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Lawrence Durrell

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En memoria de José Antonio Meyer
y Vidal Elías, amigos, compañeros, hombres de bien.

El 27 de febrero conmemoramos 109 años del nacimiento de Lawrence Durrell, autor consagrado en un lugar privilegiado de la literatura universal con una vasta obra en donde esplende el Cuarteto de Alejandría.

Aunque a Durrell se le ha considerado un escritor inglés, en realidad nació en la India, hijo de padres ingleses (como su contemporáneo, George Orwell). Recientemente supe que nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, se resistió a ser súbdito de la pérfida Albión.

A lo largo de su vida publicó diez y seis novelas, varios volúmenes de poesía, tres obras de teatro, seis libros de viajes, tres de humor, cuatro de cartas y ensayos, muchos prólogos y varios guiones de cine. Además tuvo un modesto éxito como pintor anónimo en Francia. Fue desde luego candidato al Premio Nobel.

Tuvo una vida fascinante y controvertida, nos dice Gordon Bowker. “Fue un complejo enigma, un oscuro laberinto […] Se casó cuatro veces, una de ellas con una mujer 25 años más joven, y después de su muerte fue acusado de haber sostenido una relación incestuosa con su hija, quien se suicidó en 1985.

Lawrence y Nancy Durrell
Lawrence y Nancy Durrell en los primeros días de su matrimonio, años 30. (Imagen: Patrimonio de Gerald Durrell).

“Al explorar los oscuros territorios de su espíritu, buscó en las filosofías orientales y en la moderna psicología, la manera de enlazar su fijación sexual con un poderoso impulso creativo”.

Y nos dejó esta inquietante sentencia: “Escribo de la misma manera en que otras personas hacen el amor: como un vicio”.

Las novelas Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960) que forman la tetralogía de Durrell, son una fiesta de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, manejo de personajes y atmósferas, al mismo tiempo que una obra de excelente y propositiva factura formal.

“Como la literatura no nos ofrece unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, explicó Durrell para definir su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra.

Confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto, nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad, que es muy escaso… por no decir nulo. En cambio, mi entusiasmo por la obra de Durrell creció exponencialmente.

Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas.

obras

La pluma creativa de Durrell hace que cada una resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos protagonistas.

En diversos análisis de este cuarteto de novelas se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama– hasta convertirla en una protagonista más: sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar.

La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe: “lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante, y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa.

Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.

Sin duda las relecturas de este conjunto maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón les asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte.

La primera lectura me impactó con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento.

En El libro negro, la biografía publicada por Gordon Bowker en 1966, este escritor nos describe, con una espléndida metáfora, lo que cree fue el secreto del oficio de Durrell: “Un ataque, con los puños desnudos, a la literatura”.

Durrel
Imagen: Newsweek.

En una segunda lectura del Cuarteto, después de haber dejado reposar los libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada libro se agregan pinceladas que no modifican el retrato original sino sólo lo hacen más complejo.

Protagonistas como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine. Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente. Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria, tienen un encanto irresistible.

Balthazar es mi preferida, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrell dotó a su personaje, lo cual es, me queda claro, una afirmación osada. Pero siempre me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico –que tal es su oficio en la historia– es más semejante a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los actores con los que convive y que, sin embargo, forman parte irremplazable de su propia vida, emociones que él explica puntualmente: “la etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado”. Porque, al final, parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor.

Espero poder robarle tiempo al tiempo para concluir una sosegada tercera lectura del Cuarteto, como un tributo al ya más que centenario escritor, porque cada lectura es, como decía Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, la historia del lector y no la del escritor, pues ellos ya han hecho su parte y no esperan ser juzgados.

Juego de ojos.


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Coronavirus, empezar de nuevo

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En febrero se cumple un año de la llegada a México del virus que tanto nos ha cambiado la vida. Han sido 12 meses de dolor, angustia, encierro, y, en todo caso, de enormes retos.

Desde la peste Antonia en el año 165 de nuestra era, hasta el coronavirus, que estamos padeciendo, la humanidad ha sufrido 19 pandemias que han cobrado alrededor de 350 millones de vidas humanas, más los 2.2 millones de muertes hasta hoy a causado el coronavirus.

El enemigo nos agarró dormidos, pero las autoridades en la materia sí que estaban avisadas; en un informe de la OMS de septiembre del 2019 se puede leer claramente lo siguiente: “no estamos preparados…, existe una amenaza muy real de una pandemia letal por un patógeno respiratorio”.

Al no ser capaces de cambiar una situación, nos enfrentamos al reto de cambiar nosotros mismos. A quererlo o no, el diminuto virus nos está cambiando, después de un año ya no somos los mismos, vivimos y convivimos de otro modo.

virus empezar de nuevo
Imagen: Arab News.

Cuando los pesados barcos del siglo XV atravesaban una tormenta, para no hundirse soltaban lastre y se quedaban sólo con lo básico; el pequeño virus nos está obligando a vivir con lo básico, a entender que la fórmula es y ha sido trabajar y confiar, levantarse y caminar, excitar la creatividad y aprender a hacer las cosas de otro modo.

El agua hirviendo a la papa la hace blanda, al huevo le endurece el corazón, sin embargo, el café es capaz de cambiar esa agua en una excelente bebida. Quizá sea el momento ahora de preguntarnos qué está haciendo el COVID-19 con la humanidad, con nuestro país, con nuestra familia y con nosotros mismos y qué estamos haciendo nosotros con él.

Nunca nada ni nadie en tan poco tiempo logró unir a la humanidad, a los países, a las ciudades y a las familias, como lo está logrando este bicho que –sin respetar condiciones sociales, económicas o culturales–, nos ha asustado, golpeado y puestos de rodillas para implorar el auxilio divino.

La humanidad necesitaba un cambio, el modelo se había agotado; los niveles de mentira, de violencia, de injusticia, de corrupción y egoísmo habían rebasado los límites. Ha sido más allá del patógeno, su creador quien nos está dando la oportunidad de cambiar ese triste estado en el que nos encontrábamos, donde lo colectivo privaba sobre lo individual, la propaganda sobre la verdad y los movimientos del espíritu se esfumaban convirtiendo al hombre en una máquina.

“Coronavirus, empezar de nuevo”, es un libro, pero es también un modo de enfrentar la pandemia, de verla como una oportunidad que nos da la historia para entender que la felicidad consiste en apreciar lo que sí tengo, y no desear con exceso lo que no tengo; una oportunidad para entender que a un gran corazón ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa; para comprender, como también decía Tolstoi, que la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace. 

virus empezar de nuevo

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El alarido de la libertad

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Aunque de la obra de Henry Miller los Trópicos han sido mis novelas favoritas, Los libros en mi vida ejerce en mí una gran fascinación, como sin duda sucede a todos los adictos a la lectura que se acercan a ese libro.

Los libros en mi vida es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en este autor. Miller no defiende sus preferencias literarias, sólo las presenta. Es como una larga reseña de lecturas a las que no califica sino explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué.

Se trata de un libro impresionista: en eso radica su valor y quizá también su excepcionalidad, pues no me es claro el por qué un lector empedernido como lo fue Miller llevara un registro –que no selección– tan acucioso de sus lecturas.

Afirma Miller en esta obra: “El libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Los libros deben mantenerse en constante circulación como el dinero. ¡Prestad y tomad prestado ambas cosas: libros y dinero! Pero especialmente libros, porque los libros representan infinitamente más que el dinero. El libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. El libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza”.

los libros en mi vida

A lo largo del texto van apareciendo reflexiones sobre la lectura, la educación o el proceso de aprendizaje. Reflexiones profundas e impactantes que hacen de este volumen una obra de lectura y relectura. Miller retoma en algún pasaje de Los libros en mi vida una frase de Goethe que me parece reveladora del tipo de lector que fue: “Leyendo no aprendemos nada, nos convertimos en algo”. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir.

Miller afirmaba que no corregía nada… sin embargo, su estilo fluido y cuidado, desde mi punto de vista, no sugiere esto de ninguna manera.

El coloso de Marusi que narra su estancia en Grecia, a donde fue invitado por su amigo y admirador, Lawrence Durrell; Primavera negra –que narra su infancia–y otros, como Locas por Harry, Un domingo después de la guerra o El ojo cosmogónico, me parecen los ejercicios literarios en los que Miller se aplicó más a la técnica.

En toda la obra de Miller lo que prevalece es el espíritu libérrimo que lo singularizó y su gran devoción a la vida en su mejor sentido. Me confieso un rendido admirador de su obra quizá con excepción de su último libro, Querida Brenda: las cartas de amor de Henry Miller a Brenda Venus. Parece que en esta obra del ocaso de su vida, el tiempo, ese verdugo implacable, le cobró facturas que son evidentes tanto en la calidad literaria como, lógicamente, en su vitalidad, minada por los años y por la enfermedad.

Querida Brenda no fue escrito precisamente como un libro: fueron cartas que Miller dirigió a la actriz Brenda Venus, en quien encontró un rayo de luz y un aliento de vida cerca de su final, en junio de 1980, cuando tenía 89 años. Siempre he albergado dudas acerca de si Miller hubiese sumado esta relación epistolar a su obra propiamente dicha.

Henry Valentine Miller
Imagen: Pinterest.

El sello de la obra de Henry Miller es un carácter autobiográfico. Creo que en realidad lo que hacía era contar la historia de muchos que tropezaban con él en la vida. El tono narrativo de sus novelas le permitía incluir descripciones sumamente prolijas incluso de los personajes más incidentales. Quizá ésta es una de las razones que nos hacen percibir tanta vida y tanta diversidad en sus libros. Gustavo Sainz, otro lector rendido de Miller, afirmaba que la literatura nos da la oportunidad de vivir vidas que nunca viviremos. La obra de Miller nos ofrece, en ese sentido, un asombroso abanico humano.

Además de su admiración por la libertad, el amor y el placer, Miller fue un devoto de la amistad. Gran cantidad de pasajes en su vida y una parte importante de su producción están signados por la relación con los muchos amigos que fue cosechando a lo largo de su existencia.

En el estudio de la obra de Miller son muy importantes Lawrence Durrell y Alfred Perlés, éste con el libro señero Mi amigo Henry Miller y aquél con su labor de apoyo en la producción editorial de su obra, así como los artículos que sobre la obra de Miller publicó en diarios y revistas. Durrell dijo que “El lugar de Miller estará entre esas torres anormales de la creación, como Whitman y Blake, que nos han dejado no sólo obras de arte, sino un corpus de ideas que explican e influyen todo un tipo de cultura”.

Alfred Perlés incluye en su libro una pormenorizada relación de las obras de Miller en orden cronológico (hasta 1974), en la que se puede apreciar que en sentido estricto Trópico de Cáncer no fue la primera novela, sino This Gentile World, también conocida como Crazy Cock, novela que terminó en 1929 y que permaneció inédita hasta 1991 cuando se publicó en inglés prologada por Erica Jong (al siguiente año apareció la versión en español).

Sin embargo, el propio Miller reconocía como primera novela a Trópico de Cáncer porque fue el libro con el que supo que era escritor. Entre los hispanoparlantes estudiosos de su obra destaca el ensayo de Juan García Ponce, “Radiografía de Henry Miller”, que se incluyó a manera de prólogo en la edición en español de Primavera negra, publicada por la editorial Rueda en 1974.

Henry Valentine Miller
Imagen: Mundo Flaneur.

Leamos a Miller con alegría y aprendamos a mirarnos sin temores. Declaró este escritor:

“Si soy inhumano es porque mi mundo ha sobrepasado sus límites humanos, porque ser humano parece algo pobre, lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por preceptos morales y códigos, definido por trivialidades e ismos […].

Quiero un mundo de hombres y mujeres […] de ríos que te lleven a algún lugar, no ríos que sean leyendas, sino ríos que te pongan en contacto con otros hombres y mujeres, con la arquitectura, la religión, las plantas, los animales: ríos que tengan barcos y en los que los hombres se ahoguen, no se ahoguen en el mito y la leyenda y los libros y el polvo del pasado, sino en el tiempo, el espacio y la historia. […]

Puede que estemos condenados, que no haya esperanza para nosotros, para ninguno de nosotros, pero, si es así, ¡lancemos un último alarido agónico, espeluznante, un chillido de desafío, un grito de guerra! ¡Al diablo las lamentaciones! ¡Al diablo las elegías y las endechas! ¡Al diablo las biografías y las historias, las bibliotecas y los museos! Que los muertos se coman a los muertos.

Bailemos los vivos al borde del cráter, una última danza agónica. ¡Pero una auténtica danza auténtica!”.

Amén.

Juego de ojos.

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Prólogo de Las crónicas del coronavirus

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No llevábamos ni una semana de estado de alarma, cuando Miguel Ángel de Rus nos propuso a algunos autores de Ediciones Irreverentes publicar en el blog de Sexto Continente relatos sobre el coronavirus. En poco tiempo, dos docenas de autores habíamos entregado nuestros cuentos, que fueron leídos por más de mil personas. Tan buenos resultados alentaron a Miguel Ángel a publicar nuestras obras en un libro en papel titulado Los relatos del coronavirus, aparecido en julio pasado.

A partir de ahí, me surgió la idea de escribir breves crónicas acerca de la evolución de la enfermedad en Madrid y empecé a mandar a mis amigos mis textos a razón de uno cada dos días. Sin embargo, llegué a la conclusión de que mi visión de los hechos era tan sólo una diminuta ventana acerca de esta tragedia que, por primera vez en la historia de la humanidad, detuvo al mundo entero al mismo tiempo; algo que no consiguieron ni la peste bubónica del siglo XIV ni la mal llamada gripe española hace 100 años.

Al tratarse de una enfermedad global, se requería de una visión lo más universal posible. Las crónicas del coronavirus reúne a 12 autores de seis países y tres continentes. Este libro arranca en la zona cero del coronavirus: China. Daniel Rodríguez nos habla de sus experiencias como extranjero en una China que, a principios de siglo, parecía estar en un proceso aperturista y, en la actualidad, cada día se muestra más autoritaria y xenófoba. En ese contexto, el coronavirus viene a ser un pretexto para reforzar la represión y el odio a los extranjeros. Desde Seúl, el profesor de la Universidad de Kyung Hee, Soo-hyun Hwang refiere las dificultades que conlleva compartir 60m² con 3 hijos y una esposa, al grado de obligarlo, ocasionalmente, a huir a su despacho en una facultad vacía o regodearse con un partido de béisbol.

coronavirus libro

Una de las primeras personas en compartir voluntariamente sus escritos sobre la materia, fue el doctor Manuel Cortés Blanco, epidemiólogo para más señas. Desde León, España, él nos habla de su agotador enfrentamiento diario contra la enfermedad, al mismo tiempo que busca entretener y explicar la situación a sus hijos. Sinceramente, no sé de dónde saca tanta energía para compaginar sus labores como médico y escritor. Por su parte, Pascal Buniet describe desde Tenerife cómo será la nueva normalidad; enmascarada, incompleta. Con unos ojos y el pelo como toda visión de los otros seres humanos. Al mismo tiempo, nos recomienda que, a pesar de todas las desgracias y el confinamiento, no dejemos de vivir nuestras vidas.

Desde Francia, el filósofo José Amezcua Bravo nos invita a reflexionar acerca de nuestra responsabilidad en el contagio de la enfermedad y de cuán libre somos o creemos serlo. Por su parte, también desde Francia, Cyril Jouhannet expone, en un diálogo entre dos ambiguos interlocutores, las consecuencias del proceder egoísta del ser humano en esta y otras crisis. No aprendemos.

Roberto Víctor Luna nos invita a contemplar Iztacalco, un barrio del Oriente de la Ciudad de México, desde la azotehuela de su departamento, al tiempo que hace un recorrido a través de la historia de su barrio. La psicología chilanga aplicada al coronavirus también está presente en su texto que tiene la facultad de hacernos agua la boca con sus recomendaciones gastronómicas. En contraposición, Susana Corcuera describe con gran maestría la vida en la lejana población rural de Estipac, donde el trabajo nunca se para, especialmente si la zafra está lista para ser cortada. Por su parte, el poeta sudcaliforniano Rubén Rivera Calderón nos habla de los tropiezos en un barco lleno de fantasmas que resulta ser su propia casa, situada en La Paz, capital del estado de Baja California Sur.

miedo al covid
Imagen: Pinterest.

También está presente en esta antología otro escritor que ha combatido en primera línea la epidemia, desde otra trinchera diferente a la médica. Desde Nueva York, Fernando Morote nos habla de su labor desinfectando edificios en una de las ciudades más castigadas del mundo por el coronavirus, especialmente cruel con los latinoamericanos y los afroamericanos. Pese a su heroicidad, nadie le aplaude, sino que, por el contrario, lo miran con recelo.

Por último, Jorge Majfud expone su visión de los hechos a través de un original relato, narrado por un personaje de inquietante oficio. Al mismo tiempo nos habla del asesinato de George Floyd y su incidencia en la salud mental de Donald Trump.

Como pueden ver, hemos seguido aproximadamente el recorrido cronológico de la enfermedad. Cada uno de los autores ha aportado su visión acerca de la evolución de la epidemia en su respectivo país de residencia, así como la forma en que este virus les ha afectado en su vida cotidiana. No obstante, han conseguido dejar atrás los elementos que vemos a diario en las noticias (número de enfermos y muertos, medidas a tomar, avances en la búsqueda de la vacuna, etc.), para aportar una visión caleidoscópica acerca de la tragedia más importante que hemos vivido en décadas como especie. Espero que los lectores disfruten tanto de su lectura como yo compilando los textos.


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Maquiavelo y el elogio del engaño, sólo por analogía

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La obra más famosa del gran florentino Nicolás Maquiavelo es, sin duda, aquella que ofrece a Lorenzo de Medici, como humilde ofrenda y con su más profundo deseo que el príncipe logre conseguir aquella grandeza que su fortuna y sus grandes cualidades le prometen, una serie de consejos.

Obra indispensable en el estudio de la ciencia política, pletórica de claroscuros éticos es, para unos, pragmatismo puro para la obtención y conservación del poder y, para otros, una guía para su eficaz ejercicio, donde el engaño, el cinismo y la inmoralidad encuentran cómodos espacios que justifican todo tipo de medios empleados, lícitos o no, en pos del fin deseado. Como sea, El príncipe ha sido para muchos, un texto de cabecera, seguido a pie juntillas que, a todas luces, sigue vigente cual catecismo, dadas las cotidianas evidencias, que libera de remordimientos a sus fieles usuarios.

Por mera casualidad, revisando el clásico texto, hemos encontrado, entre los consejos que el autor ofrece al príncipe, los contenidos en el capítulo XVIII “De como los príncipes han de mantener la palabra dada”, cuya actualidad resulta verdaderamente notable, vistas las similitudes que guarda con las circunstancias presentes en el quehacer público, que resultan sugerentes sobre los comportamientos de nuestra flamante clase política.

Aquí se reproducen los más significativos:

“Todos sabemos cuán loable es en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia; sin embargo, se ve por experiencia en nuestros días cómo aquellos que han tenido muy poco en cuenta la palabra dada y han sabido burlar con astucia el ingenio de los hombres, han hecho grandes cosas superando al final a aquellos que se han basado en la lealtad.

maquiavelo principe
Imagen: Vicente Marti.

“Debéis, pues, saber que hay dos modos de combatir: uno con las leyes; el otro con la fuerza; el primero es propio de los hombres, el segundo de las bestias; pero, puesto que el primero muchas veces no basta, conviene recurrir al segundo. Por lo tanto, es necesario que un príncipe sepa actuar según convenga, como bestia y como hombre.

“Por consiguiente, un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla.

“Y si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no lo sería, pero como son malos y no mantienen lo que te prometen, tú tampoco tienes por qué mantenérselos a ellos.

“Además, jamás le han faltado a un príncipe motivos legítimos con los que disimular su inobservancia.

“Pero hay que saber disfrazar bien tal naturaleza y ser un gran simulador y disimulador; y los hombres son tan crédulos y tan sumisos a las necesidades del momento, que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar.

“Alejandro VI no hizo nunca nada ni pensó nada más que en engañar a los hombres y siempre encontró con quien poder hacerlo. No hubo jamás hombre alguno que aseverara con mayor eficacia ni que afirmara cosa alguna con más juramentos y que, sin embargo, menos la observara: y a pesar de ello siempre le salieron los engaños según sus deseos…

engano del principe
Imagen: Malpensante.

“Un príncipe no ha de tener necesariamente todas las cualidades (…) pero es necesario que parezca que las tiene… me atrevería a decir que son perjudiciales si las posees y practicas siempre, y son útiles si tan sólo haces ver que las posees…

“…parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso, y serio; pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que si es necesario no serlo puedas y sepas cambiar a todo lo contrario.

“Debe, por lo tanto, el príncipe, tener buen cuidado de que no se le escape jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las citadas cinco cualidades y debe parecer al verlo y oírlo, todo compasión, todo lealtad, todo integridad, todo humanidad, todo religión.”

Finalmente, remata don Nicolás: “Procure pues el príncipe ganar y conservar el estado: los medios serán siempre juzgados honorables y alabados por todos; ya que el vulgo se deja cautivar por la apariencia y el éxito, y en el mundo no hay más que vulgo…”

No abundaré con opiniones vanas, la elocuencia del discurso es maquiavélicamente explícita. Quede al amable lector encontrar la analogía y aplicarla al personaje que elija.

Quizá podamos explicarnos el origen y naturaleza de tanta inmoralidad que nos inunda por doquier, no pocas veces revestida, precisamente, de principios éticos.

“Haced lo que os digo, no lo que yo hago” diría el monarca.


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En estado de gracia

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Para Adriana, en el recuerdo.

Noviembre fue un buen mes para que Edmundo Valadés partiera. El otoño era su temporada. Sus grandes aventuras, todas las que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la más grande, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le dijimos hasta luego… hasta que nuestro propio otoño nos alcance. Esto fue hace 26 años, en 1994.

Pero no escribo para llorar a Edmundo. Quiero compartir con el lector algunas imágenes, instantáneas rápidas y gruesos brochazos, del Edmundo Valadés escritor y reportero arquetípico, de esos que el cine mexicano de los cuarenta pudo haber tomado como modelo para una cinta de los chicos de la prensa.

Es difícil saber cuál de las dos vocaciones de Edmundo –literatura y periodismo– fue primera. Él mismo no lo tenía claro. A los doce años escribía cuentos, proyectos de novela y pequeñas obras de teatro. Ya mayor, sus sueños de ser reportero fueron arrullados por el run-run hipnótico de las rotativas.

La tentación del periodismo le venía de familia; la literatura era un dolor sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C. Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández Llergo y Edmundo entró a las redacciones sin mirar atrás, apenas un adolescente.

La literatura, en cambio, no se le reveló como una certeza sino hasta los 40 años, cuando tuvo entre sus manos la primera edición de La muerte tiene permiso.

“Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras conversaciones hace muchos años y que titulé En estado de gracia, libro que comparto con los lectores al final de la columna.

valades la muerte tiene permiso
Edmundo Valadés Mendoza, periodista, e intelectual mexicano (Imagen: Pinterest).

¿Habrá un mexicano egresado de preparatoria después de 1970 que no haya tenido entre las manos alguna vez un ejemplar de La muerte tiene permiso?

Regino Hernández Llergo, esa leyenda del periodismo mexicano a quien deberíamos conocer mejor, fue su maestro, casi su padre.

En la legendaria revista Hoy, al lado del tabasqueño, Valadés se hizo periodista y al mismo tiempo estuvo a punto de dejar de ser escritor. Esta paradoja me la explicó una tarde de miércoles:

“Me metí al periodismo y dejé de escribir literatura. En Hoy hice una entrevista con el sabio botánico Isaac Ochoterena. La entregué y don Regino me dijo: ‘Esto es antiperiodístico’. Entonces me vino un complejo y ya no me atreví a escribir. Empecé mi carrera como formador, secretario de redacción y jefe de redacción. Luego me aventé. Empecé a escribir, incluso sin firmar: hice crítica taurina, hice crítica de cine, cosas de esas, pero no periodismo, hasta que escribí la serie del ‘Cuatro Vientos’, que tuvo gran éxito”.

Los reportajes en Hoy sobre el “Cuatro Vientos”, el aeroplano español que en 1933 hizo el primer vuelo trasatlántico al mando de los pilotos Mariano Barberán y Joaquín Collar, fueron la sensación de la temporada. La nave partió de Sevilla, aterrizó en Camagüey y desapareció sobre la sierra alta de Puebla en el último tramo del vuelo rumbo a la Ciudad de México. Ochenta y siete años después el misterio no ha sido desentrañado.

Cuando Edmundo se presentaba en los cafés de moda los parroquianos murmuraban con admiración: “¡Ése es el del Cuatro Vientos!”. Valadés había demostrado al mundo y a sí mismo su fuerza como periodista. El propio don Regino exclamó al ver las galeras del reportaje: “¡Caray, qué revelación, no sabíamos que teníamos aquí a un gran reportero!”

Y entonces sucedieron dos cosas que fueron clave para entender esta doble faceta, literaria y periodística de Edmundo. Primero, no siguió siendo reportero. Segundo, allá en la sierra, en la selva, en la choza de una familia mazahua que le dio hospitalidad, se hizo proustiano.

edmundo valades
Foto: Wikimedia.

La sola mención del episodio se antoja como tomada del realismo mágico, y Edmundo parece confirmarlo en su propia narración:

“Me comisionan para hacer el reportaje y compro en una librería, para leer en el camino, Por el camino de Swann. En ese tiempo yo no sabía quién era Proust. Allá en la sierra lo leí, cuando acampábamos en unos cafetales. Nos alojaron en un cuarto lleno de carabinas, machetes y pistolas y en la noche lo empecé a leer: me fascinó desde el principio. Entré a Proust de manera muy fácil, siendo tan difícil. Fue una cosa natural, inmediata. Me atrapó desde el principio y seguí…”

Después su, digamos, no-conversión al periodismo:

“Otro de mis grandes errores fue que, en lugar de seguir siendo reportero, volví a las cosas internas de Hoy. Fue mi gran momento, ¡carajo!, y debí haberle pedido a don Regino seguir como reportero. Pero no sé, tenía yo falta de fe, de confianza en mí mismo. ¡Había yo dudado tanto! ¡Tenía dudas de que pudiera, de que supiera escribir!”

A la distancia, los beneficiarios de la obra de Valdés tenemos que agradecer esos conflictos que lo agobiaron. De aquel viaje –y de otras situaciones parecidas que vivió en los años siguientes– tenemos una pieza periodística que hoy sólo conocemos de oídas, pero a cambio nos quedan dos cuentos que seguimos disfrutando: Las raíces irritadas y Al jalar el gatillo.

Un día tuve una larga conversación con Edmundo sobre periodismo y literatura, tema recurrente y difícil que agobia, asalta, angustia, a quienes tienen un pie en cada orilla. “¡No!”, dijo tajante, casi violento. “El periodismo no aporta nada a la literatura”. Pero muy avanzada la charla, muy acalorada la reflexión, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir:

“Fíjate que por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la obra literaria”.

Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la anécdota verídica que habría de ser la semilla del más conocido de sus cuentos: La muerte tiene permiso, que nos regaló a la manera de un orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal teje una cadena de frágiles y delicados eslabones.

Nada más. Nada menos.

En esta pequeña exploración no puedo dejar de mencionar uno de los frutos del Valadés escritor-periodista, quizá el más conocido: la revista El Cuento, lamentablemente desaparecida.

edmundo valades
Foto: Wikimedia.

El Cuento es hija de esa mezcla, de ese choque de mundos, de esa dualidad que desgarró a Edmundo durante toda su vida. Fue un producto periodístico que abrevó en la literatura y a lo largo y ancho del mundo hispano divulgó el género del cuento corto y atizó vocaciones. No había cuentista que no ansiara ver su nombre en las páginas de la revista.

De él dijo José Emilio Pacheco: “Edmundo Valadés o la generosidad. Ha dedicado la mayor parte de su tiempo a difundir las obras ajenas, a compartir sus entusiasmos, a tender puentes hacia otras literaturas, a revalorar el pasado y a estimular a los que empiezan”.

Los jovencitos José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis se presentaban los domingos muy temprano en casa de Edmundo para darle a leer sus primeros textos. “Con qué paciencia, con qué atenta generosidad Valadés escuchará los primeros borradores de nuestro aprendizaje interminable”, rememoró José Emilio, quien nos legó esta descripción del escritor:

Le tocó nacer en la generación de Arreola, Revueltas, Rulfo. No se parece a ninguno de los tres y al mismo tiempo hay en él algo de sus contemporáneos, y no podría ser de otro modo. Valadés rompió las falsas fronteras entre narrativa fantástica y realista, literatura urbana o rural. No cedió a ninguna prohibición: ha hecho cuentos magistrales que valen por sí mismos y también se anticipan a bastantes cosas que llegaron después. Le debemos narraciones de infancia y adolescencia, cuadros del holocausto nuclear, vasos comunicantes entre historia y vidas privadas”.

Edmundo fue también un notable ensayista, quizá la faceta menos conocida de su obra. Textos sobre el cuento en la Revolución y sobre la teoría de este género. Y un libro espléndido, hoy inhallable, Por caminos de Proust, editado por SAMO, aquella editorial de Sara Moirón que en su breve vida pergeñó verdaderas joyas.

Termino estos recuerdos con un hecho verídico que el lector queda en libertad de atribuir a mi fantasía. Edmundo estaba de vuelta en la casa que Elena Poniatowska describiera “de menta y caramelo” después de su penúltima hospitalización. Por esas fechas yo era un alto funcionario y debía llevar una representación oficial a cierto evento adocenado. Con mi chofer recorrí el Periférico varias veces sin dar con el salón en donde tendría lugar el acto. Agotado y molesto al cabo de muchas vueltas, y ya muy pasada la hora de la cita, vi que estaba por el rumbo de Valadés. Me llegué a su casa y pasamos la tarde en un recuerdo de nuestra amistad. Al día siguiente regresó al hospital a morir.

Dos semanas después otro asunto me llevó por la misma zona. En un lugar sobre la lateral del periférico, a poca distancia de la casa “de menta y caramelo”, el chofer detuvo abruptamente el auto: frente a nosotros, bajo un enorme, iluminado, vistoso anuncio, ¡estaba el salón que pocos días antes no habíamos podido encontrar!

“Edmundo te estaba llamando…”, dijo Adriana cuando le conté este episodio sobrenatural.


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Piranesi en su laberinto

Lectura: 3 minutos

Se pueden pasar horas viendo los grabados de Giovanni Battista Piranesi. Además de la genialidad de su pintura, sorprende la cantidad de elementos que el observador descubre en cada visita. Para mí, sus mejores obras son las que nos pierden en escenarios del inconsciente. Estar frente a ellas es incursionar en los sueños de su autor; la fantasía se convierte en una realidad alterna, palpable.

El libro de Susanna Clarke, Piranesi, es un viaje tan maravilloso como los grabados del pintor veneciano. La casa en donde vive el protagonista es inmensa. Sus galerías se conectan por vestíbulos medio en ruinas y el agua entra por todas partes. El ruido del mar es constante como el corazón de una madre que protege al niño en su vientre. Agua de mar y agua dulce en abundancia. Peces, algas y aves. Para el Piranesi de Susanna Clarke, vivir en ese entorno es un privilegio, lo que no quiere decir que sea fácil. Sobrevivir implica ser ingenioso y tener empeño, cualidades que nuestro protagonista tiene de sobra: hay que buscar comida, fabricar herramientas y ropa, prepararse para los embates de la naturaleza, cubrirse del frío… Pero no todo es sobrevivencia. Una de las labores que Piranesi disfruta es cuidar de los huesos de los difuntos que ha encontrado en los corredores. La casa cuida de él y él cuida de los muertos.

portada de piranesi

El único ser humano vivo aparte de él vive en una galería separada. A diferencia de Piranesi, el otro no siente empatía por los difuntos, las aves o las estatuas que pueblan los grandes espacios. Lo único que le interesa es encontrar poderes perdidos a través de los siglos. Es un mago científico, un maestro. Piranesi obedece sus órdenes y lleva un recuento preciso de lo que ve. Calla cuando debe callar, acude a los llamados y llena página tras página, hasta que se da cuenta de que a él los poderes no le interesan. Su vida tiene suficiente sentido.

A partir de esta revelación, la novela cambia. El otro hace creer a Piranesi que corre el riesgo de enloquecer si no sigue sus instrucciones. La más importante, huir de un extraño que llegará en cualquier momento y cimbrará sus creencias. Y sí, el extraño llega, pero no es el enemigo, sino el rescatador. El problema es que Piranesi no quiere ser rescatado de la morada en donde el otro lo ha mantenido preso. ¿O la verdadera cárcel será la razón que impera fuera de ella? Como el extraño que llega a buscarlo, el lector empieza a dudar. Las certezas se diluyen cuando el inconsciente aflora. La división entre la locura y la cordura ya no es tan clara. El sueño y la vigilia, la realidad y la fantasía…

Susanna Clarke ha escrito una novela que requiere de toda nuestra atención para transitar por caminos repletos de vericuetos. Al terminarla, quedan ganas de recorrerlos de nuevo; la sensación de lo mucho que no vemos a pesar de tenerlo frente a nosotros. Piranesi está hecho con la maestría de una escritora capaz de cerrar una historia osada sin dejar cabos sueltos. En las últimas páginas, cada elemento de la trama cobra sentido y el lector se despide con renuencia de Piranesi. La nostalgia por la casa de las estatuas permanece.


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Libros viajeros y otras vicisitudes

Lectura: 4 minutos

Luego de sortear varios “pendientes” que la pandemia me urgía a atender, llegué a uno que me esperaba pacientemente desde hace más de tres años. Revisar las cajas de libros de la biblioteca de mi difunto padre, que fueron remitidos a la bodega en espera de la sentencia que sellaría su destino.

La primera disyuntiva era si abrir o no las cajas. La tentación de superar la nostalgia a través del acto redentor de la donación bibliotecaria se mostraba convincente. Razones para no mirar las había por doquier. Al final, la idea de encontrar algún tesoro escondido pudo más y empecé la meticulosa revisión de cientos de ejemplares reunidos a lo largo de toda una vida.

En mi trituradora de pensamientos irracionales, que suelo utilizar por las noches, pronto descubrí una conclusión que soportaba el análisis. Si muchas veces perdía tardes completas mirando libros usados en librerías de viejo, era una deslealtad mayúscula no dedicar tiempo al rescate de los libros de los que hoy me sentía guardián y verdugo. Más de una generación descansaba en esas cajas, esperando pacientemente que su suerte fuese dictada.

libros y surrealismo
“Autorretrato” de André Martins De Barros (1942).

Uno nunca sabe si un volumen de Voltaire podría ir a dar a un lector en un lugar remoto, e iniciar una revolución. De todas las decisiones posibles, la única que me empezó a parecer injusta e improcedente era mantener toda esa literatura encarcelada.

Enfrentar los primeros ejemplares me obligó a construir criterios de “selección natural” para decidir cuáles serían los sobrevivientes. Empecé a notar que no era una decisión sencilla, porque las excepciones a las reglas empezaron a superar en número a los propios criterios que había enarbolado inicialmente. Para mi sorpresa, al concluir la revisión del primer paquete, el 90% de los textos habían sobrevivido al escrutinio. ¿Me deshago de la colección de novelas de Luis Spota? Sí, son de un México que ya no existe. ¡No, ahí está la explicación de muchos de nuestros actuales desencuentros!

Empecé entonces por eliminar a los que estaban en pésimo estado de conservación. Luego descarté a los que resultaban anacrónicos y superficiales. Los almanaques, metódicamente reunidos del año 1966 a 1981 tuvieron que ser sacrificados, por más que el del año 67 reseñaba el mundial del futbol en Inglaterra y la primera transmisión en vivo del partido final a través del famoso satélite “Pájaro madrugador”; también el del año 1970, reseñando la llegada del hombre a la Luna en el año previo. Mi consuelo, cada vez que mandaba un ejemplar de regreso a la caja, era que “toda esa información ya está en internet”.

Lastimosamente, las enciclopedias siguieron el mismo camino. Las que por años consideré compendios del saber humano, celosamente guardado en sus duras pastas de imitación piel, hoy formaban una pila de papeles pesados e inservibles. La “Salvat”, la “Espasa Calpe”, la de “Historia de México” de pasta rosa y serpiente dorada, todas sacrificables ante la invencible potencia de “Wikipedia”. Con qué nostalgia recordé a mi papá yendo cada viernes al Aurrera de Taxqueña a adquirir el número siguiente de la Enciclopedia Británica, y todo lo que tuvo que hacer para conseguir el tomo XII, que por algún misterio escapó a su metódica rutina de cada semana.

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Imagen: D. Thompson.

Ante la imposibilidad de conservar los restantes volúmenes, opté por descartar los libros de Derecho superados por la acción del tiempo. Conservé los de filosofía del derecho, pero cargué con los de civil, penal y constitucional, reducidos a meras memorias históricas luego de cientos de reformas en las últimas décadas. El derecho es una de las actividades en las que un plumazo del legislador acaba con bibliotecas completas. Entre ellos, conservé los que portaban alguna dedicatoria del autor, que de plano no pude regresar a la caja. Otros salvaron el pellejo gracias a sus excelentes presentaciones en piel, que me pareció grosero ignorar. En estos tiempos, un libro así es al menos un objeto de arte, especialmente en los “loft” de jóvenes en los que no suele existir un solo libro en sus repisas.

Los libros que más me dolió descartar fueron aquellos cuyos lomos leí por años, asumiendo que un día lo haría. Identifiqué cientos de títulos que, como breves mensajes portadores de promesas del saber, mantuvieron sus secretos hasta ahora. Me quedé, sólo por atemperar la mala sensación, con 10 o 12 de los más enigmáticos y seductores.  Títulos como “El país de las sombras largas”, “70,000 contra uno”, “Tus zonas erógenas” y “El sol se muere”, reposan ya en mi librero, como testigos silenciosos y necios de la vorágine que lo transformó todo en los últimos 40 años.

Claramente, la variedad de temas que abriendo las cajas descubrí, me revelaron facetas de mi señor padre que sólo aumentaron la certeza de lo poco que sabía de él. Digamos que pude ver, aún más claro, el aire enigmático que lo acompañaba. Por un momento, ante la diversidad de temas, me pareció que no hace tanto nuestro conocimiento era aún accesible en una sola vida. Después, la geometría volcó sus efectos sobre el saber y lo explotó hasta los niveles de lo imposible. La especialidad es inaccesible por su grado de detalle, y el saber general es inatendible por ser inabarcable.

Así que henos aquí, con pedazos sueltos de información que no nos dejan entender dónde estamos, ni a dónde vamos, intercambiando conocimiento práctico sólo como una forma de sobrevivir.

Al final, un libro en particular decidí rescatar, limpiar y conservar a pesar de su mal estado y de estar escrito en árabe. Lo hice porque la dedicatoria era de mi abuelo a mi padre –escrita, por cierto, en un español deficiente– en septiembre de 1939.


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