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Como es afuera es adentro

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Desde la azotea de la casa se ve la plaza del pueblo, un jardín en donde los viejos observan a la gente entre dos juegos de ajedrez. En donde los niños se roban las naranjas de los árboles cuando el jardinero está distraído y los novios se encuentran a la salida del trabajo. Los sábados, un tianguis la asfixia.

Desde la azotea, también se ve el campanario que ahora se usa cada vez más para replicar los dobles, ese lamento de campanadas largas, tristes, que anuncian la muerte de alguien. Se ve el atrio de la iglesia, con la cruz de cantera para persignarse antes de entrar. A las mujeres que llegan tarde, pero guapas; a los hombres de botas relucientes. A las jóvenes furtivas que voltean de un lado a otro antes de entrar a pedir un milagro. Al cura que barre él mismo la calle; al sacristán y a los monaguillos.

Es un pueblo lleno de vida que, un día, se quedó vacío. Las puertas de la iglesia se cerraron y la plaza se acordonó. Las hojas de los árboles se acumularon en las esquinas.

pueblo solitario
Ilustración: Leonid Afremov.

La casa de la azotea con vista al pueblo también se vació. Sólo quedó un matrimonio que la cuidaba desde hacía años. Acostumbrados al movimiento en los pasillos, al escándalo a la hora de las comidas y a las risas de los niños, los días les parecían eternos. Él leía libros de herbolaria, ella bordaba. Tenían prohibido salir más allá de la única tienda abierta en el pueblo. Compraban lo necesario para la semana y regresaban al encierro. El virus que azotaba al planeta se había adueñado de sus vidas. Aprendieron a llenar horas muertas y a buscar consuelo en pequeñas ilusiones. Por las tardes, subían dos sillas a la azotea y esperaban a que pasara el cura por el atrio para platicar un momento con él a gritos.

Pasaron los meses y, al igual que el anciano matrimonio, la gente del pueblo empezó a acostumbrarse a las nuevas rutinas. Los trabajadores del campo eran los únicos que salían con libertad. En las calles vacías, notaron cosas que nunca habían visto: una huerta detrás de un muro de piedra o macetas llenas de flores en una fachada. En las casas, los niños inventaban mundos para escapar del aburrimiento.

Hace unos días, el delegado anunció que ya se puede dejar el encierro. Pero algo cambió en el interior de la gente. Ya nadie quiere salir. Se ha hecho costumbre oír la misa por altavoz y los trabajadores del campo le han tomado gusto a las reuniones en familia. El matrimonio con vista a la plaza ha puesto una sombrilla en la azotea. Desde ahí observa, como un teatro, los encuentros de los novios, los únicos humanos en las calles repletas de pájaros que le han perdido el miedo a los hombres.

Más de Luis Buñuel

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Después de mi escrito de la semana pasada, “Él” de Luis Buñuel, recibí varios comentarios, algunos –por cierto– no fueron especialmente halagüeños, desafortunadamente nadie optó por subirlos a la página del periódico. Recibí también algunas llamadas telefónicas, una especialmente alentadora y motivadora fue la de mi amigo Bruno Estañol, compañero de generación en la Facultad, buen médico, destacado neurólogo, entusiasta profesor, hombre muy culto y además buen escritor. Me hizo notar la falta de referencia a un libro de Fernando Césarman, El ojo de Buñuel. Psicoanálisis desde una butaca. Césarman fue un destacado psicoanalista, muy culto y diverso, fue uno de los primeros mexicanos en preocuparse por la ecología y el medio ambiente. Césarman y Estañol escribieron algunos libros juntos –El telar encantado, El laberinto y la ilusión, Como perro bailarín y los Motivos de Sísifo–. Por eso me disculpé de inmediato –aunque no tiene disculpa la omisión porque tengo el libro en mi poder– lo comentamos y Bruno Estañol me hizo notar la presencia del prólogo de Carlos Fuentes, pero en la edición que yo tengo en lugar de esa presentación se incluye un escrito espléndido de Héctor Azar.

el ojo de bunuel

El libro de Césarman surge de un trabajo conjunto que tuvieron él y Max Aub, porque éste quería hacer un estudio sobre Luis Buñuel, pero durante la elaboración fallece Max Aub. Pese a que el proyecto conjunto queda trunco, afortunadamente se salvan los materiales y se publican tres obras. Las de Max Aub son póstumas, hechas con el abundante material que dejó perfectamente ordenado: uno, Conversaciones con Buñuel, el otro, Luis Buñuel una novela y, por supuesto, El ojo de Buñuel. Este escrito después del fallecimiento de Max Aub y con Buñuel vivo. El título tiene seguramente una doble referencia, al ojo del espectador que va haciendo psicoanálisis y al perro andaluz. Es un libro muy interesante e importante. Nos ofrece un punto de vista diferente de un psicoanalista experto y conocedor y contemporáneo de Buñuel. Analiza prácticamente todas sus películas y de cada una nos da una opinión profesional. Dado que las películas de Buñuel atrapan conductas humanas muy diversas, unas francamente patológicas y otras limítrofes, el punto de vista de un experto resulta siempre muy valioso. Una limitante es que la psicodinamia –el estudio que el analista hace del caso y en el que basa o puede basar las conductas terapéuticas– es siempre un hecho plenamente subjetivo (del analista) y por tanto puede resultar plenamente acertado o no. Esto nos permite a los legos diferir con Césarman en el análisis de algunas de las películas de Buñuel y al ver nuevamente alguna de ellas tener una discusión interior.

Las obras de Max Aub no las tenía, sólo pude conseguir Conversaciones con Buñuel, editada por Federico Álvarez en 1984 –aunque la novela no me ha llegado aún–. Para entonces, cuando se editó ese libro, ya había fallecido Luis Buñuel y Max Aub. Utiliza, decíamos, un material que dejó muy bien ordenado Aub y la obra está formada por la transcripción de unas conversaciones de Buñuel y Aub, por lo visto muy largas y a veces acaloradas, así como los testimonios de muchos familiares, amigos y colaboradores del cineasta; echamos de menos algunas charlas que seguramente han de estar disponibles como las de los artistas que triunfaron con él (Silvia Pinal y Catherine Deneuve), los actores (Fernando Rey, Pedro Armendáriz, quien ya había fallecido) o los productores (como Gustavo Alatriste).

migracion bunuel

Respecto al testimonio de Luis Alcoriza es muy escueto. Se nota una enorme confianza entre ellos y un vasto conocimiento de las vidas de ambos, de tal forma que va siendo una plática entrañable pero que va dejando datos, secretos, aventuras que seguramente se pueden contar de manera fraternal. Se destaca también la posición de liderazgo que siempre tuvo Buñuel, empezando por su primogenitura y su formación inicial, y que al parecer estuvo siempre bañada por el éxito. Aub enfatiza su gusto por la buena vida y su posición política, y que el mismo Buñuel defendía sin entrecortarse.

Luis Buñuel nunca pasó penurias ni sobresaltos, todo le vino rodado, siempre rodeado de trabajo, éxitos y triunfo y con el dinero suficiente para pasarla muy bien. La religión, la religiosidad, la iglesia y el pecado ocupan gran parte de las pláticas y nos van explicando el porqué del trato siempre anticlerical y preocupado por el discurso de las instituciones eclesiásticas. Se asume a lo largo de las conversaciones como un anarquista, e incluso, en una época fue admirador de Stalin. Aub también acentúa su amistad de siempre con Dalí y su desprecio y odio por Gala –que seguramente admitirían un estudio psicoanálitico más profundo–. Desde luego Conversaciones con Buñuel también nos permite observar al cineasta de manera más detallada. Estas referencias son la muestra del crisol cultural que en México existía en el siglo XX con pensadores tan intensos como Aub, Césarman y Buñuel.

En el camino de búsqueda me encontré dos biografías, ambas hechas en España, una es de J. Francisco Aranda, un crítico cinematográfico e historiador, que parece haberla desarrollado como encargo para le presentación de la reinserción de Buñuel en España. Tiene como valor especial que contiene muchos textos autobiográficos del cineasta –mientras estaba en Nueva York en el museo–, de diversas compañías cinematográficas y amplios testimonios de los hermanos Buñuel. La otra biografía es de Ian Gibson, el irlandés experto en la historia contemporánea de España, es muy detallada, amplia y precisa, pero termina en 1938, y si bien seguramente contiene los años de formación de Luis Buñuel, para entonces sólo tenía filmadas Un perro Andaluz y Las Hurdes.

libros de bunuel

Es admirable que al hablar de Luis Buñuel siga suscitando tanto interés. Él es el creador de algunas de las mejores películas que se han hecho en México, en España y en Francia, ganador de un Oscar, de varios premios en Cannes y en Venecia, e indudablemente un personaje destacadísimo de su época.

¡Ah!, si logro conseguir Luis Buñuel, la novela, y un libro que sobre Buñuel escribió Octavio Paz, se los comentaré también en esta columna.


Lecturas recomendadas:
⋅ Max Aub. Conversaciones con Buñuel. Aguilar. Madrid: 1984.
⋅ Fernando Césarman. El ojo de Buñuel. Psicoanálisis desde una butaca. Miguel Ángel Porrúa. México: 1998.
⋅ Ian Gibson. Luis Buñuel. La forja de un cineasta universal. Debolsillo. México: 2015.
⋅ J. Francisco Aranda. Luis Buñuel. Biografía crítica. Lumen, Col. “La palabra en el tiempo”. Madrid: 1969.


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Libros hasta las nubes

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¿Por qué leemos hoy menos que antes?, ¿será un problema educacional, de falta de hábito?, ¿o tendrá que ver con nuestra dificultad para soportar la incertidumbre? 

Annemarie Schwarzenbach, a quien Thomas Mann describía como el “ángel devastado”, fue una viajera en búsqueda permanente de un lugar en el mundo que la hiciera sentir que había llegado a casa. Cada aventura que emprendía fue un intento por alcanzar la paz mental y entender, sobre todo entender, lo que le ocurría, el por qué de su desasosiego y profundo malestar subyacente. Ella pertenece al linaje de los seres humanos que conocen la intemperie emocional desde siempre. Se trata de un grupo enorme de personas que casi al mismo tiempo que comienza a caminar y a hablar, percibe que hay algo que los supera, que, aunque no lo pueden definir, ni nombrar siquiera, los impulsa a ir al encuentro de un espacio psíquico que les haga sentir que encajan en el mundo.

fuera de lugar
Imagen: Wattpad.

Raros o especiales, así es como nos sentimos cuando nos vemos como diferentes. Si la interpretación que hacemos es negativa, inmediatamente nos sentimos parte del primer grupo; si por el contrario creemos tener algún atributo que consideramos particularmente positivo, nuestro pecho y ego se inflan y nos ubicamos en un peldaño por sobre lo que consideramos, con cierto desdén, la mayoría.

Más allá de la forma en que nuestra psique intente amoldarse a los parámetros de la supuesta normalidad que nos gobiernan, lo cierto es que en cada uno de nosotros conviven siempre dimensiones de rareza y especialidad. Lo mismo ocurre con los vergonzosos y los culposos; los primeros consideran que en ellos hay algo disfuncional, distinto, que les impide ser en verdad felices; en tanto que los culposos saben que en ellos habita la falta (el viejo pecado) y temen que si los demás lo descubren no los aceptarán, ni mucho menos querrán. Y así de vergüenza en rareza, de culpa en unicidad, nos la pasamos buena parte de la vida intentando dar con un locus amoenus, un lugar tangible o mental en el que podamos sentirnos seguros y plenos.

Caminos para intentar resolver el acertijo existencial hay sin duda muchos. La filosofía y la psicología pueden hacer que la búsqueda sea menos áspera, como así también las ciencias exactas nos pueden ayudar a precisar de mejor manera la magnitud de lo que queremos entender y resolver, entregándonos fórmulas y métodos para explorar los espacios materiales e inmateriales. Por otra parte, el arte, y la literatura en particular, siempre entregan respuestas, aunque no necesariamente soluciones, para aquello que nos incomoda o aflige. 

respuesta en los libros
Imagen: Karen Holmes.

Pero hoy, en la era de la inmediatez y del presentismo, no resulta fácil tener la capacidad reflexiva y darse el tiempo para aprender que la espera y la demora también son parte del aprendizaje y de la comprensión profunda. 

Entonces, ¿qué hacer para llenar el vacío, el hastío crónico, que inunda a media humanidad? ¿Dónde encontrar la calma y sobre todo el sentido que tanto se necesita por estos días de incertidumbre sanitaria, económica y política? No conozco una salida única y mucho menos segura para salir de este laberinto; sin embargo, tengo la experiencia de haber crecido en una casa con “libros hasta las nubes”. Una Torre de Babel de veinticinco mil volúmenes y seis mil revistas, de conocimiento, lenguas y disciplinas diversas; entre sus paredes aprendí a que zambullirse en las ideas abre y cierra puertas, permite deslumbrarse, enseña a contradecirse y, sobre todo, ayuda a mantener la esperanza y la cordura en los momentos más duros de la existencia. Los libros regalan palabras y amplían nuestro repertorio imaginativo y psíquico; a mayor lenguaje más posibilidades de explicar y entender aquello que nos estremece y asombra.

Annemarie Schwarzenbach esa viajera atormentada que buscaba contestación y contención a sus temores y dolores escribió: “¿Terrible incertidumbre? Terrible sólo mientras no podamos mirarla a los ojos”. Sin duda, es en los libros donde podemos mirarnos a nosotros mismos, profundamente, a los ojos.


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Catálogo de mentiras éticamente aceptables

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Ahora que prácticamente todos tenemos la percepción de que el gobierno nos engaña, especialmente tratándose de los números relacionados con las personas contagiadas y muertas con motivo del coronavirus, conviene adentrarnos en el libro sobre la mentira, “Lying” de Sam Harris, que se ha convertido en un clásico sobre la materia. Este famoso autor de la Universidad de Stanford y con varios best sellers del New York Times, afirma que una de las muchas paradojas de la vida humana consiste en que con frecuencia hacemos cosas aunque nos provoquen infelicidad; tal es el caso de mentir. Aunque en su libro trata de encontrar ejemplos de mentiras virtuosas o justificadas, muy pronto llega a la conclusión de que casi siempre vale la pena decir la verdad.

Mentir, aún en el caso de las llamadas “mentiras piadosas” o pequeñas mentiras sin mayor importancia, acarrea daños a las relaciones interpersonales y a la confianza pública. El sufrimiento causado por mentir se resuelve fácilmente, simplemente diciendo la verdad. El autor aclara que aunque los límites no son del todo claros, no todas las formas de engaño son mentiras y que, aun diciendo la verdad, se puede engañar. Mentir es engañar intencionalmente a otros cuando esperan una honesta comunicación y entienden algo ajeno a la verdad. También esclarece los conceptos de “verdad” y “veracidad”. Hablar con veracidad implica decir con claridad lo que pensamos, lo cual no significa que nuestros pensamientos sean verdaderos, ni que estamos diciendo toda la verdad. Expresar nuestro grado de incertidumbre es una forma de “honestidad”. El intento de comunicarse con honestidad es la medida de la veracidad.

sam harris
Sam Harris, filósofo, neurocientífico, cofundador y director del Proyecto Razón (Imagen: Ytim).

Entonces, si sabemos que mentir lleva necesariamente a la infelicidad, ¿por qué mentimos? Para tratar de evitar ridículos, para exagerar los logros personales o disfrazar los errores, para hacer promesas que no pensamos cumplir, para ocultar defectos o para tratar de proteger los sentimientos de las personas a las que queremos. En ocasiones mentimos con eufemismos, con palabras suaves para evitar ofender si somos demasiado francos, o como táctica de silencio, pero la mentira surge cuando comunicamos a otro algo distinto a lo que pensamos. Erróneamente se piensa que quien miente queda libre si el engañado no detecta la mentira, pero hay que considerar que nos sentiríamos traicionados si los papeles de mentiroso y engañado fueran los contrarios.

La confianza retribuye mucho a quien goza de ella, y el engaño y la desconfianza es el otro lado de la misma moneda y daña a quien la padece. La gente honesta es refugio de otros ante la certeza de que no dirán una cosa frente a nosotros y otra a nuestras espaldas, y que nos dicen lo que piensan cuando cometemos errores. La honestidad es un regalo para los demás y una fuente de poder y de simplicidad, pues nos permite ser siempre nosotros mismos y actuar con libertad. Es absurdo que por pretender evitar una incomodidad instantánea, mintamos y provoquemos problemas de largo plazo por ocultar la verdad. Se puede ser honesto y amable simultáneamente, diciendo la verdad sin ofender. La clave está en compartir a nuestro interlocutor la información con la que contamos y que le puede ser de utilidad, lo que permite a ambos crecer.

En cuanto a los tipos de mentiras, Sam Harris distingue las transgresiones éticas, entre actos de comisión y actos de omisión, y reconoce que son generalmente más criticados los primeros, pues tal como mentir implican una acción negativa, y los segundos suponen dejar de corregir una impresión falsa en los demás, pero afirma que desde la perspectiva ética una mentira causada por omisión tiene que aclararse. Se refiere a las “mentiras blancas” que pretenden evitar incomodar a otros, pero asegura que dañan la sinceridad, autenticidad, integridad y entendimiento mutuo, que son fuente de riqueza moral y que se destruye en cuanto contradecimos deliberadamente lo que pensamos.

mentiras blancas
Ilustración: Malika Fevre.

Implica arrogarnos la facultad de juzgar, qué tanto el otro debe entender de su propia vida, pretendiendo decidir por él. Significa no proveer información útil o ayuda honesta al otro. El pretender dar al otro confianza sobre bases falsas, significa robarle tiempo, energía y motivación que podría utilizar en otros propósitos de manera más eficiente. En estos casos, la honestidad exige comunicar nuestras propias dudas sobre nuestras opiniones, a efecto de limitar su impacto en los otros, porque desde luego podemos estar equivocados.

Respecto de los secretos, especialmente cuando otro nos pide confidencia, el autor deja en claro que la honestidad no obliga a revelarlos y que ante preguntas indiscretas y directas al respecto, es válido decir que se prefiere no contestar. Desde luego el secreto profesional de abogados, psicólogos, terapeutas y confesores, entre otros, en forma cotidiana los guardamos, con pleno derecho a ello. Sobre mentiras in extremis, nos recuerda la posición radical de Kant en el sentido de que mentir siempre implica una violación a la ética, aun en caso de pretender evitar con ella la muerte de un inocente, lo cual pone el autor en tela de juicio, aunque reconoce que sólo en casos excepcionales que raramente se presentan en la vida real, la mentira pudiera justificarse, en cuyo caso produciría de todos modos un daño en la comunicación honesta y sugiere una frase para una posible salida en esos casos: “No te lo diría, aun en el caso de que lo supiera”. Tal sería el caso de que un nazi nos preguntara si estamos escondiendo a algún judío, si alguien ha realizado algo ilegal pero no inmoral y que por nuestra contestación pudiera ser castigado gravemente conforme a una ley injusta, o en casos de guerra en donde se aplica la llamada ética de emergencia.

La dificultad de mentir estriba en que obliga al mentiroso a llevar la cuenta de sus mentiras para no contradecirlas en el futuro, en cambio, decir la verdad nos libera y nos permite ser nosotros mismos. El decir algo y contrariarlo con el actuar nos vuelve vulnerables. Eso es lo que suele pasar a los políticos con las grandes mentiras con las que pretenden engañar al pueblo con reportes falsos o informes a medias con el propósito de engañar, lo que reflexivamente provoca desconfianza y erosiona la autoridad. Aunque generalmente los políticos mienten para manipular o para evadir responsabilidades, en ocasiones lo que se pretende es evitar generar pánico, como es el caso de la pandemia que padecemos, durante la cual se tratan de recortar los números de personas infectadas o muertas por el coronavirus. Harris es contundente al señalar que nunca se puede justificar que un gobierno engañe a su población y que el daño que causa es irreparable.

catalogo de mentiras
Ilustración: Dribble.

Algo poco común es que el libro incluye multitud de ejemplos prácticos de eventos en los que solemos estar tentados a mentir, una sección en la que transcribe una conversación con Ronald A. Howard, el profesor de ética, sistemas sociales y toma de decisiones del autor, así como conversaciones con sus lectores en las que cuestiona sus principios teóricos a la luz de casos prácticos que ofrece la realidad. Allí se reconoce la dificultad de ser honesto en sociedades como la nuestra, en la que existen incentivos perversos que premian la deshonestidad, se cuestiona la supuesta justificación moral para mentir a los niños y se pone en tela de juicio la conveniencia de esconder una enfermedad por piedad, en las que se reitera la importancia de contar con normas universales que prohíban mentir e impongan la honestidad.

El autor concluye que tal como en Anna Karenina, Madame Bovary y Otelo, en la vida tanto pública como privada, la mayoría de las tragedias derivan de mentiras. Mentir implica negarse a cooperar con los demás, desconfiar de ellos. Es un fracaso para entender a otros y para convencer. Significa destrozar las relaciones humanas y condena nuestro futuro a tratar de mantenerlas. En materia pública la mentira provoca la pérdida de confianza en los gobiernos y las empresas, y queda como basura tóxica que sigue causando daño en el tiempo. Sam Harris deja un llamado a permanecer abiertos a los poderes de la conversación, para considerar siempre nuevas evidencias y mejores argumentos, lo cual es esencial desde la perspectiva de la racionalidad pero también desde la del amor. Se trata de un libro de enorme actualidad que no se puede dejar de leer.


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La verdadera Lolita de Nabokov

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En un artículo de El País, Antonio Muñoz Molina escribió acerca de una entrevista a Nabokov. El escritor ruso había preparado las respuestas de antemano y usaba unas pequeñas fichas para contestar. Esto cambió cuando el entrevistador se refirió a Lolita como a una niña un poco perversa. Me imaginé a Nabokov olvidando sus apuntes para hablar de una cuestión de especial interés para él. Le daba tristeza que así vieran a Lolita cuando, en realidad, era una niña lastimada de la que habían abusado sexualmente. Lo sorprendente es la cantidad de lectores que la han interpretado como a una “niña mala”. Muñoz Molina reconoce que él mismo había caído en ese error. Nabokov pensaba que la confusión podía deberse a las portadas de los libros y a las caracterizaciones en las películas, en donde la retratan mayor de lo que era en realidad. Para mí, una de las escenas más perturbadoras del libro es cuando Humbert Humbert describe las rodillas huesudas de la niña. A esa edad fue secuestrada por él; en la portada que tengo ahora frente a mí, en lugar de una pequeña de rodillas huesudas, veo a una adolescente de lentes oscuros en forma de corazón, comiendo una paleta tan roja como su boca. Sin embargo, me parece que las interpretaciones de la novela van más allá de cómo la han vendido algunos medios.  

Vladimir Nabokov
Vladimir Nabokov, escritor de origen ruso (Fotografía: El País).

Se ha discutido acerca de si las mujeres escriben de manera distinta a los hombres. El artículo de Muñoz Molina me hizo preguntarme: ¿Leen distinto los hombres y las mujeres? Según el escritor y columnista, él vio a Lolita como lo que era en realidad gracias a sus conversaciones con mujeres. Para ellas, era una víctima, no la manipuladora cuya historia sería menos dolorosa.Independientemente de si esto se deba a condicionamientos sociales o no, en general, los hombres y las mujeres tienen gustos distintos en cuanto a lectura. Lo interesante sería descubrir cómo se acercan al mismo libro. Lolita es la novela ideal para discutir la cuestión porque toca dos temas que han definido a nuestra especie: el género y el poder que otorga ser físicamente más fuerte. Los movimientos feministas son tan diversos que sería difícil compaginar con todos. Confieso que hasta hace poco nunca me había involucrado en serio en las discusiones. Defendía la paridad en los salarios por un mismo trabajo, la igualdad de oportunidades y la revaloración de las labores domésticas; comulgaba con las ideas de Virginia Woolf y de Simone de Beauvoir y me interesaban teorías como el transfeminismo, por poner un ejemplo. Sin embargo, quizás porque he tenido la suerte de nunca haber sido víctima del machismo, mi solidaridad con los movimientos feministas era tibia.

Para que un libro afecte, se debe descubrir en el momento adecuado. Leer a Herman Hesse a los 50 años no es lo mismo que a los 20. Lo contrario aplicaría para novelas como El sentido de un final, de Julian Barnes. En mi caso, Nell Leyshon me abrió los ojos. Hay una escena en El color de la leche que cambió mi forma de involucrarme con el feminismo. Se trata de cuando el pastor que abusa de la protagonista cree que ella lo disfruta. Su actitud me hizo recordar la arrogancia de quienes se niegan a darle valor a las palabras de las mujeres, por la simple razón de que van contra sus propios intereses. Es fácil justificar el acoso diciendo frases como: “cuando las mujeres dicen que no quieren, es porque sí quieren”. En El bosque, otra novela de Nell Lehyson, cuando un soldado en la calle insiste en que responda a sus avances, Sofía piensa:

Siempre este miedo, sólo porque eres mujer. Imagínate que hubiera un modo de evitarlo, que pudieras transformarte y volverte invisible.
Imagina que el pelo se te pudiera retraer, meterse por la raíz y enroscarse dentro del cráneo, y que sólo las puntas quedaran visibles en la cabeza, como si lo llevaras pelado al rape. Imagina que la cintura se te llenara y los pechos se encogieran, instalados junto al corazón, y te quedara el torso duro y liso (…) que toda la blandura de tu cuerpo te pudiera abandonar.
Imagina ser un hombre.

Lolita teresa
“Teresa soñando”, Balthasar Klossowski de Rola (1938).

Para muchas mujeres, así transcurren sus días: en la calle, en el trabajo, incluso dentro de lo que debería ser el refugio de la casa. Esto no significa que los hombres sean animales en busca de presas, pero sí que llevamos siglos de una educación y una cultura diseñadas por ellos. En su artículo, Muñoz Molina se refiere al hecho de que su lectura de Lolita cambió después de escuchar el punto de vista femenino, lo que me lleva a la pregunta inicial: ¿Las conclusiones a las que llegamos cuando leemos están condicionadas por nuestro género? Independientemente de nuestra educación o de nuestros prejuicios, ¿nuestra condición hormonal afecta nuestras lecturas?

Nuestras experiencias hacen que nos identifiquemos con un personaje, que un libro nos conmueva, nos frustre o nos llene de nostalgia. Lo que para un lector pasa desapercibido, a otro puede marcarlo. Y los seres humanos solemos tener experiencias distintas desde los primeros años de vida dependiendo de nuestro género. Quizás para un hombre sea más fácil que para una mujer ver a una Lolita un poco depravada porque nunca estaría en una situación como la suya. A Nabokov le frustraba que no se considerara su obra maestra como un libro tristísimo, pero las interpretaciones son eso. Puntos de vista. Y el autor ruso se metió de tal forma en la mente de Humbert Humbert que lo convirtió en un psicópata convincente. Por eso Lolita es inmortal, porque el protagonista manipula la historia para hacernos creer que la verdadera víctima es él. Y lo hace con tal maestría que es fácil caer en la trampa. Aunque parece que caen más los hombres que las mujeres.

A nuestra imagen y semejanza

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Los dioses de la mitología griega son chismosos, competitivos, despiadados con los débiles y cobardes con los poderosos. Desconocen la misericordia y les encanta ejercer su poder en los mortales. Su ego se alimenta de súplicas y alabanzas, por eso es necesario mantenernos subyugados. Cuando Prometeo nos regaló el fuego, Zeus lo castigó con un tormento sin fin: cada día, un cuervo le comería el hígado. El terrible escarmiento serviría para hacer desistir a quien tuviera la intención de empoderarnos.

Circe, hija de Helios, dios del sol, la rechazada por ser menos bella que sus hermanas, la de la voz parecida a la de los humanos, también se sentía atraída por los mortales. A ella el castigo que se le impuso por atentar contra las leyes del Olimpo fue el exilio. Pero en un giro del destino, experto en desconcertar tanto a hombres como a dioses, lo que debería haber resultado una tragedia se convirtió en salvación. En la isla de su destierro, Circe perfeccionó el arte de la brujería y tuvo contacto con hombres que merecían ser convertidos en puercos, pero también con otros, íntegros y valientes. Con una mujer sabia y un constructor de laberintos.

Circe y Ulises
“Ulises en el palacio de Circe”, Wilhelm Schubert van Ehrenberg (1667).

A su isla llegaron el ingenioso Odiseo, Penélope y Telémaco, también Atenea, la guerrera de ojos grises; Hermes, el mensajero; Apolo, el más bello entre los dioses; náufragos y ninfas. En ella concibió y tuvo a un hijo que se convertiría en rey. Los animales salvajes fueron sus compañeros y la naturaleza se abrió a ella como un regalo. Circe tenía el poder de transformar a dioses y a humanos en su verdadera esencia. En el destierro encontró la suya. ¿Tendría el valor de llevar a cabo el hechizo con ella misma? Estos temas enriquecen la última novela de Madeline Miller. No es un libro con moraleja, sino una obra que va más allá de un recuento mitológico.   

La primera parte sucede en las casas de los dioses, y aunque es importante para que el resto de la novela tenga sentido, la trama adquiere fuerza a partir del destierro de Circe. La diosa secundaria del inicio le cede el lugar a la gran bruja de Eea, a la mujer que sabe lo que quiere y está dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Dicen que, en el fondo, los dioses envidian la mortalidad de los humanos. La Circe de Madeline Miller nos hace entender la razón, y no es la que imaginamos.

La iglesia católica, entre otras, predica a un dios infinitamente misericordioso, dispuesto a sacrificarse por sus criaturas, y la Biblia dice: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”. El problema surge cuando vemos las atrocidades que el ser humano es capaz de cometer, pues es difícil compaginar el amor que lo envuelve todo, con los pecados capitales.

libro de Circe
Imagen: La Nave Invisible.

Los dioses de la mitología griega, en cambio, fueron creados a imagen y semejanza nuestra en cuanto a debilidades, o pecados, como se quieran llamar. Sin embargo, carecen de la empatía que redime a los humanos. En este sentido, la bruja Circe se acerca más a lo que somos. Luz y oscuridad indivisibles. Una de las preguntas que genera la novela de Miller es, ¿quién necesita más a quién? ¿Los dioses a los mortales o los mortales a ellos? ¿Los poderosos a los aparentemente débiles o viceversa?

A través de su historia, el ser humano se ha esforzado por encontrar explicaciones para lo que somos incapaces de entender. Los mitos y las religiones nos han ayudado a soportar la incertidumbre. Buscar respuestas en algo superior a nosotros ha sido parte de nuestra esencia. Quizás ahí estén, pero quizás no. A lo mejor están frente a nosotros, en las caídas de las hojas en otoño, en una oruga que se convierte en mariposa. Como le sucedió a Circe, a lo mejor lo único necesario para encontrarlas sea observar a nuestro alrededor.

Hasta pronto

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Con esta entrega, mi columna cierra su primer ciclo e inicia una breve temporada de descanso. Agradezco a El Semanario por este espacio y a quienes lo hayan visitado por su atención. En retrospectiva, mis puntos de interés al escribir en El Cristal de las Palabras han sido:

~ Las características del lenguaje claro.
~ La transparencia y el derecho a entender.
~ El impacto de la tecnología en nuestros procesos de comunicación.

Quiero dedicar este artículo para revisar brevemente los puntos anteriores.

lenguaje
Ilustración: Cóctel Demente.

En su dimensión más práctica, la columna ha tratado de definir en qué consiste comunicarse con un lenguaje claro y cómo hacerlo en diferentes situaciones comunicativas, como las juntas, las conversaciones de retroalimentación o la comunicación electrónica. Reconocer un contenido oscuro, complicado y ambiguo, y saber simplificarlo, ayuda a tener procesos de trabajo más ágiles, eficientes y transparentes.

El segundo tema es la implicación del lenguaje en la construcción de la transparencia y del derecho a entender; en particular, en el terreno de la comunicación de organizaciones públicas y privadas con ciudadanos y clientes. No se trata de un tema meramente lingüístico, sino que afecta la calidad de nuestra vida económica y social. En este sentido, es importante denunciar la comunicación oscura y exigir claridad a las instituciones públicas y privadas que deben rendirnos cuentas.  

lenguaje
Ilustración: Pinterest.

El tercer punto es cómo funcionan nuestros procesos de comunicación (en el entorno laboral) y cómo son afectados por la tecnología que usamos para comunicarnos. La abundancia de información y de conexiones abren grandes posibilidades para la comunicación y la divulgación del conocimiento, pero también nos plantea el reto de rescatar los espacios de presencia y atención que requieren la lectura, la escritura y la conversación profundas, críticas y constructivas. Nos conviene recuperar la calidad de nuestros espacios comunicativos para no perdernos en el mar de pequeños mensajes desarticulados, superficiales y poco fundamentados que inundan el ciberespacio cada día.

Queda mucho trabajo por hacer en la construcción de políticas y prácticas de comunicación que provoquen una comunicación clara y transparente. Por el momento, me enfocaré en promoverlas dentro de mi trabajo cotidiano. Regresaré a esta columna una vez que haya cosechado novedades interesantes. Hasta entonces.

Recuperar el pasado

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Vidal Elías es un veracruzano que se zambulló en su niñez en Xalapa, en Banderilla y en otros rincones jarochos y, como el Carlitos de José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, recuperó una memoria infantil. Pero si Carlos-adulto lleva al lector al rincón opresivo de una cantina, Vidal lo convida a un soleado jardín en donde la pobreza y el azoro de verse tan frágil y pequeño ante la vida no son miedos sino pedacitos de la íntima alegría de saberse, hoy, hijo logrado de aquel tiempo.

En aquellos años, dice Vidal, cualquier palo de escoba era caballito. Y –digo yo– cualquiera de nosotros héroe, hombre alado, capitán de corsarios, jefe de pandilla y, por la noche, niño acurrucado entre brazos amorosos que eran como el fin del mundo, cuando nuestras madres y abuelas nos dejaban en la cama después de la merienda. Con su libro, Vidal Elías se reveló como un cuidadoso artesano que mezcla recuerdos, sueños y fantasías y con ellos reinventa el jardín de su niñez: Cuando cualquier palo de escoba era caballito.

Una sentencia irlandesa dice que las tres más breves huellas son las de un pájaro sobre una rama, la de un pez en un estanque y la de un hombre en el alma de una mujer. Añado una cuarta: la de la niñez en la vida del adulto.

¿Qué pasa con la literatura testimonial, con las cuartillas del recuerdo? Casi todos tenemos algo que decir de nuestro pasado… aunque algunos pobres apenas si se dan cuenta de que viven en el presente. No tengo idea si este género sea ralo o abundante. Mi percepción es que son muy pocos quienes tienen la fortaleza para compartir recuerdos infantiles porque a la mayoría nos da pena y nos agobia exhibirnos al mundo. Puede ser insoportable que los otros se enteren de que dormíamos con un osito de peluche, porque de ahí a deducir que mojábamos la cama hay apenas un paso.

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Imagen: Pinterest.

Pero quiénes sí se atreven, cual fue el caso de Vidal, nada más y nada menos que iluminan nuestras vidas. Todos recordamos páginas autobiográficas de los muy famosos. Pero yo me pregunto, ¿valen más, desde el punto de vista emocional, los recuerdos del Nobel sudafricano Coetzee que la deliciosa narración de la tamaulipeca Rosa de Castaño en su Rancho estradeño? ¿Es más importante la Historia de una granja africana de Olivia Schreiner que la memoria que Rosa King nos legó en Tempestad sobre México? Es más: ¿quién ha leído esos libros? Yo me quedo con el recuerdo de Vidal.

Es de ociosos eso de la crítica, y lo traigo a colación únicamente para ejemplarizar mi argumento. Visitar un libro de memorias es como abrir, sin haber tocado, la puerta de una casa que sólo conocemos por fuera: al entrar y conocer el interior, algunos sentirán que la sangre les sube al rostro, otros se regodearán con el morbo, a unos les dolerá el estómago y los más sentirán que el corazón se les acelera al reconocerse en los personajes que pueblan un jardín amorosamente construido, como el de Vidal… pero nadie, téngase por cierto, la habrá abierto en vano.

 Vaya que se requieren agallas para exponerse así. Aquí mis entrañas; ¡venid, cuervos!, dijo el bardo. Pero no sólo de agallas se nutre la literatura, como sabe cualquier estudiante de letras. ¿Cualquier estudiante de letras? ¡Cualquier lector! La literatura se hace, con perdón de don Perogrullo, con pasión, con amor, con coraje, con obsesiones, con ritmo, con eufonía, con imágenes, con el diestro manejo del lenguaje en que tuvimos la gracia de crecer… y con trabajo, ¡con mucho trabajo!

“La mañana en que conocí el mar, lo habían traicionado las gaviotas y no tenía a una Alfonsina ni naufragios que me reconfortaran”, dice Vidal de su primera excursión al lugar en donde termina la tierra, a donde llegó enfundado en una cotorina multicolor y protegido por su inseparable Osín. Y no tiene que decir más para que el lector se sienta transportado a la pedregosa playa azotada por los fríos y arenosos vientos cruzados del norte.

Hay en las páginas del libro de Vidal una memoria, sí, pero también el anuncio de una obra literaria. Porque en literatura ni todos los palos son caballitos ni todas las azoteas bases lunares. La literatura es la posibilidad de no perder la memoria. Es recuperar, sin esquizofrenias, una parte de la vida que llevamos dentro y entregarla a otros que llamamos lectores.

Selcuk Demirel
Ilustración: Selçuk Demirel.

Es antigua y casi lugar común la sentencia de que un libro no tiene dos lecturas iguales. Ya otros darán su propio testimonio, pero a mí el de Vidal me hizo recordar que Javier Ruiz y yo tendríamos seis años cuando convertimos la azotea de nuestra casona en el centro de transmisiones ultrasónicas desde donde lanzábamos apremiantes mensajes a la flotilla espacial que debía rescatarnos de las huestes de Ming, emperador de Mongo, al que invariablemente vencíamos cinco minutos antes de salir destapados a la panadería para atrapar la mejor ganancia, la rosca o la concha con la que el gachupín de “La Paloma” compraba la lealtad de los chamacos  y de las muchachas que todas las tardes salían por el pan.

¡Llamando a la base de la luna…! ¡Llamando a la base de la luna…! Ese susurro precipitado y urgente lanzado desde una caja de cartón olorosa a fab es la mágica conjura que abre el portón a los recuerdos de una infancia que, como a Vidal, se me escurrió sin remedio entre los dedos. “Qué horrible destino para un muchacho tan bello”, exclamó el viejo poeta inglés al encontrarse con su retrato infantil.

¿Los libros que recuperan una memoria son el equivalente a un diario? ¿Es esta remembranza del tiempo pasado la transcripción de las notas cotidianas que muchos llevamos como registro de vida, o se trata sólo de un género literario? Si acepto lo segundo, debo suponer que los autores son los “hábiles artistas” que hablaba Poe que, “habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr”, se permiten pergeñar incidentes y combinar hechos como mejor sirvan para lograr su efecto preconcebido. Si me decido por lo primero, entonces tengo derecho a concluir que estoy ante una relatoría de hechos verdaderos hábilmente confeccionada. José Emilio Pacheco se apresura a salvar esta duda y de principio nos informa que su libro es la “crónica falsa de la verdadera destrucción de la colonia Roma antes del terremoto”. Vidal no hace tal cosa. Deja que sea su yo-niño el narrador sin mediaciones, al grado que uno supondría que el autor adulto cerró los ojos, pensó en su niñez y ejerció la escritura automática.

Habrá que preguntarle a Vidal si él vivió “con terror del calendario”. Mi propio sentir es que somos los adultos quienes tenemos esa fobia. Pero salvada la disquisición técnica, que introduje sólo para satisfacer mis propias ignorancias, queda la deliciosa posibilidad de recuperar aquel tiempo Cuando cualquier palo de escoba era caballito.

Juego de ojos.