cuentos y narraciones

Agua Salada, una crónica de supervivencia (Parte I)

Lectura: 9 minutos

Día 1

Era una extraordinaria forma de festejar. La mejor. Después de tantos congresos cancelados por la pandemia, la idea de volvernos a reunir para celebrar la victoria sobre el virus lucía espectacular. No sólo tendríamos nuestra reunión ya en “modo presencial”, sino que la Organización había tomado la valiente decisión de dejar la rutinaria comodidad de coincidir en un “hotel sede”, para aventurarnos a mar abierto en un crucero que nos albergase durante los 5 días del encuentro.

Si un formato podía demostrar que las preocupaciones del virus habían quedado en el pasado, y que la eficacia de las vacunas nos había devuelto la libertad plena, era de esta manera. Los cruceros, como ciudades flotantes que reúnen a personas de todo el mundo, representaron durante toda esa etapa el último de los reductos que podían ser reivindicados en su misión de entretenimiento y turismo para miles de personas alrededor del mundo.

Ahora estábamos aquí, viendo desde la cubierta como el buque se apartaba de tierra para enderezar rumbo hacia el horizonte. El basto océano, como gran escenario de nuestro pasaporte de “COVID FREE”, que se levantaba sobre nuestras cabezas como bandera libertaria. El perfil de los altos rascacielos de Miami se perdió poco a poco hasta convertirse en una línea más del continente.

Nuestro grupo formaba la mejor selección de abogados de la firma, escogidos con especial cuidado para formar parte de este viaje para reinaugurar la vida, reinstalarnos en nuestras oficinas, lanzar proyectos guardados durante la pandemia y celebrar, con otros colegas, la magia de un reencuentro largamente esperado. Juan, Javier, Isabel y yo, Manuel, formábamos esa combinación de generaciones y especialidades que nos permitía movernos con comodidad para abordar las reuniones, conferencias y eventos que saturaban la agenda de los próximos días.

El coctel nocturno de bienvenida no podía haber sido más cálido y entusiasta. Abrazos y risas sin cubrebocas ni mascarillas, saludos de mano, todo un ambiente festivo tan extrañado y tan necesario, que en esta ocasión dejaba su halo artificial y suntuoso para instalarse más en lo humano.

fiesta barco
Imagen: Envision.

Día 2

Como primer día de actividad, habíamos encontrado un buen balance de pláticas matutinas y juntas de trabajo con una asoleada en cubierta con el sol en pleno éxtasis. Flotaba en el ambiente la evidente atracción que existía entre Javier e Isabel, que se traducía en atenciones desmedidas de este con aquella. Me llamó la atención que en su condición de casada, Isabel no parecía evadir ninguno de los coqueteos de Javier. Para la comida habíamos reservado una mesa grande con una firma de Luxemburgo con la que estábamos revisando un importante litigio en ciernes, de modo que pudiéramos aprovechar el tiempo para degustar una exuberante oferta de mariscos, mientras intercambiábamos ideas del caso que estábamos preparando.

Para la tarde teníamos ya acordado tomar un tiempo de descanso en nuestros camarotes, antes de vestirnos formalmente para la cena de gala en los principales salones del crucero. La noche lucía fantástica con un show itinerante en los diversos salones, de modo que todos viéramos lo mismo estando en lugares diferentes.

No percibí la pérdida de velocidad del buque, de pronto, al salir al balcón para observar la bastedad del mar, extrañé la tradicional estela de espuma que el barco deja a su paso. Nos habíamos detenido. Era extraño, según los planes de viaje debíamos viajar a velocidad crucero para estar justo a las 6 de la mañana en el primer punto del recorrido. Mientras meditaba buscando explicaciones al suceso, fuertes golpes en la puerta, y mi nombre en la voz de alguien me alertaron. Abrí sin más y Javier irrumpió en mi camarote arrastrando a Isabel de la mano para depositarla sin ninguna suavidad en la silla más cercana. Sus rostros denotaban miedo y preocupación.

—Jefe –como amablemente se referían a mí–, parece que hay una insubordinación de un grupo que ha destituido a los capitanes a cargo y están tomando control del barco, o tal vez se trata de un comando criminal que está tomando por asalto el crucero. Nos lo dijo uno de los marineros que encontramos en un elevador, y nos pidió refugiarnos en nuestros camarotes mientras se calman las cosas.

Para ese momento estábamos ya escuchando gente corriendo por los pasillos con gran estrépito, gritando en todos los idiomas en forma frenética. Decidí acercarme por información a una zona cercana que conectaba diversos pisos con escaleras en forma de espiral y el panorama era caótico. Gritos, desorden, gente atropellada. De entre los que corrían un abogado que bien conocía de Colombia sólo acertó a sujetarme por los hombros y mirándome fijamente a los ojos me musitó las palabras que nunca más quería oír:

—Virus, es un virus, acaba de empezar y es letal, por eso nos detuvimos, no nos dejaran llegar a ningún puerto.

Regresé al camarote tratando de asimilar lo escuchado, y todavía sin lograrlo repetí las frases, sin entonación alguna a Isabel y a Javier, quienes se derrumbaron en las sillas cercanas.

—¡Santo Dios jefe!… ¿qué hacemos?

virus barco
Imagen SCMP.

Día 3

Pasamos la noche combinando algo de sueño con torcidas especulaciones sobre lo que estaba sucediendo. A pesar de que Juan se nos había unido en mitad de la noche, la información que nos pudo dar solo servía para alimentar las especulaciones. La versión del nuevo virus era la más recurrente entre la gente de “afuera”, aunque el único dato adicional era que habían muerto ya 5 o 6 personas, pero muchas más estaban contagiadas.

Decidimos, con base a las lecciones aprendidas del COVID, establecer una sana distancia en el de por sí reducido camarote. Bajamos el colchón de la cama y junto con sábanas y colchas improvisamos cuatro camas en las cuatro esquinas del espacio. Para ese momento, los mensajes en los altavoces ya eran audibles, después de balbuceos y palabras incoherentes a lo largo de la noche. El mensaje en inglés decía:

—“Estamos en control del barco. Les pedimos se mantengan en sus camarotes. No salgan, es muy peligroso. Les estaremos llevando comida a lo largo de la mañana, pero no salgan, es muy peligroso. Deben permanecer en sus camarotes”.

Para ese momento nuestros intentos por tener señal en nuestros celulares se habían agotado, y la señal de internet del barco estaba cortada. Nada. El propio teléfono que conectaba con otros camarotes también estaba en silencio, así como el televisor del camarote, que incluía un canal de noticias. Nada, en medio del mar, incomunicados con el exterior y con la propia gente del crucero.

Nuestra evaluación nos llevó a varias conclusiones. La primera era que estábamos bien y juntos, lo que sin duda, en estas circunstancias, era de celebrar. Lo segundo era que claramente había una situación de riesgo que ignorábamos, por lo que debíamos mantenernos serenos y juntos hasta saber qué estaba pasando. La tercera conclusión era que algo había pasado con la tripulación, porque los mensajes de quien presuntamente mandaba en el barco no provenían del capitán o algún subalterno oficial, sino de “alguien más”. Con esas premisas, asumimos que esperar que alguien viniera al rescate era la mejor decisión que podíamos tomar. Mantuvimos la puerta bloqueada con sillas y maletas, ante la posibilidad de que alguien pretendiera irrumpir en lo que se había constituido como nuestro refugio.

La escasa comunicación con los vecinos del camarote, por medio del balcón, resultó infructuosa. Lo único de cierta utilidad que un vecino nos dijo era que, según sus cálculos, estábamos a unas 300 millas de San Cristóbal y Nieves, una pequeña isla que era nuestro primer destino. Salvo esa breve información, gritada a través de las mamparas que dividía nuestro balcón del contiguo, nadie sabía nada, pero era claro que nadie se prestaba a dar la cara, temiendo ser contagiado por los otros. Estábamos, simplemente, viviendo una pesadilla.

El siguiente anuncio por los altavoces, ya bien entrada la mañana, era que iniciarían la distribución de comida directamente a los camarotes. Que era necesario que cuando alguien tocara la puerta se abriera 10 segundos después, se tomara la charola y se volviera a cerrar. Que la persona encargada esperaría hasta que la puerta se cerrara para entregar la siguiente charola. Que en caso de transcurrir 15 segundos sin abrir la puerta la charola se recogería y no se entregaría más comida hasta el día siguiente.

Fuimos de los afortunados. Antes de una hora del aviso, con casi 24 sin alimento, escuchamos el toc-toc en nuestra puerta. Contamos los 10 segundos, abrimos y recogimos nuestra charola y volvimos a colocar nuestros bloqueos. Lo primero que descubrimos fue que la comida era una ración que difícilmente alcanzaba para uno y mucho menos para cuatro. En ese momento nos dimos cuenta de que, al menos para tener que comer, tendríamos que dividirnos en los dos camarotes que ocupábamos, y volvernos a reunir después de recibir la ración correspondiente.

escape
Imagen: Dribbble.

Los cuatro pasamos esa noche especulando, dormitando, temiendo e imaginando un mundo, otra vez, asolado por el virus. Cada media hora los anuncios en los altavoces reiteraban la misma orden:

—“Somos el comando que gobierna el barco. Usted debe permanecer en su camarote y no debe salir por ningún motivo hasta nuevas instrucciones.”

Entre los mensajes, en el silencio de la noche, se alcanzaban a escuchar gritos, pasos de personas corriendo… y disparos.

Día 4

En cuanto empezó a asomar la luz del día en el camarote decidimos que Juan y Javier intentarían llegar al suyo hasta que pudieran recibir su comida, y en los trayectos de ida y vuelta tratar de averiguar cuál era la situación en el barco. Intentarían también pasar por el camarote que Isabel ocupaba con una colega mexicana con la que solía compartir habitación en los congresos, para recoger sus papeles y algo de ropa.

Improvisamos cubrebocas con pañuelos de tela y mascarillas con folders de mica plástica y nos despedimos poniéndonos de acuerdo en el tiempo estimado para que estuviesen de regreso. En la larga espera que teníamos por delante, Isabel y yo nos dedicamos a revisar el manual que cada habitación tiene para emergencias, a fin de localizar salidas de emergencia, ubicaciones de botes salvavidas, y cualquier otra información que pudiera ser de utilidad en la emergencia. Ambos sabíamos que era una simple manera de pasar el tiempo haciendo algo “relativamente útil”, en lugar de estar elucubrando tragedias inminentes.

A lo largo de la mañana estuvimos escuchando los gritos que desde los balcones de diferentes pisos los ocupantes lanzaban solicitando toda clase de cosas, desde pastillas para el dolor de cabeza hasta papel de baño y pañales. Una especie de correo con canastillas y cuerdas se improvisó para facilitar el traslado de bienes entre los camarotes. Nuestra única intervención en el sistema fue para colocar un mensaje escrito solicitando el bien más preciado en ese momento: “información sobre lo que estaba ocurriendo”. Nadie respondió.

El toc-toc en nuestra puerta, una hora antes de lo esperado, nos sorprendió, y tuvimos que correr a quitar los bloqueos para alcanzar a recoger nuestra charola que estaba ya a punto de ser levantada por una persona ataviada como personal sanitario, pero con una careta que impedía ver su rostro. Al preguntarle qué estaba pasando, se limitó a gritar “INSIDE”, y a tomar de su cinturón una especie de dispositivo eléctrico de inmovilización que claramente estaba presto a utilizar. Cerramos la puerta y volvimos a colocar los bloqueos, esperando la clave acordada con Juan y Javier para abrir la puerta.

El espacio que la tarde brindaba lo aprovechó Isabel para contarme, paso a paso, la desilusión de su relación amorosa con el que había sido su único novio a lo largo de seis años, y que un día, súbitamente, le informó que le gustaban los hombres, hizo una maleta y se mudó a Londres.

Bien entrada la noche escuchamos los toques en la puerta que habíamos acordado, pero no en la puerta del corredor sino en la del balcón. Era Javier, que de alguna manera se había logrado colar hasta ahí. Le abrimos y desde la misma entrada inició atropelladamente el vaciado de información, lo que había sucedido desde su partida y de todo lo que se había enterado a lo largo del día:

escape del barco
Imagen: SLV.

—Dios mío, ya no sabía qué hacer, de no haber sido por la toalla colgada en el barandal no habría reconocido el camarote. Tuve que descolgarme desde el camarote de Luis, nuestro amigo de Perú que me dejo entrar al suyo a cambio de contarle lo que investigué, y que está casi arriba de éste, pero no estaba seguro de hacerlo. Esperé a que estuviera muy oscuro porque parece que han disparado a gente que ven fuera de sus camarotes. La cosa es muy grave, se sabe que sí hay varios contagiados de un nuevo virus y no nos dejarán llegar a un puerto hasta que vengan las autoridades sanitarias de alguna de las islas cercanas a tomar el control del barco. Además, hay una insurrección de un grupo de marinos que destituyeron al capitán y tiene el control del barco. Tuvimos que estar horas enteras escondidos en escaleras de servicio y cuartos de implementos para poder avanzar hasta nuestro camarote y hablar con dos o tres conocidos. Nadie quiere dar la cara, todos tienen miedo al contagio. Alguien nos dijo que más de 20 de los que enfermaron murieron ayer, solo un día después de que se contagiaron en la recepción de apertura del congreso. A los que mueren les ordenan a los familiares o compañeros, pistola en mano, que les pongan cosas pesadas y los tiren al mar, porque nadie quiere exponerse a contagiarse. Es terrible.

Para ese momento Isabel había roto en llanto y yo sólo me tocaba los cabellos y tenía los ojos muy abiertos.

—La buena noticia, agregó Javier, es que pudimos hablar con uno de los meseros que conocimos el primer día y nos ha dicho que él conoce a la perfección el barco y junto con uno de los almirantes tienen un plan de escape en uno de los botes salvavidas. Están vendiendo cada espacio en 20,000 dólares y aceptan que se les firme un documento para pagar cuando volvamos. De entrada, le he dicho que estamos dentro. La intención es largarnos mañana a media noche. Bueno, trataré de dormir un rato porque antes de que amanezca debo regresar al camarote para acompañar a Juan, no quiero que piense que me pasó algo y se salga a buscarme. Por precaución, decidió Javier colocar una división en la esquina que ocupaba, con las sábanas de la cama, por si acaso era portador del virus después de su expedición, e inmediatamente empezó a roncar.

La información me daba vueltas en la cabeza en una danza de sumas y restas: 20 x 4 son ochenta. ¡Ochenta mil dólares por escapar de la ratonera!

Continuará…


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El corredor de la muerte del general Peca

Lectura: 4 minutos

La sala de conferencias de uno de los más elegantes hoteles de la ciudad estaba llena, salvo por un asiento vacío, y con las puertas cerradas. Desde una de sus ventanas se divisaba el parlamento; lugar maldito de los asistentes a la reunión. Todos los participantes eran oficiales de alta graduación del ejército del aire. Había más zopilotes en los uniformes que en todos los zoológicos de la nación. Nadie hablaba. Ni siquiera se oían los saludos coloquiales entre compañeros de armas, pues la hora era seria. Finalmente, el general Peca, el de mayor graduación, se acercó al atril ayudado de su bastón. Su frente pintaba un ralo mechón blanco y su mano temblaba fruto de una larga vida de celebraciones etílicas.

—En estas horas oscuras para nuestra patria, en que un gobierno traidor  quiere destruir el legado de nuestro amado líder, quiero dirigirme a ustedes, mis queridos compañeros de armas para explicarles mi pensamiento y lo que debemos hacer. La hora de los partidos políticos ha pasado. Hablan mucho pero sólo consiguen llevarnos al caos. Ni siquiera aquellos bien intencionados consiguen solucionar de manera definitiva los problemas de este país. Tan solo consiguen darle estabilidad económica y poco más. Ni siquiera se atreven a combatir las mentiras ideológicas de la izquierda, pues tal es el miedo que tienen a perder votos. Sí, los representantes de la derecha, por mucha simpatía que podamos tenerles, son unos cobardes. Y como es normal, nuestros enemigos han olido ese miedo y se han crecido. Desde que murió nuestro amado caudillo, este país ha pasado varias crisis económicas y se ha convertido en Sodoma y Gomorra.

general peca
“The Old Soldier”, Kyffin Williams (1951).

Pornografía, prostitución, homosexualidad y transgenerismo han aflorado aquí. Han tergiversado la historia de nuestro país para hacernos pasar por los malos de la película, cuando lo único que hicimos fue salvar a la patria del caos judeo-masónico-comunista. Por cierto, nuestros enemigos de antaño eran despreciables, pero gente seria y comprometida con sus ideales. No como estos payasos marxistas-bolivarianos de ahora que tan sólo buscan el poder por el poder y tan sólo usan la ideología para arrastrar a las masas de borregos. Pero todo eso se podría remediar con una buena gestión económica y una educación responsable en los valores de la patria, así como con centros sanitarios para curar a esos pervertidos sexuales. Sin embargo, lo que no tiene arreglo; lo que no tiene marcha atrás…

En ese momento, el general Peca se vio acometido por una fuerte tos que interrumpió durante varios minutos su discurso. De hecho, tuvo que hacer acopio de toda su fuerza para mantenerse en pie con la ayuda del atril y, una vez que se hubo sentido mejor, sacó un pañuelo donde aún tosió unas cuantas veces. Una vez recuperado de su tos y tras garantizarle a sus compañeros de promoción que sólo era un constipado y no coronavirus, visto el pánico que les entró a los que estaban más cerca, continuó con su alegato.

—Decía que lo que no tiene marcha atrás, es la ruptura del país. Compañeros, otra vez la patria nos necesita, pero esta vez debemos de asegurarnos de completar la tarea de nuestro amado líder. Tenemos que matar a todo aquel que no piense como nosotros. 30 millones de personas.

—Pero, señor –interpeló un joven oficial–, los votantes de los partidos rojos y regionalistas no suman más de 20 millones. ¿No pensará ejecutar a los nuestros o a menores de edad?

—Usted siempre fue bueno con los números Gutiérrez. En efecto, quedan 10 millones. Pero estése tranquilo. No pienso matar a ningún votante de la derecha ni a los infantes. Y eso que a los del partido naranja les gusta jugar a dos bandas, pero incluso con ellos seré clemente. No, compañeros. Los 10 millones faltantes saldrán de esas masas de cobardes y vagos que no se atreven a acercarse a las urnas. En el fondo prefiero a los idiotas que votan a nuestros enemigos. Al menos creen en algo, aunque están equivocados. En cambio, los abstencionistas, con su total desidia, son cómplices de nuestros enemigos, aunque ellos se crean liberados de ideologías y religiones. En realidad, esa gentuza no hace más que negarles los votos a nuestros simpatizantes con los que poder ganar las elecciones.

junta militar
Imagen: Javier Muñoz.

Y, se haga como se haga, nunca se podrá evitar, en un sistema democrático, que esas rémoras existan. Por eso, hay que acabar también con ellos. Sé que lo que les pido no es fácil, pero les pido que piensen en nuestra nación como un enfermo con la pierna gangrenada. Si queremos salvarla hay que extirpar, por muy dolorosa que sea la experiencia. Les dejaremos unos minutos para reflexionar antes de emitir su voto. Ésta es la  única democracia que nos podemos permitir en este país; la castrense.

Todo el mundo se quedó en silencio, compungido ante la gravedad de las acusaciones y el doloroso remedio que tenían que aplicar. Las caras de los asistentes parecían de mármol. Habían jurado lealtad a la patria y había llegado la hora de cumplimentar el juramento.

Varios ruidos al mismo tiempo los sacaron de sus ensoñaciones. Eran las ventanas y las puertas rotas por donde entraban miembros uniformados.

 —¡Policía! ¡Levanten las manos! Quedan detenidos por confabulación contra el orden establecido y rebelión.

Fue entonces que los militares reunidos mostraron su verdadero carácter. El general Peca se cagó en sus pantalones, mientras que la mayoría alegaba que habían sido llevados con engaños y que desconocían de qué trataría la reunión. Incluso unos cuantos lloraban y suplicaban de rodillas que no los fusilaran.

Desde la puerta del salón, el teniente Miranda, que había abandonado su asiento al principio de la sesión para alertar a las autoridades, veía disgustado a sus compañeros de promoción al tiempo que pensaba “Y estos eran los valientes que querían entregar su vida por la patria. ¡Qué vergüenza!”.


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El hombre que recuperó los nombres

Lectura: 4 minutos

Pedro odiaba la armonía y la belleza. Visualizarse contemplando en silencio un atardecer le causaba retortijones y el vuelo de una mariposa blanca lo hacía rechinar los dientes. Por eso, cuando su pueblo y los alrededores empezaron a convertirse en sucursales del infierno en cuanto a estética, Pedro vio una luz de esperanza. Si las cosas continuaban así, nadie tendría que ocuparse por tirar la basura en su lugar, ocultar los focos pelones detrás de pantallas, mucho menos por cortar las varillas que sobresalían de las construcciones. Ya nadie molestaría con quitar los deshuesaderos a la entrada del pueblo y, lo mejor, el plástico conquistaría cada espacio vacío. ¡Qué placer le causaba ver a las presas llenarse de llantas, qué emoción que los enredijos de cables de luz impidieran contemplar las montañas! Su felicidad llegó al máximo el día en que descubrió la venta de ropa usada en la plaza principal. De las ramas de los árboles colgaban pantalones, suéteres, camisas… Congruente con su amor por el desorden, Manuel atiborró su azotea de objetos inservibles, seguro de que los vecinos seguirían su ejemplo. Y así fue.

Poco a poco, las calles se llenaron de grafiti y los basureros se convirtieron en depósitos de agua estancada. Los puestos de comida, en un paraíso para las bacterias. Por las tardes, Pedro se sentaba en la azotea, rodeado de basura, para ver al sol ocultarse entre cables y tinacos. Ni rastros de naturaleza, pensaba, feliz. La música de su radio, a todo volumen, se oía hasta las calles más alejadas. Entre menos silencio hubiera, mejor. Nada más útil para sus propósitos que la enajenación. Como el proceso de decadencia fue lento la gente se acostumbró a vivir rodeada de ruido y fealdad.

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Imagen: Adrian Owen.

Unos años después, cuando los pescadores pescaban más botellas de plástico que peces y los niños iban perdiendo audición, llegó un hombre que se había ido del pueblo de muy joven. Se llamaba Manuel y llevaba décadas deseando volver. Recordaba con añoranza el aire limpio, la brisa de la tarde, el agua limpia de las presas, que eran santuarios de miles de aves. Había extrañado tanto el silencio de las noches y el brillo de las estrellas que en la ciudad apenas se vislumbraban… le parecía un lujo recuperar el olor a yerbas, el sonido de las pequeñas olas al reventar en las orillas de las presas. Se bajó del camión a un par de kilómetros y recorrió a pie el resto del camino. No quería perderse nada. El orgullo de pertenecer a ese pueblo privilegiado por la naturaleza le daba ganas de llorar.

Lo primero que vio en la entrada fue el deshuesadero. El resto se le vino encima como un golpe en la cabeza. No, ese no podía ser su pueblo. ¿En dónde estaban los árboles bajo cuya sombra descansaban los viejos? ¿De dónde salía el olor a podredumbre y caño? Y, lo peor, ¿por qué la gente estaba enojada, por qué nadie sonreía? Manuel sintió que se moría. En esto se había convertido el lugar de sus sueños. Basura y desorden adentro, cerros talados afuera. Y el ruido. Ruido por todas partes. Motos con los escapes abiertos, música estridente… era incluso peor que en la ciudad de la que por fin había escapado. Tenía ganas de dar marcha atrás cuando una parvada de pijijes pasó volando sobre él; alcanzó a ver sus picos anaranjados. Le costó averiguar a dónde iban. La gente había olvidado qué eran, como había olvidado los nombres de la flora y fauna que seguía cobijándolos sin que ellos lo supieran.

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Imagen: Craig T.

Poco a poco, Manuel recuperó cada nombre perdido. Con infinita paciencia, a paso de hormiga, logró que, primero los niños, luego los adultos, se interesaran por conocer de qué estaba hecho el paraíso que estaban destruyendo. Lentamente, los guajes, los osotes, los tasis y los cuates recuperaron la dignidad de no ser solamente árboles. Los arlomos, las tijerillas y las tuzas del campo alzaron la cabeza. Ya no eran bichos, gusanos o sabequeserán. Lo más difícil fueron los cerros, pero Manuel asegura que la primera vez que oyeron sus nombres, suspiraron con el alivio de quien recupera el alma. Era el inicio de una relación de respeto.

Las calles renacieron con sus historias individuales y los árboles de la plaza –ceibas, laureles y naranjos– abrieron las ramas a punto de quebrarse por el peso de la ropa que antes colgara de ellas. La gente limpió sus azoteas y, entre todos, hicieron que los cables de luz dejaran de ser un enredijo; se pasaron los deshuesaderos a lugares cerrados; se entubó el drenaje y se pintaron las casas. Cada barrio eligió los árboles que se plantarían y brigadas de gente de todas las edades se dio a la tarea de limpiar las presas. Hoy, son de nuevo santuarios de aves.

A Manuel le gusta sentarse en la compuerta para ver caer la noche sobre los cerros que cobijan al pueblo que la gente ha vuelto a nombrar con orgullo. Pedro no puede creer su mala suerte. Pero, bueno, siempre habrá otros lugares en donde sembrar el desorden.


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El elixir del Homo Sapiens: mandacium versus narrans

Lectura: 8 minutos

La esencia de la especie de la que hablaré hoy no es una evidencia revelada gracias al encuentro casual de un grupo de fósiles en una cantera o un arroyo explorado por un paleoantropólogo británico en un cañón abrupto del África subsahariana. Tampoco, por desgracia, es una verdad de expansión mundial. Es, simplemente, la máxima expresión de quien está a tu lado o en tu memoria. De esa líder o ese líder a quien sigues en Facebook, en Instagram o Linkedin. ¡Sí! tu blogger, tu escritora, tu maestra; tu líder empresarial, tu párroco, el ministro de la corte, el político a quien admiras o tu deportista amado. Esa, ese o eso en quien crees, lo que te hace sentir el llamado a seguir su palabra y su acción. Pues los hombres somos encantados por la armonía de la emoción, de ese sonido de mágica flauta que al cantar nos hace flotar y bailar, reír o llorar, imaginar o pensar; porque la creencia es el elixir del movimiento, es la chispa, el leit motiv: una fuerza semejante a la que encantaba a la enigmática cobra de anteojos en Bentong, cuando la armonía del sonido y movimiento del maestro Abu Zarin Hassin sonaba por los aires, antes de que una cobra incrédula sospechara del encantador y lo mordiera y lo dejara sin vida.

En 1838 se publicó un misterioso libro escrito por G. Pym. En él se narraban las aventuras del autor: un marinero que había explorado la Antártida, lugar recóndito y desconocido que daba lugar a la imaginación en aquellos momentos. La gente pensaba, y algunas teorías científicas lo atestiguaron, que una gran garganta en aquel inhóspito territorio albergaba grandes civilizaciones. Los barcos caían devorados por el inescrutable hueco marino. Ahí en donde se arraiga la ignorancia, la incertidumbre o lo desconocido, se allana el terreno para que cabalgue la imaginación con desmedida fuerza. Se crean historias que se vuelven mitos, que no son otra cosa sino explicaciones que están entre lo creíble y lo increíble. Ese libro del que hablo después se publicó bajo el nombre de su verdadero autor: Edgar Allan Poe

El gran narrador se basó en la ciencia de Jeremiah Reynolds y J. Cleves Symmes Jr., quienes habían publicado teorías y evidencias sobre la Antártida. Recordemos que Symmes escribía:

“Declaro que la tierra es hueca y habitable por dentro; conteniendo una serie de esferas sólidas concéntricas, una dentro de la otra, y que esté abierta en los polos entre los grados 12 y 16; Prometo mi vida en apoyo de esta verdad y estoy listo para explorar el hueco, si el mundo me apoya y me ayuda en la empresa.” –John Cleves Symmes Jr., Circular No. 1.

ficcion del antartico
Imagen: H. Commons.

La novela de Pym provocó rumores y creencias. Se publicó como si fuera un viajero real. Artilugio que Poe copió del Crusoe de Defoe, pues no se supo que era una ficción; se pensó que había sido escrito por el mismo náufrago Robinson, quien la publicó una tarde de abril de 1717, habiendo regresado de su aventura. La “Robinsonada” dio pauta a un género literario, el realismo de ficción, una centuria previa al Gordon Pym de Poe, que dicen algunos, fundó otro género: la ciencia ficción.

En días pasados dos ficciones han apuntalado las discusiones de los diarios, los tuits y las videollamadas y han puesto a las reinas en jaque. No es para menos, la ola de rumores o su impacto social nos han despertado o sacado un poco de la vigilia tortuosa de la pandemia y de la política.

Oliver Dowden, el Ministro de Cultura británico, pidió a Netflix aclarar al público que la exitosa serie “The Crown” es una ficción. Pues sin tal aclaración la gente comenzaría a confundir la ficción con la realidad, dijo: “Sin esto me temo que una generación de espectadores que no vivió esos eventos pueda confundir la ficción con la realidad”. La serie, cuyo recuento y narrativa tienen de un hilo a millones de netflixvidentes, ya había dado de qué hablar cuando en la tercera temporada se sugería que la mismísima y excelentísima reina Isabel II había tenido un affaire con Lord Porchester, el entrenador hípico de la realeza.

Por otra parte, la belleza de Queen Gambit ha generado que 20 millones de jugadores se inscriban en las federaciones de ajedrez; que en Google ocurran millones de búsquedas diarias sobre el juego, que en eBay se hayan incrementado en 250% la búsqueda de tableros de ajedrez; o que las ventas de Goliath games y Ches.com hayan aumentado en 170 y 400% respectivamente. Además, el elixir de la creencia ha llamado a hordas de mujeres a que se registren en los últimos meses en la federación de ajedrez. La proporción es que el número de mujeres inscritas en los últimos meses se equipara a las inscritas en cinco años. La ficción mueve, nos hace creer, soñar y cambia nuestro comportamiento. No dudemos que en poco tiempo la lista de campeones mundiales de ajedrez se deslumbre con el halo y la belleza femenina. Los Fischer, Karpov, Kasparov y Anan serán seguidos por una lista de campeonas.

Otro gran rumor ha invadido las redes a partir del coronavirus: Bill Gates y otros (algún par) millonarios crearon el virus para hacer más dinero y dominar al mundo. Las teorías de la conspiración cobran vida porque la incertidumbre, la duda y la ignorancia dan vuelo a la imaginación. Es más fácil creer en lo simple que en lo complejo, la mente siempre agradece la simplicidad. La conspiración siempre es más simple que una teoría de un código biológico muerto que cobra vida al instaurarse en un ser vivo: código que se creó como una mutación y encuentro de especies.

ficciones de la pandemia
Imagen: Ben Garrison.

En el magnífico podcast que Gates y Rashida Jones conducen, Ask big questions (episodio 3), invitan al aclamado autor de Sapiens, Yuval Noah Harari a develar ¿por qué creemos en mentiras? No resumiré aquí todo lo dicho, querida lectora y querido lector, te invito a que lo escuches; simplemente comentaré aquel gran encuentro.

Rashida comienza preguntando a Bill sobre el rumor de que él creó el coronavirus, e invita a una reflexión profunda. Yuval llega después, pero lo atestan con un primer cuestionamiento: has argumentado que todos nacemos mentirosos (we all born liars). Ante lo cual el profesor de historia arremete que lo importante no está en el concepto de mentira sino en la ficción y hace una exposición magistral sobre la diferencia. En pocas palabras, la ficción se funda sobre la tela narrativa y estamos cableados con ella; la diferencia entre una mentira y una ficción se da en la creencia y la intención de quien la emite. El Papa, dice Yuval en algún momento, “no se levanta pensando que engañará a millones con el evangelio que predica, él cree en esa narrativa y por eso la cuenta”. La maravilla de la ficción que nos hace movernos es porque creemos en ella.

El podcast y la exuberante charla me recordaron la lectura de E. Cassirer sobre la filosofía de la cultura y la filosofía de las formas simbólicas. La misión académica del sabio de marburgo no era tanto explicar cómo se componen las formas culturales y los símbolos, sino comprender y analizar su estructura y especificidad, por eso ve que el arte se funda en la intuición, el mito en la imaginación y el lenguaje y la ciencia en los conceptos, y las equipara, pues su función es semejante:

“Tanto la ciencia, como el mito y el arte forman mundos de imágenes en los que no se “refleja” algo empíricamente dado, sino que más bien se “crea” algo con relación a un principio autónomo. No son diversas maneras de revelarse al espíritu algo real en sí mismo, sino los distintos caminos que sigue el espíritu en el proceso de objetivación”Cassirer, Las ciencias de la cultura.

Te recuerdo, lectora y lector, que para Cassirer la objetivación no es otra cosa que la autorrevelación del espíritu, y el espíritu es el ser creado por la misma cultura. Es decir, tú y yo nos revelamos, nos desenvolvemos a través de esas expresiones. Tanto el arte, la ciencia, el mito y el lenguaje nos ayudan a conocernos mejor y a ser: nos dicen cómo y quiénes somos, de dónde venimos y porqué y para qué estamos aquí.

Rashida, Yuval Noah Harari y Bill Gates
Fotografía: Twitter @harari_yuval.

La habilidad de crear mitos y ficciones es lo que nos ha permitido crear comunidades. Ésa es la tesis de Harari en Sapiens. El poder del hombre viene de ese elixir, en el creer ficciones y ser movidos por ellas. En el podcast aclara algo: “Esto no es lo mismo que decir que la humanidad se funda en una mentira, sino en la capacidad de cooperar basados en creer en aquello que no vemos ni tocamos sino sólo imaginamos”. Y sustenta lo ya escrito, pues cuando contamos eso que creemos (la mayoría de las veces) es porque lo creemos no porque querríamos engañar al otro. Así el nazi creyó en la supremacía aria tanto como tú y yo creemos en la ciencia o un musulmán en Alá, y todo el mundo moderno creemos en el dinero.

La complejidad del mundo moderno consiste en identificar a los pseudólogos. A esos que mienten y saben que mienten, pero convencen cuando hablan, y diferenciarlos de los visionarios, que como Symmes o Peter Morgan (el creador de The Crown) muy probablemente creen que lo que cuentan es cierto y que están develando la verdad. Si es así, los griegos nos dejaron desarmados de conceptos. Verdad y mentira son insuficientes para un diálogo entre creencias que se prueban falsas o creencias que se prueban verdaderas. El origen de los conceptos de la verdad y la mentira tienen su origen en un mito, en una narrativa que supone que la mentira es una mala réplica de la verdad.

Cuenta Esopo que la mentira fue creada por un ayudante de escultor cuando su maestro se distrajo al estar creando la escultura de Aletehia (la verdad). Hefesto, el maestro, se salió de su taller porque escuchó voces y dejó solo a su discípulo y éste creó una copia de Aletheia. El alumno era Dolos (de ahí viene Doloso). El maestro quedó sorprendido de la obra al aprendiz y su cercanía a Aletheia, pero a Dolos no le dio tiempo de hacer los pies a su escultura. De ahí decimos que cuando la verdad y la mentira caminan una da pasos firmes y la otra se tambalea y es insegura. El tiempo, el juicio y el análisis darán su veredicto.

ficcion y realidad en the crown
Imagen: Hello!

Algo que siempre pasa es que entre creyentes uno denosta al otro: las grandes guerras oponen creencias, no verdades ni falsedades. Y estamos tan desarmados para el diálogo entre creyentes de diversas ficciones, pues hemos evolucionado siempre mirándonos el ombligo, creyendo nuestras historias y pensando que el otro, el pueblo de al lado, el que no cree en lo que creemos está equivocado.

A mí me cuesta mucho trabajo comulgar con quien piensa que el coronavirus es un mito, una mentira o un complot. Pienso siempre que basta con que salga y vea, o se exponga al virus y caiga enfermo. Pero esa persona tiene sus “evidencias” y sus creencias.

Los que creemos en la ciencia podemos ser puestos a prueba también, tal y como mi amigo y maestro Gerardo Piña expresó en una clase de su curso sobre la literatura de lo fantástico, al hablar de aquel instinto que nos nubla cuando nos arropamos de lo sobrenatural: “los reto a quienes son muy científicos a que vayan al mercado de Sonora o a donde están los brujos, que conozcan y pongan a prueba su fe, y digan ‘chamán yo no creo en esto, por favor hazme un embrujo o un mal agüero a mí y a mi familia para demostrarte que esas son puras mentiras’”.

El diálogo entre creyentes que se funda en el opuesto “verdad o mentira” es infructuoso, sólo conlleva la descalificación. Requerimos de nuevos conceptos y nuevos procedimientos. El tapiz de la modernidad está inundado de ficciones, navegar por esas narraciones a veces fantásticas, a veces realistas, es el nuevo arte al que seremos llamados. Después de todo, el apelativo Sapiens “sabio”, ha quedado grande a la humanidad; algún antropólogo alemán propuso narrans (de la épica y la narrativa), y siempre hemos estado tentados a confundir la ficción con la mentira (homo mandacium) pero pocas veces hemos analizado la intención original de los relatos. Colón dijo haber descubierto la ruta para llegar a las Indias, pero descubrió un nuevo continente: no dijo mentiras, sin embargo estaba equivocado.


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La Tierra y el humano

Lectura: 4 minutos

Un día la Tierra se levantó cansada y enferma. Por un momento pensó que le había impactado un meteorito, como ocurriera mucho tiempo atrás, pero tras palparse piernas, brazos y cuerpos, se dio cuenta de que no era ese su problema. Mientras que se palpaba notó que estaba llena de plástico, petróleo y otras cuantas porquerías. La mugre se acumulaba en sus piernas, también conocidas como océanos. Sus pechos estaban rodeados de nubes fétidas mal olientes y de las plantas de sus pies se desprendía un líquido viscoso y oscuro llamado chapopote o alquitrán. 

¿Qué me han hecho las micro especies que viven en mí? Con la ayuda de una lupa se puso a inspeccionar cada centímetro de su cuerpo. Para la espalda fue necesario usar espejos de aumento enfrentados. Notó que las concentraciones de humanos eran las más sucias, pero antes de establecer un veredicto, decidió realizar una investigación completa.

—A ver vaca, ¿se puede saber por qué emites tanto metano?

—Yo sólo hago lo que los humanos me obligan. Me tienen permanentemente preñada y luego no me dejan disfrutar de mi becerro. No me dejan caminar para que no fortalezca mis patas y cuando ya no produzco me llevan al matadero. Yo no puedo controlar mis emisiones.

La respuesta le pareció muy satisfactoria a la Tierra y, antes de entrevistar al oso polar, la gallina intervino indignada. “A mí también me separan de mis polluelos. Y no sólo eso, los humanos me mantienen despierta las 24 horas del día para que produzca más huevos. Así no hay quien viva” –dijo.

La Tierra continúo entrevistando a cada espécimen de su enorme cuerpo. Notó que su pubis y axilas selváticas habían desaparecido casi completamente y siempre recibía la misma respuesta: “Es culpa de los humanos, los humanos me hicieron”. Finalmente, decidió, antes de emitir su juicio, entrevistar al líder de esa especie de dos patas supuestamente pensante.

madre tierra
Imagen: Giulia Giaretta.

—Dime, ¿por qué crees tener derecho de matar a todas las otras especies y destruir mis rincones más bellos para hacer tus construcciones de cemento?

—Muy sencillo, somos la especie superior de la Tierra, lo que nos convierte en los dueños del planeta. En ese sentido, tenemos derecho a hacer lo que queramos con nuestra propiedad.

—Y ¿quién te dio ese título de propiedad?

—Nadie. Simplemente me lo gané con mi inteligencia. Gracias a ella puedo competir en velocidad con el chita, puedo levantar pesos que cientos de caballos juntos no lograrían mover ni un palmo, y puedo desplazarme a velocidades que nunca soñarían las águilas. En definitiva. Soy el mejor y me merezco tus frutos.

—¿Y también por ello crees que puedes llenarme de estas horribles construcciones e invadir mis espacios vírgenes?

—No es que lo crea. Es que lo necesito. Otro de mis logros ha sido prolongar la vida de mis congéneres mediante la medicina. Y, claro, al vivir más años acabamos siendo más los habitantes humanos. En algún lugar tengo que meterlos.

—¿Y no has pensado acaso que toda esa expansión y esos humos nocivos que tus fábricas emanan podrían producir mi muerte?

—Supongo que sí, pero qué quieres que hagamos. Nos hemos acostumbrado a este estilo de vida y no podemos renunciar a él.

—¿Y qué harás cuando yo me muera? ¿De qué vivirás?

—Supongo que los más afortunados se irán a alguna estación espacial o a otro planeta, si descubrimos la forma de viajar rápido a través de las estrellas.

—¿Y el resto de los humanos y de los animales?

tierra enojada
Imagen: Viv Campbell.

—Sufrirán la misma suerte que tú. Es irremediable.

—Te dices inteligente y eres la más estúpida de toda las especies –contestó molesta la Tierra–. Los animales saben que tienen que velar por sus congéneres y no sólo por sí mismos. Ellos saben que todo está conectado y que hay que mantener el equilibrio entre todas las especies y conmigo. Los animales tienen razón. Ustedes son los culpables de todo. No merecen pasar sus días en mi cuerpo.

La Tierra iracunda iba a sentenciar a la especie humana cuando vio a unos grupos de humanos, denostados por los demás, luchando por limpiar los mares, protegiendo a los animales más temibles, buscando convivir con ella más que adueñarse de su cuerpo. Entonces, la Tierra que es muy buena y sabia, decidió apiadarse.

Sin embargo, consciente de que los Homo sapiens sólo aprenden a base de golpes, introdujo en los murciélagos una enfermedad que pronto llegó a los seres de dos patas. Esta enfermedad causó cientos de miles de muertos en todo el planeta y la inmovilidad de estos seres siempre tan inquietos.

—Si se portan bien –dijo la Tierra–, la pesadilla se acabará pronto. Pero si no aprenden a usar en vez de abusar, volveré a infectarlos y así sucesivamente hasta que aprendan a respetarme a mí y a todas las formas de vida que me pueblan. Ustedes deciden.


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Náufrago, ¡vive tu aventura!

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Mi barco se hundió una tempestuosa tarde de 1895. Una ola de varios metros de altura nos embistió por babor sin que nada pudiésemos hacer para impedir que cediera nuestra embarcación. Fui arrastrado por la corriente. Luché para no hundirme durante varias horas y, cuando empezaba a desfallecer, me topé con un madero suelto del barco. Con mis últimas fuerzas lo monté y me até como pude a él para evitar caerme. Varios días pasé en altamar hasta el momento en que el madero dejó de moverse. Había encallado en un arrecife de coral. Alcé la vista y distinguí una playa virgen. Me desaté y, pese a rasgarme la pierna derecha con el banco de coral, alcancé la playa donde agotado. Cuando me volví a despertar me encontraba en una choza cerrada en la que apenas entraba algún rayo de luz. Estaba desnudo en una hamaca. Quise incorporarme para buscar mis vestimentas, pero una voz me retuvo.

La faafaigofie. Easy.

Mi vista se empezó a acostumbrar a esta cuasi oscuridad y pronto divisé unas manos que me ofrecían comida servida en una hoja de palma a modo de plato y agua de coco. Bebí y comí un poco, pero me encontraba ardiendo de fiebre, por lo que no puse seguir ingiriendo alimentos y me volví a dormir. Con los pasos de los días mejoré y, finalmente, al quinto día pude dar mi primer paseo fuera de la cabaña usando a mi protectora de muleta. Esa misma noche consumamos nuestra relación, pese a no conocer siquiera el nombre de mi rescatadora.

naufrago
Imagen: Sara Lew.

Al día siguiente, me llevó ante su padre. Ahí se encontraba otro náufrago que llevaba años viviendo en la isla y que me sirvió de traductor. Estaban dispuestos a acogerme en la isla a condición de que me casase con la hija del jefe, mi misteriosa amiga, y que los ayudase a luchar contra otros isleños con los que tenían una larga pugna y que solían hacer desembarcos piratas para llevarse mujeres y comida, amén de matar hombres. Con la ayuda de Peter aprendí el idioma. Tras verificar la isla concluí que el mejor punto para presentar batalla sería el bosque que mediaba desde la playa hasta la aldea. Tenía mucha vegetación y sería fácil cavar trampas, así como esconder algunos cuantos hombres que lanzasen sus dardos envenados y huyesen para atraer al enemigo a una trampa donde los rodearíamos y destruiríamos.

Pasaron más de dos años sin que hubiese noticias de los agresores. De mi unión con Taranga nacieron un niño y una niña. Finalmente, un día el vigía anunció que varias decenas de canoas se aproximaban. Los niños, las mujeres y los ancianos se retiraron a una cueva secreta de la montaña sagrada. El plan salió a la perfección y aplastamos a nuestros enemigos. Nuestras bajas fueron mínimas, pero entre los fallecidos tuvimos que lamentar la muerte de mi suegro el gran Tinah. Eso me convirtió en el rey de la isla. Poco a poco conseguí invadir otras islas. De forma que, al cabo de unos años, ya controlaba todo el archipiélago. Sin embargo, tenía una última prueba que pasar. Sabía que tarde o temprano llegarían navegaciones europeas ansiosas de apoderarse de la isla. Tenía que buscar una forma de impedir la invasión sin el uso de la fuerza ya que, al no disponer de armas de fuego, no podría plantar cara.

naufragio
Imagen: Dribbble.

Busqué en toda la isla y no encontré riqueza alguna salvo los árboles de frutas. La suerte quiso que el primer barco en costear estas islas fuera británico. El plan a seguir fue muy sencillo. Cerca de la playa borramos toda huella de presencia humana para que los foráneos entraran con confianza a reconocer la isla. Como pensé, tan sólo mandaron unos pocos hombres que acabaron cayendo en una trampa con una red. Era imprescindible no matar a nadie. Liberamos a un par de ellos para que fueran por el capitán con la promesa de que se respetaría la vida del resto. El capitán de la fragata era un hombre taimado. Había que tratarlo bien y averiguar qué era lo que quería.

Mi propuesta era muy sencilla. Convertir el archipiélago en un protectorado británico donde las naves pudiesen repostar en sus expediciones a cambio de que se me reconociese mi título de rey, nombrándome Gobernador vitalicio de la isla. Sin embargo, el capitán deseaba ser proclamado el descubridor de esas islas y mi presencia entorpecía mi deseo. El problema se resolvió adoptando el nombre que los nativos me habían dado. El tratado incluía la posibilidad de intercambios comerciales y la obligación de los británicos de defendernos de otros rivales. A partir de ese día todo fue dicha en mi vida personal y en la isla.

—¿A ése qué le pasa que sonríe como idiota? –preguntó la enfermera.
—Nada, es uno de esos hikikomoris que se ha vuelto loco de tanto jugar videojuegos.


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Ser como… luciérnagas

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Ser como…

El otro día hablaban unos vecinos sobre las personas. Son como luciérnagas, decía una vecina. Somos como luciérnagas, afirmaba otra, andamos volando en lo oscuro y de vez en cuando prendemos nuestra luz interior y nos ubicamos un tiempo hasta que volvemos a andar en oscuro. Las personas son un campo de luciérnagas. No, decía una que estaba más allá, somos peces de los abismos en los abismos, nos tapó el agua, estamos en la zona más oscura donde no llega el sol, pero tenemos luz propia y con eso nos alumbramos y alumbramos a los otros. Pero ¡no!, decía una que había llegado hacia poco a la charla. Somos los pájaros cuando recién amanecen. La luz está, se ve por todos lados, porque el mundo vive amanecido, pero nosotros recién nos encontramos con él y gritamos y volamos por todos lados como cotorras. De poco a poco nos vamos a ir volviendo los pájaros al atardecer que vuelan y regresan tranquilos al nido y es tan armónico verlos.

Pero ¡no!, querido, nosotros somos cóndores en la cordillera. El mundo es una cordillera y cada uno de nosotros es un cóndor, y estamos mirando para abajo, porque estamos recordando lo que hemos sido para no olvidarlo. En el fondo, en el fondo –comentó otro hombre que había ahí–, somos como árboles, con muchos años de existencia, mucho tiempo de vida, erguidos, derechos, con raíces bien profundas, y ramas que puedan dar sombra a los que se saben ubicar cerca nuestro, que formamos parte de un sistema de bosques, pero no lo sabemos. ¿Y qué hacemos con la frase? Preguntó uno que justo pasaba por ahí y pescó un pedazo de la conversación: “no dejes que el árbol tape el bosque”. “Ningún árbol tapa el bosque” le dijo la primera vecina que había hablado, el árbol es el bosque.

Árboles en la cabeza

A Alberto se le presentó ante su vista una ciudad llena de árboles, altos, de varios metros, verdes, hermosos, uno al lado del otro en hileras, gigantescos y silenciosos seres vivos ordenados. Siempre habían estado ahí, desde que era chico, pero por primera vez los veía. Se había ampliado su cabeza y se había ampliado su mundo. Su cabeza se había llenado de árboles. ¿Qué te pasa? Le preguntó Sara. “Tengo árboles en la cabeza, desde esta mañana. La cabeza llena de árboles”. ¿Y cómo te aparecieron? Le preguntó. “De golpe, vi uno de ellos, y después los vi todos, y una vez que los vi a todos entraron en la cabeza y ahora están ahí”. Pero si los árboles siempre estaban, le dijo ella. “Pero ahora los veo”, aclaro él. Se amplió tu conciencia, le dijo Sara. “Calculo”, dijo él. Lleno, lleno la cabeza por todos lados de árboles. ¿Y ahora qué vas a hacer con las otras cosas que tenés en la cabeza?, preguntó Sara. “¿Qué otras cosas?” preguntó Alberto. “Los problemas de la oficina, de los que me hablas siempre, que era más o menos lo único que tenías en la cabeza siempre”.

bosque de luciernagas
Imagen: Pinterest.

Ahora voy a tener dos cosas en la cabeza, los problemas de la oficina y árboles. “Acá”, se señaló la parte del medio de la frente, “acá tengo unos fresnos”. Luego se tocó la parte de atrás, “acá tengo pinos, y acá uno de esos bosques frondosos del norte”. ¿Y las cosas de la oficina? preguntó Sara. “No sé”, dijo Alberto. “¿Van a entrar?”. Claro, dijo Sara, entra todo lo que quieras ahí, y deja de entrar todo lo que quieras también. Ese lugar, la conciencia, es inmenso. Tenés árboles y cosas de oficina en la cabeza, antes tenías sólo cosas de oficina. Bueno, estás creciendo. “Yo me veo más complicado, con más cosas”, renegó él. No, no, se equivoca mi amigo, usted no tiene más cosas, usted tiene más espacio, que es otra cosa.

Luciérnagas en la oscuridad

Es como una luciérnaga, decía mi abuela, refiriéndose a un vecino que comentaba que venía mal con sus cosas, es como una luciérnaga en la oscuridad, casi todo el tiempo anda tanteando en el oscuro, sin ver a dónde va, pero de vez en cuando prende su luz interior y se ubica. Claro que sí, es una luciérnaga, se daba la razón, porque cuando prende la luz se ubica él, pero nos ubicamos todos. Todos podemos ver por dónde vamos y dónde va, pero mientras no prende la luz interior no sabemos dónde está y no sabe tampoco él. Y después amplió, refiriéndose a todos nosotros. Todos somos luciérnagas en este mundo, andamos tanteando en oscuro sin poder ver, y de golpe, cuando nos cansamos, prendemos un poco la luz que tenemos y encontramos el rumbo de nuevo, hasta que la volvemos a apagar, y así, vamos poniendo luces de posición en el mundo, titilando entre luces y oscuro. Y cuando más de nosotros prenden la luz, más veces, más vamos a ver todos.

“¿Es como cuando nos llega una idea, que se prende una lamparita?”, preguntó un niño que había por ahí. Eso mismo, dijo mi abuela, cuando las luciérnagas titilan son las lamparitas de ellas que se prenden de las ideas que van teniendo.

Y lo mismo nos pasa a nosotros. Cuando nos llega una buena idea, nos volvemos una luciérnaga y prendemos todo alrededor.


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¿Por qué lo digo yo?

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En cada historia hay tres verdades: la de una parte, la de la otra parte, y la verdad.

Muchas veces las cosas no son lo que parecen, otras veces son exactamente lo que parecen, y algunas otras son una mezcla.

Dos personas que estén en el mismo lugar, al mismo tiempo, y vean lo mismo que acaba de pasar, ¿pueden tener versiones distintas de lo que vieron? Y, de ser así, ¿las dos serían verdad, sólo una de ellas, o ninguna?

¿Qué es la verdad? ¿La verdad para quién o definida por quién?

La verdad es definida como la conexión entre lo que pensamos o sabemos con la realidad. Es decir, la relación entre lo que afirmamos con lo que se sabe, se siente, se piensa o se presume que existe.

Dicho de otra manera, la verdad es lo contrario a la mentira.

¿Podemos decir una mentira cuando estamos convencidos de estar diciendo la verdad?

Entonces, ¿existe la verdad o es relativa?


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