“¿Un hombre está obligado a tratar a un turista como a un semejante? De ninguna manera. Un turista no es un ser humano: es una unidad amorfa en un rebaño sin dueño; un fantasma con ojos puestos malévolamente sobre su rostro por una agencia comercial; un ser infrahumano que camina por el mundo como un sonámbulo, un ser extraño, en suma, que no tiene nada que ver ni con el arte, ni con la belleza del mundo, ni con las gentes que piensan.”
Dr. Atl, en “Gentes profanas en el convento”
Un turista va y se mete al Prado y busca en su mapita la sala en la que se exhibe el cuadro de Las Meninas, de Velázquez, porque le dijeron que no podía visitar Madrid sin ver esa pintura. Un viajero, si tiene interés concreto en ello, va a ver Las meninas, y al observar la obra del pintor andaluz se transporta al mundo de Felipe IV y de su corte, y vive la pintura, y siente que algo se le mueve en el pecho cuando se da cuenta de que ya está lejos de un museo y cerca de una experiencia estética.
Un turista va al Museo del Louvre a ver a La Gioconda, porque le dijeron que no podía irse de París sin conocer de cerca la obra de Leonardo; y entre trompicones y empujones de japoneses con aparatos fotográficos, logra posarse frente a la tabla y hacer velozmente una reproducción con su cámara. Luego se va, pues se le hace tarde y el guía espera a todos en la Pirámide para ir a la siguiente atracción. Un viajero, si es eso lo que quiere, puede ir a ver la misma pieza. Pero lo hará por placer exclusivamente. Por analizar (quizá por octava vez) la expresión ambigua de la mujer Gherardini; por tratar de captar el brillo de la madera impregnada de óleo; por tratar de meterse en la escena lejana, en el sfumatto y en el claroscuro, y suspirará (quizá por octava vez) antes de irse con la imagen clavada en las pupilas, si los japoneses no lo empujan demasiado.
Para Gerardo Murillo, a quien llamaban doctor Atl, todo esto era muy claro. Y no sólo eso, sino que la figura del turista le parecía más despreciable que la mayoría de las cosas que a su paso se encontraba y que le hacían enojar. El doctor Atl era muy delicado. Y no era poco lo que le molestaba.
Una temporada tuvo que sobrevivir de contrabando en un convento abandonado. Ahí se puso a pintar, después de haber intentado hacer muchas otras cosas (varias de ellas con poco éxito). Tenía incluso una secretaria muy eficiente. Llegaban al sacro recinto turistas (norteamericanos casi siempre, nos cuenta el artista) a adquirir algunos dibujos. Él se burlaba de ellos con la sutileza que le permitía que los ofendidos ni cuenta se dieran de los agravios. Justificaba tener tratos con ellos al decir que las circunstancias lo habían convertido en un comerciante, y que un comerciante no era más que “un bellaco que soporta cualquier humillación con tal de ganarse un peso”.
Atl Viajó. Viajó y pintó en sus viajes, y luego como resultado de los mismos. Caminó con huaraches y pies llenos de lodo para encontrar un lugar desde el cual contemplar lo que quería retratar o lo que, simplemente, tenía intención de contemplar. Estuvo por todos lados, relacionándose con la gente con la que se topaba, absorbiendo el sabor de los lugares, oliendo los distintos perfumes, analizando los diferentes tipos humanos, escuchando sus maneras de hablar, maravillándose con las diversas arquitecturas y pasmándose ante los variados panoramas que le quedaban enfrente. En resumen, fue un viajero constante. Como Herodoto. Pero no había sido el primero en entender la relevancia y complejidad del viaje…
Egerton, que era inglés, pasó por México a finales de la primera década del siglo XIX. Se quedó azorado con los volcanes, que bocetó para después pasar a óleos. También visitó ciudades, y retrató varias de ellas. México le parecía un espectáculo constante. ¿Sería que volvió años después a establecerse en Tacubaya y a intentar continuar con sus viajes porque era incapaz de estarse quieto? Fue desde ahí de donde partió hacia el último trayecto, víctima de una mano desconocida. No creo que le haya molestado. Algo más que explorar encontraría del otro lado de la cortina.
A Pietro Gualdi le llaman Pedro. Se acomoda en un lugar que le permite la vista que quiere, y bosqueja la Catedral Metropolitana desde una perspectiva que le satisface. Escenógrafo y arquitecto, pero también talentoso dibujante y pintor, Gualdi se aficiona a su llegada a México por los paisajes urbanos, que retrata con gran maestría. Un hombre indispuesto a echar raíces, el italiano dejaría tras él una serie de litografías que representan monumentos diversos de Italia, México y los Estados Unidos, los tres países entre los que repartió su corta existencia.
Carl Nebelse impresiona sobre todo con los tipos mexicanos: le llaman la atención los aguadores, los gritones, las mujeres de las distintas regiones con sus trajes típicos y su natural ruborizarse ante la presencia de los ajenos; los soldados en sus uniformes; los chinacos con sus chaparreras llenas de cascabeles de plata y las indias que van por agua a los pozos y regresan con vasijas de barro bailoteando y salpicando en la cabeza. Se pasea por distintas regiones del país, y se mete a las entrañas de los rumbos por los que pasa con una fascinación propia de un viajero nato, o de un niño que, como el del tambor de hojalata, ha tomado la decisión de dejar de crecer para no dejar de asombrarse.