La deriva de los tiempos

El sonido del eufemismo

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Se oye el bajar de las cortinas de metal de los negocios pequeños que pugnan por continuar en funciones. En el horario “normal” (el de invierno), la ciudad parece dormir, a eso de las 20:00, al menos en algunas colonias. Por la mañana, desde las 5:00, todo vuelve a la “nueva normalidad”: se oye el metrobús, mi edificio de agita por los camiones de carga pesada que pasan a unas cuadras… Pero se oyen también ambulancias, casi tantas como en mayo. Los sonidos revelan la funcionalidad, pero sabemos que no es así: son eufemismos.

Aparentemente todo ha cambiado y nada ha cambiado. Los que trabajan en negocios, platican con el cubrebocas a media asta en las afueras del local en lo que llega algún parroquiano (sinónimos de una protección y de una esperanza eufemísticas). Quienes trabajamos a distancia, seguimos silenciando el micrófono cuando pasa la camioneta con el pregón: “se compran colchones…”; algo que parece ser la música de fondo de todas las reuniones virtuales, todavía nos hace decir “perdón” y esperar unos segundos a que el ruido se aleje (eufemismo de un pretendido profesionalismo desde el hogar).

También se han sumado pregones nuevos. Recontados en redes sociales, los músicos de la legua del siglo pandémico –los que no tienen eventos sociales en dónde tocar su repertorio versátil– salen a las calles con bocina y pista a destantear a los vecinos que, al escuchar de lejos, no saben si se trata de una fiesta censurable, máxime en las cercanías de diciembre (eufemismo del desempleo).

sonidos de la calle Mexico
Imagen: Milenio.

Uno de esos pregones que se han sumado al ruido cotidiano reza: “Mami, mami, cómprame unos tamalitos de elote”. Otra hija secunda la moción y la madre asiente, diciendo: “está bien hijas, vamos por unos tamalitos de elote. Al fin sólo cuestan siete pesitos” (eufemismo de la pobreza). A fuerza de oírlo a diario desde la temprana tarde, no pude más que terminar detestándolo y analizando por qué todos los pregones de compra se dirigen primordialmente a las mujeres . “Señora, señorita, ya llegaron los bísquetes…” ¿Es que acaso los hombres no constituyen un mercado? ¿Es que las mujeres salen corriendo atrás de la bicicleta para que el “señor” no se moleste? Al mismo tiempo, echa en cara esta detestable costumbre de los diminutivos que tenemos en algunos países de América Latina: no porque sean “pesitos”, valen menos, aunque quizá el tamaño de los tamalitos no sea una pura fórmula de lenguaje. Malditos sean los eufemismos.

Otro sonido que se hizo más presente en nuestro encierro es la campana de la basura. Sus sempiternos ecos son un referente auditivo de esta ciudad. No obstante, el hecho de salir a trabajar nos sustraía de su esfera. Ahora es una marca de tiempo, un aviso, una convocatoria a encontrarse con vecinos que, igual que yo, salen arreglados de la cintura para arriba y ostentan un pantalón de estampado escandaloso, lo mismo que tenis o chanclas. Es decir, un eufemismo de la vestimenta laboral: esa coraza que hoy se convirtió en media armadura para los que no tenemos que salir a ser vistos de cuerpo entero.

colchones y fierro viejo que vendan
Imagen: El Sol de Toluca.

Sin duda, la pandemia nos ha hecho sensibles a muchas cosas. Ha visibilizado (y hecho audible) todo un mundo que teníamos soterrado en la prisa de salir corriendo a trabajar todos los días. Las comunicaciones de las “cifras oficiales” son un eufemismo: sabemos de la tapadera, de la minimización que se lleva a cabo para que la vida y la economía no se detengan, a pesar de que se lleven a muchos entre las patas. Medir el impacto de la pandemia en términos de la ocupación de camas es un eufemismo; quizá ninguno tan necio como el “semáforo naranja con alerta”, que eufemiza a un rojo solferino. Si eufemizar nos ha constituido culturalmente y nos ha hecho familiares con el habla en diminutivo, no creo que nadie esté conforme con que nos minimicen el número de muertos por la pandemia, ni el de desempleados, ni tampoco el nulo crecimiento de la economía con discursos “tranquilizantes” cada mañana. Son eufemismos, en el mejor de los casos. Crímenes en el peor. ¿Podremos con el eufemismo de la “nueva normalidad”?


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Tragando camote

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Como dijo Pamela Cerdeira, malas estrategias. Y me van a perdonar la vulgaridad de la expresión del título de esta columna, pero así deberíamos estar todos frente a estas estrategias de comunicación y “educación” del gobierno federal. Recientemente AMLO anunció en las mañaneras que en cada casa no faltará la historieta desarrollada por El Fisgón, y que flamantemente se intitula “¿Qué te estás tragando?”.

Esta joya gráfica de ocho páginas (estoy siendo irónica), tiene lugar en la “Escuela Primaria Mártires de la Economía” (así como lo leen). Lupita y Lencho “los dos niños más listos de su clase” se aprestan a sacar sus viandas para el recreo. Lupita parece una señora que vuelve del mandado y Lencho que acaba de salir al Oxxo por su refrigerio, después de 5 horas de oficina. Sólo por el contexto de la primera viñeta sabemos que la escena se desarrolla en una escuela y eso, entre comillas, pues ningún carácter muestra empatía o vinculación con un niño de ¿primaria? Quién sabe: el parlamento de Lupita no tiene nada que ver con la comunicación de un infante o un adolescente, antes bien, parece una mamá regañona.

En la sexta viñeta, Lupita hace hincapié en leer las etiquetas que su amigo se va a manducar y Lencho, como la mayoría de la gente en este país, se extraña ante semejante vocabulario que no le dice nada. Lupita sonríe maliciosamente al explicarle a Lencho que, después de hacer cuentas, se “traga” más de 60 o 70 cucharadas de azúcar al día. Ante los eufemismos de Lencho, Lupita lo señala y le dice que tiene un cuerpo de chatarra. Paremos aquí.

que te estas tragando
Imagen: El Fisgón.

Lo que estamos viendo es un elogio de la retórica de la culpa. Después de varias viñetas en las que “se explica” la adicción a la comida, o mejor dicho, se plantea que la comida puede causar adicción, se procede a una relatoría pseudomoral en la que se echa la culpa a las personas con obsesidad de un consumo de chatarra que, después de señalar cuan despiadados son los empresarios por querer el mal de la población a cambio de su dinero, apuntan a los consumidores como los causantes de varios problemas de salud pública. Seamos congruentes. Es cierto, muy cierto, pero hasta un punto si no se analizan los múltiples factores que van interconectados. La historieta, además de mal dibujada, es simplista, reduccionista, ramplona en términos argumentales y no abunda en razones psicosociales ni en la obesidad y las adicciones como las enfermedades que son. Tampoco en las posibilidades de los productores y los empresarios ni en los intereses que vinculan la actividad de estos últimos con los del gobierno

Después de arrojar estadísticas y viñetas ominosas sobre la diabetes y la hipertensión, la historieta se refiere a estas enfermedades como comorbilidades que complican la COVID-19. El culmen es cuando se afirma que los obesos (adictos, diabéticos…) son una carga para todos por los altos gastos que ocasionan al erario. Cierto, si se ve en términos fríos. Pero es una pésima estrategia de comunicación. “Podrían tejer alianzas con asociaciones de productores de frutas y verduras, podrían sentar a la mesa a las y los mejores mercadólogos, publicistas y nutriólogos para pensar en cómo comunicamos que tenemos que comer mejor. No sería en la historia el primer esfuerzo por convencer a los niños de los beneficios de esa comida. Cuando la estrategia de comunicación es buena, cambia comportamientos sin que el público se de cuenta. Popeye aumentó un 33% la venta de espinacas en Estados Unidos en 1930” (El Economista, Pamela Cerdeira).

Todos los que tenemos hábitos reprobables (todos) entonces, somos causantes de graves pérdidas al erario; no digamos a nuestras familias y en resumen “al país”. Estoy segura de que nadie dejaría de fumar por hacerle un bien a la nación. La cosa es que el libre albedrío se ve reducido a nada en comunicaciones “morales” por demás pobres y faltas de sensibilidad, así como de análisis. Grafía poco atractiva, texto aburrido, sermoneador y culpígeno: ¿con esto se pretende educar en la salud y la buena alimentación? No puedo esperar a que llegue la cartilla moral…

tragando camote
Imagen: Univisión.

Aparentemente, Rafael Barajas “El Fisgón” hizo esto gratis. No me interesa él ni su orientación política, ni si hizo esto en un afán “educador”. El trabajo es insultante: el dibujo, el texto, la continuidad; nada revela el oficio que tiene, nada evoca la mordacidad y el ingenio de algunos de sus monos. La comunicación gráfica no es nada sencilla, pero esta historieta, más el afán “moralizador” de quien la auspicia no sólo afrentan la inteligencia, sino que se meten con patologías psicosociales que no se analizan en lo más mínimo.

Casualmente, la historieta se lanza en los tiempos en que la pandemia repunta y amenaza con causar más estragos. ¿Es parte de una estrategia desviacionista y culpígena? Es decir, ¿es un recurso para señalar a un amplio sector poblacional como el culpable de los ingentes gastos en salud pública, sin abundar en las causas de adicciones y morbilidades? No me atrevo por falta de espacio, pero me dan ganas de conectar este lanzamiento con los insulsos spots radiofónicos que abundan en historias sobre drogadicción que se han popularizado en esta administración y que, de nueva cuenta, presentan guiones inconexos y aspiran a persuadir a partir de lo testimonial. Claro, eso funciona pero no se habla de lo que hay detrás. No se habla de un problema social que debemos abatir todos, sin señalar con el dedo flamígero a los consumidores (de drogas, de comida chatarra) porque depositar la culpa en alguien siempre es más cómodo.

¿Qué nos estamos tragando? Discursos deficientes, imaginarios depauperados y una idea de “educación” que no acaba de convencer. Lo dicho, esperemos la Cartilla moral (que, eso sí, no tiene carácter de obligatoriedad).


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Sálvese quien pueda

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Es innegable que vivimos en una cultura culpígena. Nos ha costado terapia, análisis y miles de narraciones hacernos cargo de eso, pero todavía no podemos darle la vuelta. Es tan ominoso y excesivo como el hablar en diminutivo. Quien tiene la culpa es causante de algo. Para algunos, por ejemplo, Colón tiene la culpa de la colonización y de la explotación de los indígenas americanos. Austria tiene la culpa de que el pueblo mexicano no pueda disfrutar de la contemplación de las glorias del “penacho de Moctezuma”. Quienes no se apegaron al confinamiento de marzo tienen la culpa de que hayan continuado los contagios de COVID-19; las autoridades tienen la culpa de que no salgamos de una eterna meseta, porque no obligaron al confinamiento, pero la voluntariedad del mismo obedece a no querer ser culpables de parar la economía al 100%, porque el gobierno no apoyó con recursos a las familias y porque ¿cómo le íbamos a hacer?

Las autoridades tienen la culpa de que los padres de familia se tiren de los pelos porque ya no saben qué hacer con sus vástagos en encierro, pero si volvieran a clases, tendrían la culpa de una oleada masiva de contagios y de miles de muertes. Los asintomáticos tienen la culpa de andar por ahí ignorando su enfermedad y regando gérmenes; los que ya tuvieron COVID no se ocupan de los que no, porque “ya les dio” y se creen inmunes. El gobierno tiene la culpa de las muertes porque no hace pruebas masivamente y porque el manejo de la pandemia ha sido mentiroso, discrecional y timorato; todos tenemos la culpa si contraemos COVID-19 y contagiamos a nuestros familiares y amigos, porque nos dio culpa faltar a una reunión de cumpleaños/bautizo/boda pequeña (total, esto va a durar mucho tiempo, ¿no?).

sentimiento de culpa
Imagen: The New York Times.

Yo tengo la culpa de parecer un espantajo por cortarme el pelo a mí misma, así como de no reactivar la economía de mi peluquera por miedo a que me contagie, pero si recurro a sus servicios y me contagia, tendré la culpa de ser el foco de contagio de las pocas personas a las que veo. Los que en estos días se fueron a apiñar afuera de las iglesias para festejar a San Juditas tienen la culpa de los contagios en sus colonias, pero si no van, son culpables ante sí mismos de alterar el orden cósmico; lo mismo los que van a restaurantes y dicen “pero si ya se podía, ¿no?”. Si no vamos, seremos culpables de la debacle económica de las familias que viven de eso, y de las ventas. Pensar en la vuelta al semáforo rojo nos da culpa también, pues la economía del país no se va a reactivar sola, pero tampoco vemos a veces alternativas al repunte de contagio… y sentimos culpa por no tomar acciones decisivas.

Y, sin embargo, la culpa es cómoda. Es cómoda porque podemos depositar la responsabilidad de nuestras desgracias en algo exterior. No culpar es un acto disruptivo y de resistencia, porque implica hacerse responsable uno mismo. Y vaya que quizá necesitamos esa autoconsciencia cuando vivimos en el régimen liberal del “sálvese quien pueda”, porque en este país no podemos confiar en la institucionalidad. No incurrir en culpa, para uno mismo, implica autocontrol.

laberinto, preguntas
Imagen: Marketing Directo.

Quien se responsabiliza, toma decisiones. Y las decisiones, siempre excluyen otras opciones. Así, por ejemplo, la decisión de López Obrador de ficcionalizar en sus discursos matutinos, de minimizar los efectos de la pandemia y de construir continuamente cortinas de humo implica una estrategia consciente. Distraer, quizá disminuye la culpa. Pero recordemos que la culpa es cómoda: está en nuestro ser histórico. “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja a que entre un rico al reino de los cielos”. “Bienaventurados los pobres”. Yo nomás digo que, ante esta herencia sin criticidad y ante el gobierno que tenemos, la única herramienta es la responsabilidad y el autocontrol. Sálvese quien pueda.


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El pedestal vacío

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Ya en otras ocasiones he reflexionado en torno a la apropiación de los monumentos: claro, me ocupa ahora el tema de la escultura de Cristóbal Colón, que en días recientes desapareciera como por arte de magia del Paseo de la Reforma. No es la primera vez que externo mi posición respecto del cuidado del patrimonio, pero de eso que verdaderamente sentimos como patrimonio, no lo que no conocemos o no nos apela. Y en que si hay grupos que se manifiestan con pintas y violencia, es porque sus reclamos son igualmente violentos y sus causas poderosas.

No me escapé de ver en redes sociales el pasado fin de semana la imagen que convocaba a (¿o amenazaba con?) derribar la escultura de Colón ante la inminente llegada del “horriblemente llamado Día de la Raza”, como dice Claudio Lomnitz. No pude evitar comentarlo con mis alumnos el mismísimo lunes 12 de octubre, cuando hablábamos de la resignificación de los productos culturales y de las “capas” (como de cebolla) que implica el recubrimiento de significados que le vamos agregando a un objeto, a una idea, como si fuera la pátina del tiempo. No me sentí ajena a los cuestionamientos formulados por la jefa de gobierno cuando planteó que, ahora que se había bajado a la escultura de su pedestal para restaurarla, quizá valdría la pena reflexionar si queremos que vuelva a su sitio. La polémica es de sobra conocida. Lomnitz resume muy asertivamente la problemática en su columna “¿Quitar estatuas del pedestal?”, máxime cuando hace referencia al temor que invadió a las autoridades que decidieron adelantarse a los hechos y retirar la escultura para prevenir que la vandalizaran. Si el reclamo por la presencia ominosa de Colón fuera de los grupos indígenas, algo más tendríamos que saber:

Más allá de tanta politiquería, valdría la pena pensar y discutir los monumentos públicos del país. Valdría la pena pensar juntos nuestros valores históricos. Todavía no ha habido una discusión histórica abierta, respetuosa y democrática en México. Es verdad que el ejercicio puede parecer estéril: ¿a quién le importa la historia hoy? ¿Acaso sus personajes no forman parte de un imaginario mitológico y caricatural? Sin duda es así, pero también es cierto que la incorporación mesoamericana a la economía mundial, a través de su sujeción a España, marcó el principio de la historia moderna de México, y nuestra sociedad –con sus mitologías– no se explica sin esa historia (Vid.).

retiro estatua Cristobal Colon
Fotografía: Entérate México.

Llamar a una reflexión sobre la significación actual e importancia de los monumentos sí me parece una urgencia: quizá muchos piensen que no son más que oropel, quizá muchos otros se sientan agredidos por ver alterado el paisaje patrimonial de su ciudad; quizá, para otros pocos, el Colón haya sido una referencia entrañable. Lo cierto es que como sociedad estamos acostumbrados a reaccionar, pero no a pensar críticamente en nuestra herencia. En el filme Vita Nova de Vincent Meessen (2009) se recuperan textos de Roland Barthes para elaborar una reflexión en torno a la memoria, al sentido histérico de la historia y al pasado: recibimos conceptos hechos, dice el narrador, como “imperialismo”, como “colonialismo”, yo agregaría. Lo histérico de la historia radica, en este planteamiento, en que uno la construye, la construimos entre muchos, pero para construirla y observarla tenemos que estar fuera de ella. Nuestra observación recurrente de la historia encuentra cabida en la reflexión sobre nuestros monumentos. Que no nos lleguen como “dados”. No son “testigos”, son objetos que reciben significados y por eso el anhelo de una sociedad democrática está estrechamente ligado a cómo construimos y rearticulamos nuestra historia. Por eso pensar en el desaparecido Colón no es baladí.

Detrás de Vita Nova de Vincent Meessen (2009) (Cortesía del Museo Universitario de Arte Contemporáneo).

En el filme de Meessen se dice que nadie puede rechazar su herencia. ¿Qué hacemos con una herencia? No podemos simplemente dejarla de lado como un fardo, no podemos no aceptar un legado pero sí podemos transformarlo de acuerdo con lo que necesitamos y moldearlo conforme a lo que creemos. Ni para qué entrar en el asunto de las “peticiones de disculpas”, que me parece absolutamente fuera de registro. No sirve de nada, como no sirve de nada asumirnos como parte de un bando oprimido y conquistado, cuando hablamos español y muchos creen en la Virgen de Guadalupe. No sirve de nada seguir diciendo que Colón, Cortés y quién sabe cuántos más “nos conquistaron” como si fuéramos indígenas originarios (mexicas, totonacas o mayas). No sirve lamentar la pérdida de un hipotético paraíso exótico cuando el reclamo indígena en torno sus derechos culturales no tiene que ver con esa “ruptura” que representó el final del mundo prehispánico, sino con demandas muy actuales que redundan en la autodeterminación, en la adecuada administración de la justicia, en el reconocimiento de derechos, en la extinción de la violencia sistémica.

Cuando Lomnitz llama la atención sobre cómo la historia puede contribuir a producir una sociedad más justa, se refiere a eso: a saber gestionar nuestras cargas, nuestras tradiciones y a entender que la polarización y los radicalismos no nos llevan a nada, más que a vivir en ciudades cuyas avenidas emblemáticas ostentan vallas de protección o pedestales vacíos, tan vacíos de personajes como de sentido crítico.

Cristobal Colon
Imagen: Pinterest.

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Gesto. “La cara que se muda”. “Gesto con visage. [sic.] Gesticulatio”. Ahora el Nuevo Tesoro Lexicográfico ya nos deja traer a este mundo contemporáneo las voces registradas por Nebrija en 1495. No hubo mucha variación en el significado hasta que Covarrubias, en 1611, convirtiera su Thesoro de la lengua castellana en una serie de entradas mucho más explícitas, siguiendo la antiquísima tradición de las Etimologías de Isidoro de Sevilla. Covarrubias explica que la voz latina gestio tiene que ver con “demostrar en el rostro y en su semblante, el efecto que está en el ánima” (actualicé la escritura para mayor facilidad de compresión). En el mismo año, Francisco del Rosal (Origen y etimología de todos los vocablos…) consigna que el gesto es un movimiento corporal (ya no sólo de la cara) que comunica algún afecto del alma. En las ediciones posteriores del Diccionario de Autoridades, el vocablo gesto vuelve a la cara.

Cuando analizamos imágenes, el gesto deja ese lugar del cuerpo para ocupar uno más amplio. Se sale del rostro para ser ademán, que es un modo de ser. El diccionario de Stevens (A new Spanish and English dictionary…1706) apunta que “ademán” se desplaza a la mano (ad manum) para indicar prácticamente lo mismo que “gesto”: gusto o desaprobación por algo a partir de un fruncimiento de los músculos del rostro, excepto que en esta explicación las manos ayudan a enfatizar cualquier expresión juntándolas para rezar, llevándolas a la cabeza para expresar terror o quizá sorpresa.

La muerte de Sócrates, Jacques-Louis David
“La muerte de Sócrates”, Jacques-Louis David, 1787.

Para los que analizamos imágenes, el gesto representa un horizonte mimético, semiótico y semántico que se desplaza del ámbito de lo religioso (las manos juntas que rezan, lo cual es “claro para todos”) a lo político (el brazo extendido que podemos ver en fotografías de personajes como Hitler, Mussolini o Chávez) o a lo vocativo histórico, como el famoso pronus o ademán del profeta o del líder que señala el camino a un pueblo. Este gesto se caracteriza por levantar la mano y apuntar con el dedo índice, tal como el Sócrates que pinta Jacques-Louis David o como el Napoleón del mismo autor. El gesto es un semema en iconografía política, es decir, en el levantamiento o construcción de un personaje con liderazgo a partir de sus discursos e imágenes. Pronus o prono revela inclinación acendrada a algo: una idea, un horizonte promisorio… otra acepción es que alguien está echado sobre el vientre, pero esa es una postura poco gloriosa para los próceres franceses o latinoamericanos. El que guía, señala con el dedo la dirección. Y ése es un gesto.

Rafael Sanzio pintó en La escuela de Atenas a Platón levantando un índice en actitud pontifical hacia el mundo de las ideas: quien levanta el índice tiene “el micrófono”, como diríamos hoy en día; tiene la atención de la audiencia, cuando no su fe desbordada en lo que está diciendo. Quien actualmente se atreva a aparecer en público ostentando este gesto, debe estar consciente de la responsabilidad que conlleva: no es sólo un simulacro o una teatralización para atraer las miradas momentáneamente: quien levanta el índice, tiene qué o hacia dónde señalar.

La escuela de atenas, Platón y Aristoteles
Platón y Aristóteles (tomada de la pintura de Rafael Sanzio, “La escuela de Atenas”).

Hoy entendemos que el gesto es una responsabilidad cuando hablamos con alguien o cuando estamos frente a otros, de manera real o virtual. Quienes ahora estamos conectados permanentemente por pantallas, hacemos quizá un uso indiscriminado de las videollamadas: las podíamos hacer antes de la pandemia puesto que había aplicaciones para ello, pero no se usaron tanto como ahora. Porque quizá tenemos más necesidad que nunca de ver un gesto y no sólo de escuchar inflexiones de voz; porque tenemos la impresión de que el gesto propio y el ajeno se van a encontrar y van a dejar absolutamente claros los puntos a tratar, porque veré a mis alumnos en el Zoom y me esforzaré por rastrear como arqueóloga sus expresiones… desde el escenario que los contiene en sus pequeños recuadros, hasta la ropa, el gesto (visage) y los ademanes (¿mueven las manos cuando hablan?, ¿sostienen la pluma?, ¿levantan la mano para pedir el turno de intervenir, como cuando teníamos clases presenciales?). No dejo de pensar en los escuetos ademanes que nos brinda el Zoom: se puede aplaudir y levantar la mano (quizá hasta se pueda hacer más cosas, pero mi cuenta no es pro). Acostumbrados a la amplia variedad de emociones que podemos expresar con los emojis del WhatsApp, los ademanes del Zoom se quedan muy, muy cortos. Acostumbrados como estamos a un repertorio icónico que ya trascendió el emoticón plano y llano para colonizar el ámbito de la imagen circular y repetitiva (el GIF) y la cada vez más amplia gama de stickers, levantar la mano, según el protocolo de Zoom, nos aleja años luz del ademán glorioso que constituía el prono. Pedir permiso para hablar es un acto que ahora merece resignificarse y por eso yo levanto mi mano en mi recuadro cuando quiero hablar en pantalla. Aplaudo físicamente y levanto la mano, como en los tiempos previos al confinamiento. Levanto el dedo en ademán de pronus cuando creo que digo algo importante (o sea, no muy seguido) y adquiero consciencia de que el gesto es cultura y mediación entre unos y otros.

Napoleón de Jacques Louis David
“Napoleón cruzando los Alpes” de Jacques-Louis David, 1801.

Levantar la mano para hablar implica respeto: es pedir permiso; no es un acto de sumisión sino de civilidad y reconocimiento del otro. Es pedir la voz, no es atropellar con un discurso impuesto. Es pensar que a otro le puede interesar lo que yo diga, si lo hago mesurada pero enfáticamente. Sin pausas incómodas. Sin expresiones dramáticas que llegan a victimizar. Porque el gesto hace el lenguaje perlocutivo: todo eso que se nos escapa en Zoom –si no somos buenos observadores– y que contribuye a reforzar nuestro dicho… o a traicionarlo inconscientemente. Gesticular puede ser un acto consciente y construido o inconsciente y proyectado. Interpretar el gesto es entrar de lleno en el desciframiento de la cultura.


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En el Antiguo Régimen se pensaba que la enfermedad del alma era el origen de la enfermedad del cuerpo. Sobre todo desde el siglo XVI, se difundió en algunos círculos especializados de teólogos y médicos la idea de abrir una pequeña ventana en el pecho, metafóricamente hablando, para dejar ver el interior y permitir una transparencia hacia el otro. Una transparencia que dejara abundar en las intenciones y en el verdadero ser del que se tiene enfrente. La idea del hombre de cristal fue desarrollada por muchos tratadistas y literatos como el propio Miguel de Cervantes: la transparencia era la base del autoconocimiento. Si la enfermedad del alma era causa de la enfermedad del cuerpo, también lo era, en algunas preceptivas, de la enfermedad social: delinquir y pecar eran, hasta un punto, cuestiones equivalentes. Quien tenía una salud espiritual lograba una homeostasis en lo físico y en lo social.

Hoy, los criterios de cientificidad han cambiado radicalmente y ya nadie piensa como antaño. O casi nadie. En el discurso político de un septiembre de plazas vacías, la oratoria trillada de las mañaneras sigue haciendo referencia a una moralidad de dientes para afuera. Reprobar las opiniones de “los adversarios” y sostener que la llama encendida de una esperanza —cada vez más exigua— nos llevará al éxito, está resultando cada vez más chocante.

populismo, represión
Ilustración: Mana Neyestani, caricaturista e ilustrador iraní (Nuevas Miradas).

Si ya en meses anteriores se exhibió la burla de un “detente”, imperativo basado en los fetiches y tocado del tono acre de quien desprecia las soluciones pragmáticas, en la actualidad de un septiembre con símbolos alterados, ni la estampita ni la sorna se perdonan. Recientemente se habló de la tasa de sobremortalidad en el país: se calculan 200,000 muertos, es decir, una cifra que rebasa por mucho la expectativa de marzo y que hoy, en este septiembre de gritos al aire, nos deja más intranquilos frente a un gobierno que recurre a fetiches y a argumentos morales dudosos para afianzar la autoconfianza; vivimos en la tierra del “todo va bien”, pero la verdad es que no es así. Si la moralidad se entendiera en su sentido prístino no se imbricaría con el discurso político ni se permitirían distracciones como las de un avión que, a pesar de que se ha buscado hacerlo desaparecer en cachitos, sí existe, cuesta y echa suficiente humo como para levantar cortinas. Tejer el discurso de esa manera es perverso, sobre todo en la consideración de que muchos no entienden esos procedimientos ni cuestionan el actuar de quien se ostenta con la investidura presidencial.

En un septiembre de gritos y gritas, volvemos a la ley del más fuerte. Del que levanta la voz para silenciar al otro, aunque no tenga argumentos. Volvemos al discurso purgador de las antiguas arengas de púlpito. Quizá evocar la moralidad debería implicar verdadera transparencia. Lo que tenemos al frente de la nación no es un hombre de cristal sino una figura opacada por cortinas de humo.


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No sé si sea el camino y el proceder de todos los que nos interesamos en el legado plástico virreinal, pero desde mi perspectiva puedo decir que comencé haciendo dos cosas que van aparejadas: fichas y fotos. Arrastrar el lápiz, pues. La mirada del interesado no contempla las convenciones del apasionado de los encuadres de todas las cosas. Nosotros tomamos (captamos, retenemos) eso que creemos que, al verlo, lo vamos a preservar porque vale la pena.

Como expresa Cecilia Gutiérrez Arriola en el artículo “Fotografiar para conocer el arte colonial. Elisa Vargaslugo y la fotografía” (publicado en Alquimia, disponible en Mediateca INAH), la mirada construye y las fotografías de registro modelan, de vuelta, una percepción de aquello que se está registrando. “La imagen precisa pretenderá complementar siempre un discurso, lo va a afianzar y colaborará a imprimirle mayor verosimilitud” (Gutiérrez Arriola, p. 74). Lejos de las convencionales discusiones historiográficas en torno a la fotografía y su valor testimonial, para Vargaslugo la imagen de registro se convirtió en un arma que empuñó para visibilizar eso que pasaba desapercibido a los ojos de muchos, para capturarlo como evidencia y elemento de estudio, para hacer análisis comparativos, para desarrollar hipótesis sobre lo simbólico y lo formal.

fotografia virreinal
Fotografía: Cecilia Gutiérrez Arriola.

La fotografía, pues, estuvo vinculada al trabajo y al legado enorme de Elisa Vargaslugo. El archivo fotográfico del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM posee una riqueza en gran medida, debido al trabajo de esta historiadora del arte, cuya vida se apagó en días recientes.

¿Qué implica la muerte de la Dra. Vargaslugo para quienes nos dedicamos al periodo? Varias reflexiones. La primera que se me viene a la mente, es que se hace necesario desarrollar más pensamiento crítico en torno a un periodo histórico que todavía no goza de comprensión y, por ende, es denostado. Hasta la fecha, gran parte de la población no entiende la diferencia entre colonia y virreinato. Si bien, el estatuto jurídico de esta parte de la Monarquía católica fue impreciso desde sus días, la ignorancia contribuye a cargar de mala vibra y telarañas interpretativas al periodo y su legado material. A estereotiparlo. Y lo que se estereotipa, se deja de ver y se pierde. Los prejuicios historiográficos que nos imponen las lentes de otras épocas inciden en los imaginarios actuales que desarrollamos sobre áreas del pasado y el camino que abrieron Francisco de la Maza, Manuel Toussaint, Jorge Alberto Manrique y Elisa Vargaslugo (entre otros) merece una revisión detenida. Andar sobre sus pasos, no para hacer lo mismo, sino para dialogar críticamente con ellos y aventurar otros abordajes.

pintura virreinal
“Coronación de la Virgen”, Anónimo, siglo XVIII (Fuente: Mediateca INAH).

La doctora Vargaslugo pensaba en un arte colonial. Eso revela un horizonte de formación y enunciación que vale la pena reconocer y problematizar. Hija de un médico y de una madre con herencia inglesa, Elisa migró a la Ciudad de México, desde su Hidalgo natal, a cursar su educación secundaria. Durante la preparatoria, su cercanía con Francisco de la Maza la convirtió al que será su periodo de estudio de por vida. Los viajes, las fotos, el contacto con los bienes culturales la transformaron. Manuel Toussaint y Justino Fernández fueron dos nombres que estuvieron ligados al inicio de su carrera como investigadora.

Las portadas religiosas de México fue su primera gran obra. Su investigación recepcional de maestría le abriría un camino como hemeneuta, más allá del que ya se había abierto con su mirada fotográfica sobre los monumentos. En la época, la clasificación estilística proveía de un vocabulario y de una metodología que elevaban a la historia del arte al ámbito de las ciencias. Su relación biográfica y emocional con Santa Prisca de Taxco marcó un derrotero pocas veces andado por otros investigadores. Vargaslugo hizo de su fachada y retablos unos lienzos legibles en términos de una prosa teológica y estilística que resultaban inéditos en la historiografía del arte nacional. Ciertamente, con sus dos trabajos clave, Vargaslugo inscribió en letras de oro, para unos pocos ojos privilegiados, un capítulo estilístico que contribuyó a visibilizar como problema formal al arte novohispano y, más que eso, a vincular las soluciones formales con procesos sociales.

Elisa Vargaslugo
Elisa Vargaslugo Rangel (Archivo fotográfico: IIE-UNAM).

Su interés por la pintura novohispana y, particularmente, por la de Juan Correa, la llevó a observar. Sólo mediante la observación cuidadosa y detenida se llegan a detectar particularidades y a trascender prejuicios. El ojo que observa y penetra una capa que empaña la comprensión de los objetos, de las imágenes, es el que logra, después de cerrar un obturador metafórico, captar la esencia de los productos culturales y ponerle fin a una estela de calificativos que se lanzan de botepronto. Ese ojo especializado, enamorado de las sinuosas formas que ella consideraba “barrocas”, fue el que formó a generaciones bajo la premisa de “nadie ama lo que no conoce” (como lo plantea en un emotivo texto la Dra. Consuelo Maquívar). Gracias a Elisa Vargaslugo por cerrar el obturador sobre el legado virreinal y por ser de las pioneras en hundir el pico en una cantera, difícil de labrar, es cierto, pero que promete redescubrimientos, sorpresas y muchas satisfacciones.

No me cuento entre sus numerosos alumnos, pero sí entre sus no sé si tan numerosos lectores. Creo que el mejor homenaje que se puede hacer a quienes nos abrieron caminos, y ya se fueron, es producir un diálogo con su obra; leerla, plantearle preguntas desde nuevos horizontes e imaginar que nos responden.


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“Dar la mano al saludar es tentar a Dios”

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Evidencias del manejo de pandemias en la deriva de los tiempos

El 30 de octubre de 1918, El Nacional. Diario libre de la noche anunciaba con júbilo que ahora sí se podría asegurar que la lucha contra la influenza española había comenzado; en letras más pequeñas y con menos entusiasmo, el diario anota que esa lucha era obra de los particulares, aun cuando así no lo quisieran reconocer las autoridades de Salubridad.

La nota se acompaña de un recuadro que se titula “Las cifras fatídicas de actualidad”; la sorna se deja sentir en cada palabra: “He aquí los datos oficiales, conseguidos extraoficialmente, sobre la mortalidad causada por la Influenza Española en lo que va del mes actual”. En 28 días se contaban 796 defunciones. En artículos publicados recientemente se habla de cientos de miles de muertos. Se denuncia una reacción muy tardía del gobierno de Venustiano Carranza y una más timorata reacción del Secretario del Consejo Superior de Salubridad. Según el diario, el Dr. Edmundo G. Aragón declaraba que “No hay nada de interés que comunicar al público con respecto a la epidemia reinante y a las medidas tomadas para combatirla”. Al menos hemos ganado terreno en materia de acceso a la información.

enfermos en cama 1918, gripe española
Fotografía: Nueva Tribuna.

La redacción de El Nacional denunciaba que hacía más de una semana que había venido incomodando a las autoridades de Salubridad a causa de su denuncia sobre el mal manejo de la epidemia: las medidas de profilaxis no parecían ser suficientes y, a ojos vistas, la enfermedad iba cobrando más y más vidas. “Ni se riegan las calles, ni se clausuran las escuelas, ni se cierran pulquerías, figones y cantinas a las 6 de la tarde, ni se establecen expendios de medicina, ni se retiran a los vendedores de frutos y comestibles callejeros…” Hacia fines de octubre, las autoridades de Salud en el país por fin habían tomado cartas en el asunto y había ordenado retirar todas las mercancías comestibles en estado de descomposición, descubiertas en manos de los comerciantes. Nótese que las medidas de higiene que demandaba la población no se centraban, como hoy, en evitar el contacto entre personas, sino que se focalizaban en la limpieza de las calles y en la desinfección de los medios de transporte.

Ante las medidas insuficientes dictadas por las autoridades, se organizaron juntas de vecinos en algunas colonias. El periódico, fiel a su misión de informar, publica las convocatorias, pues se desea que la asistencia sea copiosa (sí, en efecto, sin pensar en los riesgos de la propagación del mal). El periódico da también una lista de boticas que estarán en posibilidad de preparar recetas para enfermos pobres, anotando al calce de las mismas que se trata de un “pobre de solemnidad”. Esas cuentas se despacharían con cargo al Comité de Higiene, encabezado por el Doctor Agustín E. Vidales, quien hace el anuncio al diario.

periodico El Nacional
Crédito: INEHRM.

Materialmente resultaba imposible calcular cuántos muertos habría a causa de la influenza española, debido a que las autoridades de salud no habían realizado operativos para visitar a los enfermos en sus domicilios, ni habían impuesto la obligación a los médicos de dar parte de la atención de contagiados al Consejo Superior de Salubridad. Los datos sobre enfermos atendidos fueron proporcionados por algunos médicos de manera voluntaria. Panteones como el Municipal de Dolores, el Español y el Francés declaraban haber presenciado una mayor cantidad de entierros en los últimos días, pero esos números, apenas especulados por la observación, no podían contrastarse con la estadística oficial.

Estamos hablando de otro México, indudablemente, pero el encabezado de El Nacional recuerda en mucho la situación que vivimos en la actualidad. Se lee, por ejemplo “Dar la mano al saludar es tentar a Dios”. En 1918, el país transitaba por una difícil situación económica, había sufrido hambrunas en años anteriores, la devastación propia de una guerra civil y por si fuera poco, el titular del Ejecutivo afirmaba que contemplar el confinamiento como medida era prácticamente imposible. Las víctimas de la influenza española, a nivel mundial, son estimadas en más de 50 millones de personas.

nota periodico influenza
Crédito: Nueva Tribuna.

Hoy hacemos gala de otro aprendizaje. A más de cien años de aquella mortandad, tenemos refinadísimos medios para comunicarnos internacionalmente, estamos familiarizados en tiempo real con lo que sucede en otras partes del mundo y tenemos experiencia médica y evidencia científica que ayuda a mitigar los efectos de las pestes. Pese a que no se llega todavía a ningún acuerdo por parte de la comunidad científica respecto del tratamiento de la COVID-19 y a que todavía estamos a la espera de noticias prometedoras sobre las vacunas que se encuentran en diversas fases de desarrollo, son las acciones de la población civil, más conscientes y menos politizadas que las de las autoridades, las que pueden poner un cerco efectivo a la propagación de la enfermedad. Hoy como en 1918, la responsabilidad de la sociedad civil es la que puede hacer la diferencia.

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