Pensar números para muchos da escalofríos. La sociedad enseña a temerles. Son como esos alacranes ponzoñosos que si te pican te duermen: los números a casi todos apendejan. Sólo algunos (los elegidos al parecer), los inmunes a su veneno, traspasan el umbral. Dicen los que ya lo han cruzado que una vez pasando al otro lado te enamoras de ellos, y entonces siempre vivirás pensando a través de ellos. Es como si los números te poseyeran. Algunos sabios argumentan que así surgen las grandes mentes, mentes lógicas, mentes numéricas, LAS MENTES.
Mi padre fue ingeniero, se llamaba Werner Rettig Martorell e impartía cálculo diferencial e integral; sus alumnos le decían Piskunov. Se hizo conocido dentro de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Guadalajara no porque, en los años setenta, participó junto con el ingeniero José del Río Madrigal en la creación de la carrera de Ingeniería en comunicaciones y electrónica, ni porque tuvo un cargo dentro de ésta; no, su fama se debía a los números. Sus estudiantes lo llamaron Piskunov gracias al autor del libro que en aquel entonces la editorial Mir Moscú distribuía en México. Ese sobrenombre ruso hacía aún más ajena su persona a los estudiantes. Fue como añadir una distancia extra a sus ya tan extraños apellidos y nombre.
Primera clase de biología, Preparatoria Vocacional de la UdeG. Nombran lista. “¿David Rettig?” dice sorprendido. “Sí profesor”. “¿Qué es de ti Werner Rettig?”, “mi padre”, … “Salte, estás reprobado. Él sabrá por qué.”
Ésa fue la primera vez que me topé de frente con la fama de Piskunov. Nunca convencí al maestro de reintegrarme al curso, busqué a mi padre y le pregunté quién era y qué le había hecho. Sonrió y me dijo: “qué bueno que no te dará clase, te hice un favor. Busca otro maestro”.
A partir de ahí quise conocer las historias de mi padre y su fama como maestro. Entonces trabajaba en la librería que mi madre tenía en esa misma Facultad, en ese espacio en el que conoció al ingeniero Rettig. Fue ahí donde aproveché para hurgar e hilvanar su historia. Yo no vivía con él desde los dos años y cuando lo veía no me alcanzaba ni la energía ni el ánimo para preguntarle mucho. Regularmente yo estaba nervioso, pues la primera pregunta era “¿cómo vas en la escuela?” (nunca fui un alumno ejemplar), y las visitas a mi padre, que había virado a ser homeópata, duraban igual que una consulta.
Piskunov paraba a sus estudiantes frente al pizarrón para hacerlos resolver problemas. Inquisitivo preguntaba y hacía que se reformularan tanto los problemas como sus propias vidas. Cálculo diferencial e integral los llevó a elegir varios caminos: muchos cayeron en crisis nerviosas y lloraron, otros se fueron; algunos otros, dicen, permanecían en la línea y se volvieron ingenieros. No sé cuántos biólogos, taxistas y comerciantes fueron producto de las drásticas maneras que mi padre tenía para enseñar matemáticas.
Pero mi padre no tuvo nada más mala fama. Sus historias eran de amor y odio. También en esa preparatoria y un par de años después, ya en último semestre, un maestro de química, al ver mi nombre, me preguntó qué era yo de Werner; pensé que sería sentenciado y junté al “es mi padre”, un nervioso y sentimental “pero no vivo con él, es más, acaba de morir”. Ese maestro me tomó del hombro y me dijo, “cuánto lo siento…era una persona espectacular”. Me contó cómo eran sus clases: si no razonabas estabas fuera.
Fue en la preparatoria que tomé gusto a las matemáticas, tanto que llegué a dar clases de álgebra a mis compañeros que se iban a extraordinario. Mi gusto inició con un maestro espigado, casi de figura quijotesca, que trataba los números con el candor que yo entonces quería tratar a mis compañeras. Además de tener a ese profesor, aprovechaba la librería de mi madre que siempre tenía algo que podría guiarme. Cuando le dije a mi madre que quería estudiar arqueología me visitó un ingeniero al día con el cometido de convencerme de no cometer tan fatal error. Desde entonces los números quedaron guardados en mi memoria como una historia y siempre asociados a mi padre y a un buen maestro. Claramente en la carrera pocas materias tenían números. En México y probablemente en el mundo existe una escisión entre las humanidades y las letras, así se han configurado las falsas fronteras del conocimiento.
Pero la vida y el tiempo dan lecciones y virajes inesperados. Desde hace un par de años colaboro en un grupo de investigación de una empresa (Lecto), que está empeñado en cambiar la noción social que venimos arrastrando sobre las matemáticas, la lectura y su enseñanza. El problema es de raíz, es cultural. Ni las matemáticas ni la lectura son para pocos, simplemente son mal enseñadas. Desde niños se nos enseña que los números son esos alacranes y en vez de admirarlos los queremos exterminar o simplemente alejar. Y de las letras qué decir, ya hasta la campaña de Librerías Gandhi nos muestra si estás del lado de los que aman y entienden las letras o si perteneces al Dark Side.
En la era del algoritmo el número es el código con el que se escribe el futuro. En ese contexto México está evaluado, según las pruebas PISA, como uno de los que están en el tercio inferior de evaluaciones. Estamos peor en matemáticas que en lectura, pero en ambos estamos muy mal. La razón es que esa semilla se siembra desde los fundamentos de la educación y si no se siembra bien, entonces el árbol crece torcido. Las pruebas PISA se hacen a estudiantes de quince años.
De los países miembros de la OCDE la media en el porcentaje de alumnos con bajo nivel de competencia en lectura es de veintitrés y México los supera casi al doble con cuarenta y cinco. En aprovechamiento de matemáticas el promedio de los miembros de la OCDE es del veinticuatro y México los supera con un cincuenta y seis. Aunado a ello sólo el uno por ciento de los estudiantes mexicanos se ubica en el tercio superior en competencias matemáticas. Economías asiáticas como China y Singapur tienen niveles del cuarenta por ciento en el primer tercio.[1]
Desconozco si los estudiantes en esas economías mantienen una relación emocional y positiva con los números. La base no sólo está en el conocimiento y la habilidad sino en la trama de significados que envuelven lo que uno siente por los números y las letras. En México mucho de ello, desafortunadamente, depende de la suerte: si te encontraste o no con un gran maestro que te abrió la perspectiva o si existe una política educativa adecuada tanto a nivel de país como a nivel de la escuela en donde van tus hijos.
Hace un par de días escuché en el grupo de investigación de Lecto una ponencia de la Mtra. Iliana Valencia González que me dejó pensando a profundidad sobre la importancia de las políticas educativas. Ella describía las políticas educativas asociadas a los números y hacía un recorrido histórico, antes de los años sesenta[2] a las mujeres se les enseñaban las matemáticas necesarias para llevar a cabo sus labores del hogar: pesar, dividir, fraccionar. La política estaba dirigida a forjar amas de casa. Los contenidos para hombres y mujeres eran distintos.
En nuestra época reducir la desigualdad de género es una política internacional: es uno de los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU; las niñas mexicanas salen mejor evaluadas que los niños en lectura (11 puntos arriba), pero no así en matemáticas y ciencias (12 puntos abajo). Sin embargo, no es clara una política educativa dirigida a estimular STEM en niñas. Cuando trabajaba en la facultad de ingeniería había pocas mujeres. La mejor muestra era que al pasar alguna la rechifla de los monos numéricos era tal que ellas aprendieron a escabullirse con rapidez, con un estilo Ninja, entre los pasillos.
En el grupo en el que colaboro hemos logrado resultados inesperados. Un niño promedio es capaz de aprender las bases de la lectura, esto quiere decir, leer de corrido sin silabeos, a un ritmo de setenta palabras por minuto y con un entendimiento contextual del texto en tan sólo sesenta sesiones de veintisiete minutos. En matemáticas con cincuenta sesiones de media hora, una pequeña de tercer grado de primaria puede dominar los contenidos oficiales de toda la primaria y sobre todo con comprensión.
En los experimentos que estamos haciendo en Lecto, Jerónimo, mi hijo de siete años, en menos de cincuenta sesiones ha comprendido las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división; además aprendió a hacer lo mismo, pero con quebrados. Lo más interesante fue verlo interactuar con Ricardo Vargas (quien inició la metodología y de quien ya escribí unas letras en Instrucción, lenguaje y resiliencia), que al inicio lo asustaba por sus formas “piskunianas” de aparente rigidez. Pero después de algunas sesiones Ricardo logra lo que los grandes maestros, crea una narrativa y mantiene la atención y el gusto de Jerónimo por aprender.
Seguimos experimentando; yo estoy esperanzado en poder conjugar una fórmula de enseñanza eficaz con una memoria positiva, en la que nuestros hijos se relacionen con las letras y los números. Parece que esa tarea tiene que ser a pesar de que las políticas educativas no sean tan claras y que, aunado a ello, el COVID-19 nos ha traído una barrera más a las muchas que contamos en el aprendizaje: enseñar de forma virtual. La relación emocional es fundamental. Como escuché en algún lugar, no todo lo que se puede contar cuenta y no todo lo que cuenta se puede contar. Forjar memoria y estrechar vínculos positivos con cualquier materia es algo que posiblemente las estadísticas no pueden develar.
Notas:
[1] Si deseas revisar un resumen del reporte de PISA: http://www.oecd.org/pisa/publications/PISA2018_CN_MEX_Spanish.pdf
[2] En 1953 la mujer votó por primera vez en México.
También te puede interesar: Del antropocentrismo al algoricentrismo.