mucho con personas. Y si alguien lo paraba para algo, por ejemplo, para preguntarle dónde quedaba la plaza principal, les respondía: “Su problema no me lo pase, a mí no me entra un problema más”. Y si recibía visita para algo, simplemente decía, “No, no, estoy lleno, no me entra más”. Así que, de poco a poco, al hombre lleno de problemas le fueron dejando de hablar. De golpe los problemas viejos se fueron gastando, cansando y yéndose.

Los problemas se van con el tiempo, como si un día llueve, otro día deja de llover. Y los problemas nuevos no fueron llegando porque él ya no recibía más problemas y en poco tiempo pasó a estar hasta tres cuartos de problemas. Él lo sintió en el peso de cómo caminaba o las cosas que podía ver. Después se dio cuenta de que tenía la mitad de los problemas. Y, luego, sólo un poquito de problemas. Hasta que en un momento se levantó totalmente liviano, pensando en nada, y se dio cuenta, él, solo nadie más, que estaba vacío de problemas. Y así fue que el hombre que estaba lleno de problemas para todos, en realidad estaba vacío de problemas. Y lo más interesante para él es que no le entraba un problema más. Porque cuando uno se vacía de problemas, hay un momento en que ya no toma más problemas en su responsabilidad, son difíciles de cuidar, ocupan mucho espacio, y tarde que temprano, ciertamente se van, por más que uno los quiera agarrar.

Y así andaba por la calle el hombre vacío de problemas, mientras el mundo pensaba que no le entraba un problema más. Tenían razón, no le entraba un problema más.


La reciente publicación del autor: Pérez y otros relatos de humor (editado por Círculo Rojo).


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Cuatro relatos cortos sensoriales

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Lo que se ve

No se veían, se hablaban pero no se veían, en ese lugar las voces habían empezado a venir desde la nada, desde el aire, desde el silencio. ¿Cómo había pasado? No saben si de golpe o paulatinamente. Hacía años que ellos no se miraban a sí mismos, sino que miraban a los otros. Era algo más raro porque miraban a los otros, pero no los miraban ni los veían, en realidad miraban lo que querían. Y así, de no mirar sino mirar lo que querían, ya no veían, ni a los otros ni a sí mismos. Y en cierto momento se dieron cuenta de que ya tampoco miraban nada, y como no miraban nada, no veían nada. Y así fue como se encontraron con que no se veían, eran voces que iban al aire, y cuando profundizaron un poco más se percataron de que como no escuchaban después de un rato, ni su propia voz ni la de los otros, no se escuchaban más. Eran sensaciones en el aire. Fue el sabio que al pasar por la ciudad les tuvo que decir, pues nadie sabía lo que ocurría ni cómo les había sucedido eso.

Un día juntó todas las voces en la plaza y les dijo que no se veían ni se escuchaban, porque lo único que hacían era mirar a los otros, y mirando a los otros se miraban a sí mismos, miraban lo que querían de los otros.

La verdad era que habían dejado de ver a los otros y a sí mismos; habían dejado de ver todo. Y en poco tiempo el sabio empezó a escucharlos, y como los escuchó se escucharon, y al escucharse, por eso escucharon a los otros, y así, todos se volvieron a ver.

ojos relatos sensoriales
Imagen: Julian Ardila.

Los ojos

Increíble, de los ojos les habían salido unas especies de lentes enormes, tipo largavistas, mezcla con telescopio, microscopio y mira telescópica; mezcla también de anteojos infrarrojos y lentes de sol. Estaba el cuerpo de ellos, los ojos, y adelante todo un aparato que era del tamaño de ellos mismos pero un poco más adelante. Y esos aparatos que le habían salido de los ojos, mezcla con todas esas cosas, tenían patas mecánicas y podían caminar. Los llevaban donde querían. Así que ellos iban a donde querían ir esos aparatos que les habían salido de los ojos. Y también tenían unas manos mecánicas y agarraban lo que querían. Así que las personas que habían quedado atrás de esos ojos gigantes ya no tenían acción ni voluntad, se dirigían en dirección de donde querían ir esos súper ojos que todo lo veían a la distancia y a la cercanía. Las cosas muy grandes y las muy pequeñas, lo muy visible y poco visible.

Empezó como todo lo que se pasa a sí mismo, aumentando poco a poco sin que nadie se dé cuenta, y terminó mal como todo lo que se excede. Las personas ya no tenían a esos súper ojos a su servicio, ahora ellas estaban al servicio de esos súper ojos. Era un mundo que tenía pares de súper ojos gigantes con una persona atrás que andaba por todos lados. La gente todo lo miraba, todo lo veía, pero ya no vivía. Y quienes habían pasado por otras ciudades decían que habían visto todavía ojos más grandes, de 10 o 15 metros, que arrastraban una pequeña persona atrás. Y así, habían empezado a mirar demasiado a los otros.

ojos
Imagen: Leslie Rosique.

Bochinche

Lo decía claro y lo decía siempre, tenía bochinche en la oreja, en la oreja le habitaban ruidos, onomatopeyas, gritos, frenadas, puteadas, corridas, murmullos, llamadas, señalamientos, ruidos tecnológicos, ruidos de computadoras y teléfonos. Le habían entrado de tanto hablar, y se le habían quedado ahí. No podía escuchar a nadie porque lo único que escuchaba era el bochinche que tenía en la oreja. Y cuando alguien lo veía tampoco podía escuchar nada porque lo único que se escuchaba era el bochinche que llevaba sobre sí.

Le salía de la oreja y se escuchaba cuadras y cuadras. Parecía una fonola esa oreja, un bafle, un viejo grabador de escuela con el himno sonando. Se escuchaba venir a lo lejos porque se escuchaba el sonido que le salía de la oreja, y parecía que venía una manifestación con bocinazos, pero era él, con su bochinche. Todos le huían porque con ese bochinche no se podía escuchar nada ni hablar tampoco.

oreja relatos sensoriales
Imagen: Ricardo Mapurunga.

Zumbidos

Todo empezó con un zumbido y hasta la oreja le llegó un zumbido, él cree que de un mosquito porque le prestó demasiada atención, de modo que éste se dirigió hasta su oreja. Por eso aumentó el sonido hasta convertirse en un zumbido de una abeja, y como ahora la atención se volvió en preocupación, intensificándose más la atención hacia él, el zumbido incrementó tanto que se transformó en el zumbido de un abejorro.

Después, cierto zumbido desperfecto de otro planeta, percibido por un alguacil que le prestó una atención extraña, bajo tensión crítica, aumentó mucho más hasta volverse el zumbido de un ruido de motor de un avión. Y como miró para arriba y no lo vio, pero vio que se movían las hojas, entonces se convirtió en el zumbido del viento.

Finalmente, cuando miró bien, ese zumbido de avión, del viento, y que estaba saliendo del mosquito que se encontraba parado al lado de él, del que venía el primer zumbido, pensó que todo eso no podía estar en el mosquito sino adentro de él, pero que él se lo había adjudicado al mosquito. Entonces se concentró en el mosquito y ese tenue zumbido, el inicial, el primero, volvió a sentirlo en el mosquito.


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Toto y los nuevos saludos en la ciudad

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Esa mañana cuando Toto salió a la calle, se encontró con que la gente se saludaba distinto. Al célebre saludo de cabeza de algunos vecinos que hablaban el idioma de cabeza, y saludaban con un cabezazo para abajo, como si estuvieran metiendo la pelota de pique al piso, lejos del alcance del arquero. O el cabezazo altanero de algunos otros con un cabezazo para arriba, como si peinaran la pelota para atrás, lo habían sustituido por otro tipo de saludo. A veces la gente se cansa de estar mal, parece increíble, parece que no, pero hay momentos en que la gente se cansa de estar mal. No lo nota porque parece que uno tiene una reserva para guardar penas y problemas de un tanque de agua de ciudad, pero hay veces que la gente nada más se cansa, y cuando eso pasa, es como mágico, deja de estar mal, por más que esté todo mal. La imagen es de un día soleado con pájaros cantando en la mente, y tormentas y huracanes afuera.

Bueno, parecía que la gente se había cansado de estar mal, porque el primer saludo que escuchó en la esquina, entre dos vecinos que se cruzaron de golpe, que se conocían de toda la vida, pero que se saludaron como si fuera la primera vez que se vieron: “Hola, ¿cómo le va? Soy Mirta, me gusta hornear pan tanto como si uno fuera a hacer un mundo completo de pan. Escuchar de vez en cuando ‘Soy pan, soy paz, soy más, de Piero’, y meterme suavemente en el ritmo bajito de la canción y quedarme ahí. Y comprarme cada tanto en cuando una planta, a la que le hablo y la pongo en el patio como si fuéramos amigas de toda la vida, y le pongo nombre y apellido y la llamo por su nombre y apellido”.

Luego, el que le respondió como una cosa que recién se encuentra en el mundo fue Ermundo, el arisco Ermundo, el que no le hablaba a nadie.

un nuevo saludo
Imagen: Local Love.

“Hola Mirta”, le dijo, “soy Ermundo, me gustan los pájaros, cuando los veo que vuelan yo vuelo con ellos, y me tiro en una pileta a la tardecita así como si estuviera tirando todo mi mundo a la pileta, la casa, el sillón, el traje, el portafolio. Me gusta también cómo sale la pasta de dientes cuando la aprieto como si no fuera la pasta sino el cremoso genio de la pasta de dientes, y el solecito en algunas cuadras, entre sombras, que calienta la espalda, como un ser que lo va siguiendo desde arriba de los árboles apurado y preocupado de darse esos masajes calóricos”.

Y siguieron, cada uno para su lado. “Upa, upa, upa”, se dijo Toto. ¡¿Qué pasó?! Tres upas para Toto era mucho upa, generalmente los asombros de Toto eran habitados por un solo upa o como mucho dos, ¡pero tres! Y se sorprendió Toto, que de escuchar eso le cambió el día.

Pero lo que vino después le sorprendió aún más. A media cuadra de él, de frente, venían Jesale, el viejo Jasale, y la doctora, la odontóloga Mechese, que se odiaban, eran mal llevados los dos, y habían intranquilizado más de una tarde de barrio con sus discusiones sin sentido por cosas menores de vereda y sus gritos. Eran como dos Demonios de Tasmania que se levantaban a la tardecita cuando todos estaban cansados y querían acompañar al día en su bajada suave, y enredaban al barrio con sus gritos y berrinches. De frente los dos, a punto de cruzarse, Toto se imaginó dos locomotoras chocándose, pero aquello que vio lo dejó con la boca abierta.

“Hola, soy Machese, me gusta reventar las pelotitas de aire de los envoltorios y me imagino que como algo tan simple, así empezó el Big Bang; me gusta los pies descalzos sobre la baldosa en primavera, y mojar el pan en lo que queda de tuco en la olla como si fuera una gigante que se asoma a la olla”. “¿Cómo le va buen hombre?”.

Y el viejo le dijo: “Soy Tritico, me gusta ver cómo hacen las cosas los horneros con cierta gracia y cierta determinación. Cuando aparece el colibrí, que aparece y desaparece como si se perdiera en el aire y después se encontrara de nuevo y viajara en el tiempo. Y me gusta ver que un pájaro persiga a una mariposa, pero no la alcance, porque eso significa que todavía hay pájaros y también muchas mariposas, e incluso, ¡que todavía pueden hacer sus cosas!”. “Que tenga un buen día”, dijo el viejo y siguieron los dos por su vereda… Y extrañamente Toto vio cómo sus figuras se ampliaron y agrandaron.

toto y vecinos
Imagen: Nishant C.

No pudo pensar mucho en eso porque enseguida le tocó a él. Es decir, aparecieron casi a la altura de su cadera y cuando bajó la vista, estaba la señora de Marino, la vecina de toda la vida, con quien tantas veces habían tomado mates en su casa y lo había mantenido al tanto de todo lo que pasaba en el barrio. “Soy la Chilina, me gusta ver cuando los cachorritos duermen, sueñan y hacen ladriditos suaves, en tono bajo, casi para sí mismos, como dentro del sueño, como medio apagados, y fantaseo con meterme y seguir a esos ladriditos en mi mente hasta imaginar a dónde me llevan. También me gusta cuando pasa un panadero en medio del cielo, solo, en el aire, como un océano inmenso, como un navegante –vaya a saber en qué mares de aire–, y se aleja con ese espíritu de esponja. Y las cosas esponjosas, la torta bien esponjosa, que cuando uno la corta, el cuchillito se cae solo adentro de la torta y da la impresión de que esa esponjosidad detendría cualquier caída”. “Un gusto señor”.

Y de golpe, en un mundo nuevo, con una lógica nueva, con una manera nueva, a Toto le vinieron varias imágenes. Primero comenzó diciendo –y lo dijo poco a poco–, buscando adentro de sí mismo y sacando con tirabuzón de alguna historia pasada de su mente. “Soy Toto, me gustan los goles de mis equipos en los últimos minutos, y la alegría de la gente cuando algo le sale bien, cómo se hacen los hoyuelos en los cachetes cuando alguna persona sonríe; esas personas que dan vueltas caminando en la tardecita y que disfrutan de la caminata, como si en la ciudad ellos habitaran solos; me gusta el olor a plástico nuevo de las zapatillas que a uno lo lleva a pensar que han cambiado el mundo u lo han hecho nuevo. Y me gusta el humito que sale del mate cuando está bien hecho, el primer mate que uno se va a tomar, con mucha azúcar y con tanta concentración, que no parece que uno se toma el mate, sino que el mate lo toma a uno”.

Y siguió con un torrente de cosas que le gustaban, que las había olvidado o ya no las veía, que no pudo parar y que le recordaron tanto a él, y le presentaron tantas regiones de él mismo que ya no se daba cuenta que visitaba todos los días. Y cuando miró a la vecina, ella ya no estaba más, con una palmadita de saludo se había ido. Entonces, se quedó pensando en él y en los otros; en las cosas que la vecina le dijo que le gustaban, dándose cuenta de que a él también le gustaban esas personas que había encontrado; que le gustaban los pequeños detalles casi insignificantes de las cosas, y que a todos en algún momento nos gustan los pequeños detalles. Y que tenía razón esa frase tan dicha, de que Dios estaba en los detalles.


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Lamento de un boxeador

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Para mí, que nunca le había tocado a alguien que golpeara tan recio como yo. Está mal que yo lo diga, pero es verdad. Me podrán ganar por puntos y por una mejor técnica, pero antes tendrán que resistir la potencia de mis puños. Yo pensé que como el británico era más alto que yo, saldría a correr al ring intentando mantenerme a la distancia con sus brazos más largos. Pero me equivoqué. Cuando vi su foto meses atrás también erré. Pensé que era muy feo, cosa que saltaba a la vista con sus orejas a lo Dr. Spock, y que lo derrotaría en el primer asalto. Acababa de ganar el campeonato del mundo derrotando por puntos a un paisano y creía que todo sería fácil.

Tony Lowell era alto, pero muy delgado. Sus piernas eran dos palillos que, de forma inverosímil, sostenían todo su cuerpo. Siempre me pregunté qué motivación podía tener una persona de un país rico para andarse dando de chingadazos con desconocidos. Quiero decir, él podría haber llevado una vida digna ejerciendo cualquier oficio. Supongo que le gustaba mucho el boxeo. Para mí, en cambio, las peleas fueron la única forma de salir del barrio, de mi casa con mi padre borracho y violento. Por ahí andan diciendo que lo hice para protegerme de los ladrones después de haber huido de casa, pero lo cierto es que yo sabía que era la única forma de prosperar sin meterme en negocios sucios. Ni modo, como futbolista no valía para un carajo. Por eso me hice boxeador. 

lamento de boxeador
Imagen: Zazzle.

La pelea era en Los Ángeles; el patio trasero de México en términos de afición. Yo me sentía en la Arena México. Incluso, luego me contaron que un miembro del cuerpo técnico de Lowell recibió, cortesía de un paisano, el impacto de una bolsa de agua de riñón como manda la tradición. Él salió como todo un fajador sin dar ni pedir tregua. Se me pegó como una lapa y empezó a trabajarme el cuerpo. Ocasionalmente me lanzaba un golpe curvo a la cabeza. Uno de estos me impactó en la ceja y me produjo un pequeño corte. Mis asistentes estaban asustados. El doctor logró parar la hemorragia, pero todos tenían miedo de que resurgiese con mayor violencia y que el árbitro acabase descalificándome. No se puede pelear si no se ve y lo molesto de las heridas en la ceja es que la sangre invariablemente corre hacia abajo para cegar temporalmente al boxeador.

Sin embargo, mi contrincante era muy noble; demasiado quizá. En lugar de refregarme el pulgar en la ceja para reabrir la herida, como hacen los demás, continuó peleando como si no se hubiese percatado de mi debilidad. Los primeros seis episodios fueron una pesadilla. Parecía que nuestras cabezas estuvieran pegadas. No había forma de quitármelo de encima. Al final del segundo asalto lo tuve a distancia una fracción de segundos y conseguí conectarle un buen recto a la mejilla. Se tambaleó ligeramente, pero volvió imperturbable a la carga. En el séptimo round, Tony, mi contrincante, empezó a notar el cansancio. Ya no me arrinconaba con tanta facilidad. Por fin pude empezar a soltar mis mejores golpes.

Los aficionados se dieron cuenta de que la pelea cambiaba y enfervorecidos empezaron a gritar “México, México…”. No pararon hasta varios rounds después. El noveno asalto marcó el principio del fin. Para entonces ya le había trabajado lo suficiente el cuerpo y empezaba a faltarle el aire. Se me quiso acercar, pero lo paré en seco con un uppercut a la mandíbula. Pensé que ahí se terminaba todo. Pero no habían pasado dos segundos de la cuenta del referee cuando ya estaba en pie dispuesto a seguir el combate. Incluso parecía enfadado por su despiste. Finalmente, llegó el fatídico duodécimo round. Para entonces, yo ya podía bailarlo y Tony Lowell apenas conseguía acercárseme. De hecho, cuando eso ocurría era porque yo lo permitía. En esas ocasiones, intercambiábamos nuestras gotas de sangre y sudor y sentía su jadeante aliento en mi hombro.

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Imagen: Charlie Davis.

Pese a su cansancio, Tony seguía soltando golpes y su voluntad no había disminuido. Avanzaba. Avanzaba sin importar cuán duros fueran mis golpes. Yo también estaba cansado. Quería acabar lo más pronto posible. De pronto, cuando estábamos enzarzados en el centro del ring dimos un medio giro como si fuéramos una pareja de baile y, al acabar el movimiento, me desprendí y lo conecté con un recto de derecha en la mandíbula. Por primera vez en toda la noche sentí cerca el fin. Esta vez, le costó levantarse, pero su mirada mantenía ese brillo de determinación que no lo abandonó en toda la pelea. Nos juntamos en el centro del ring. Sabía que la próxima sería la última andanada por lo que no quería precipitarme. Dejé que me conectara un jab y que se acercara. Cuando lo tuve a distancia disparé mi golpe; un recto que estalló en toda su cara y produjo su última caída. Ahí terminó todo. El árbitro me declaró vencedor y mi utillero me levantó en hombros para escenificar mi entronización.

Desde arriba vi al padre de Tony, que era también su entrenador, alarmado intentando reanimar a su hijo que ya nunca despertaría. También desde arriba los vi por primera vez. Los aficionados no venían a ver a dos boxeadores practicando el arte de la defensa. Lo que buscaban era la sangre; la tragedia. Para ellos, tan sólo éramos gladiadores y uno tenía que morir. Después de eso, perdí el interés por el boxeo. Hice unas 10 peleas más con división de resultados hasta que un boricua me partió la cara y dije: “No más”. Ya no pude volver a pelear igual. Cuando le estaba dando una putiza al rival me venía el recuerdo de Lowell e instintivamente aminoraba el castigo. Cuando era yo el que recibía los golpes, me invadía el miedo a que se repitiera la historia, pero conmigo noqueado. Cuando empezaba mi carrera, creía que llegaría a las 100 peleas como los más grandes. Después de pelear con Lowell me centré en conseguir lo suficiente para poder vivir cómodamente y abrir mi propio gimnasio.   

Yo lo maté. Por supuesto, no quería, pero el resultado es el mismo. Pasaron 50 días desde que cayó hasta que murió. Pasarán más de 50 años y yo seguiré recordando el momento en que mi rival cayó como un árbol derribado en el centro del ring. Los doctores dicen que lo mató la fragilidad de su cráneo; que de no haber sido en esta pelea habría sido en la próxima. Hoy no le habrían permitido pelear. Tenía más de 150 combates entre profesional y amateur. ¿Por qué chingados tuvo que ser en mi pelea?


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