Estimados y estimadas, miembros y miembras del cuerpo leedor… Se habrán ido acostumbrando ya a estas formulitas, llamadas ‘dobletes,’ francos monstruos lingüísticos carentes de cualquier poesía o economía, pero cargados, nos dicen, de virtud feminista, pues corrigen una presunta ‘desigualdad de género’ inherente en el castellano, lengua que, se alega, excluye a las mujeres en la construcción de sus plurales.
La Real Academia Española y una gran manada mayoritaria de lingüistas, si bien reconocen que el sexismo se expresa en ocasiones a través del lenguaje, niegan categóricamente que los plurales tradicionales castellanos excluyan a las mujeres. Y han expresado su inconformidad con las guías institucionales que, bajo presión social, han proliferado en los últimos años para exhortarnos al uso de dobletes y otros adefesios ‒elaborados, dicho sea de paso, sin la participación de un solo lingüista‒.
Como señala Ignacio Bosque, un profesional de la Real Academia Española, los redactores de estas guías consideran que “no corresponde a los lingüistas determinar si los usos verbales de los hispanohablantes son o no sexistas”; por el contrario, para estos motivadísimos legos “el criterio… será la conciencia social de las mujeres o, simplemente, de los ciudadanos contrarios a la discriminación.”
Pero los “ciudadanos contrarios a la discriminación” no somos una masa homogénea; sería más correcto atribuir las nuevas puntualidades a un minoritario pero ruidoso feminismo radical que se yergue arrogante sobre el lenguaje y ve abajados a políticos, burócratas, y periodistas ‒de intenciones, estos últimos, menos buenas que buenistas‒. Pues muy urgidos se ven, nuestros mentados ‘líderes,’ de apaciguar el outrage culture que celoso patrulla los perímetros de la nueva corrección. Y saludan todos a su nuevo jefe quien ‒¡Oh paradoja!‒ se ve siempre más poderoso cuan más campanudamente se ostente ‘la víctima.’
Aclaro ‒o me acusarán después de haberlo negado‒ que sexismo y discriminación desde luego existen en nuestras sociedades hispanoparlantes. Y es loable, démoslo por descontado, querer combatirles. Pero no es menos loable combatir las enfermedades y, sin embargo, no pedimos a la madre de un niño enfermo ‒aunque en todo el universo no haya persona más interesada en su salud‒ que haga ella misma el diagnóstico y aplique un tratamiento; eso toca al especialista.
Suponiendo entonces sin conceder que los más preocupados por el sexismo fuesen los feministas radicales (nótese el plural inclusivo, pues hay hombres feministas), no habría de corresponderles a ellos, de todas formas, identificar las manifestaciones del sexismo en el castellano, pues carecen de conocimientos técnicos. Dicha tarea compete a los especialistas de nuestra dulce y musical lengua cervantina. Pero estos últimos, si bien esgrimen argumentos impecables, no siempre atinan a comunicar con el lego. Me permito, entonces, desde la hermana disciplina de la antropología, extenderles una mano.
El asunto por comunicar es éste: el género gramatical y el género sexual no son la misma cosa. Por eso el buruchasquio, idioma de Pakistán, puede tener cuatro géneros distintos sin importar que entre los buruchasquioparlantes, como entre nosotros, no haya más que dos sexos. Y aviso que los dos géneros gramaticales que, en exceso sobre el castellano, presume el buruchasquio, no se refieren a géneros de personas con actividad y/o preferencia y/o identificación sexual ‘no binaria.’ En absoluto: nada que ver con eso. Dichos géneros adicionales marcan, el primero, animales y sustantivos numerables, y el segundo, todo lo siguiente: objetos inanimados, sustantivos no numerables, sustantivos abstractos, y sustantivos fluidos.
Hay idiomas con más géneros gramaticales todavía. El checheno (Cáucaso) tiene seis. El canarés (India), nueve. El shona (Sudáfrica), veinte. Y el tuyuca (Amazonia), de cincuenta a ciento cuarenta. Sobra decir que los habitantes de Amazonia no se dividen en ciento cuarenta géneros sexuales. También existen idiomas, como el inglés, y familias enteras de ellos, como la austronesia, la túrquica, y la urálica, que no poseen género gramatical; pero puedo asegurarles, sin haber aplicado el examen médico, que estos hablantes no carecen de sexo.
¿Qué cosa es el género gramatical? Ciertas comunidades de hablantes han sentido la necesidad de agrupar a los sustantivos en categorías que se marcan gramaticalmente. Pero dichas necesidades serán distintas aquí y allá, y por eso no vemos ni el mismo número, ni el mismo tipo de géneros gramaticales en todos los idiomas. En el castellano, por razones que para mi son misteriosas, los sustantivos se dividen en dos grandes categorías que llamamos ‘masculino’ y ‘femenino’ (anteriormente teníamos también un género llamado ‘neutro,’ ahora perdido). Pero nada tiene esto que ver con el sexo, y por eso ningún hispanoparlante le busca el pene a ‘un banco,’ o la vagina a ‘una silla,’ aunque digamos por costumbre que el primero tiene género gramatical ‘masculino’ y el segundo ‘femenino.’
Dicha costumbre es una simple muletilla nominal, consecuencia de extender, por un lado, el nombre ‘masculino’ a los sustantivos no sexuales (ej., ‘banco’) que en su referencia utilizan el mismo género gramatical que usamos para los hombres con penes; y de extender, por el otro lado, el nombre ‘femenino’ a los sustantivos no sexuales (ej., ‘silla’) que en su referencia utilizan el mismo género gramatical que usamos para las mujeres con vaginas. Si bien dichas extensiones resultan nominalmente prácticas para el lingüista (de menos en sociedades sin feministas radicales), no pueden afectar la estructura del universo porque las palabras no tienen poderes mágicos ‒el nombre de una cosa no afecta su naturaleza‒. Luego entonces, dotar a un género gramatical con el nombre ‘masculino’ y a otro con el nombre ‘femenino’ no les impone una realidad sexual.
Podrá apreciarse mejor este punto haciendo un experimento mental. Imaginemos una población hispanoparlante donde, por idiosincrasia cultural, la fascinación por artefactos de reposo supera el interés recreativo y reproductivo que suscitan penes y vaginas. En dicha cultura, los géneros gramaticales castellanos ‒hoy llamados ‘masculino’ y ‘femenino’‒ bien pudieron haber sido bautizados como ‘género banquino’ y ‘género sillino,’ Al denotar hombres, por ende, se emplearía el género banquino, y al denotar mujeres, el sillino ‒sin afectar, claro está, que hombres y mujeres continuaríamos siendo, irremediable y respectivamente, masculinos y femeninos, porque el género sexual es otra cosa‒.
Así pues, en resumen, la confusión de feministas radicales y de la población mal informada o doblegada por ellos radica en dos costumbres.
La primera costumbre nos ha heredado la misma ortografía ‒‘género’‒ para denotar, por un lado, al universo de categorías de personas distinguidas por la posesión de penes, vaginas, e identidades y preferencias sexuales particulares; y, por el otro lado, al universo de categorías de sustantivos distinguidos por la posesión de marcas gramaticales particulares. Usar ‘género’ para ambos universos sugiere a la mente que hay una relación fundamental entre ellos, pero se trata de una mera ilusión lingüística. Sería como suponer que un ‘banco’ de peces, el ‘banco’ donde guardo mi dinero, y el ‘banco’ en que me siento comparten una naturaleza fundamental; en absoluto: son cosas totalmente distintas que por azares de la historia se denotan con la misma ortografía.
La segunda costumbre, que colma la confusión generada por la primera, ha bautizado los géneros gramaticales castellanos con las etiquetas ‒‘masculino’ y ‘femenino’‒ que nombran a los géneros sexuales tradicionalmente reconocidos en el discurso normativo; es decir, los reconocidos, normativamente, antes de la proliferación del LGBTTQQIAAP, acrónimo que engloba lesbian, gay, bisexual, transgender, transexual, queer, questioning, intersex, asexual, ally, pansexual (y estamos atentos para añadir nuevos géneros sexuales y así aprovechar todas las letras del alfabeto).
Una vez asentado este punto en el entendimiento ‒que género gramatical y género sexual son cosas totalmente distintas‒ vemos que nada impide, en principio, que el género gramatical llamado ‘masculino’ denote a una mujer (ej., “esa señora es abogado”), ni tampoco, en principio, que el género gramatical llamado ‘femenino’ denote a un hombre (ej., “este hombre es una escoria”). Por eso una tradición histórica como el castellano puede estabilizar una asimetría denotativa en sus plurales, de tal suerte que ‘las profesoras’ sí excluye a los hombres mientras que ‘los profesores’ (salvo en contextos especiales) no excluye a las mujeres.
De hacer falta otra demostración, nos bastará aplicar con rigor la teoría radical feminista del castellano para verla reducida a su absurdo.
Hemos visto muchas quejas contra el uso de ‘el hombre’ en referencia a la especie humana, y en esta frase ‒debo confesar‒ han hallado al mejor candidato para acusar al castellano de sexismo. Para darle salida se propone ‒sin hacer concesiones a las exigencias poéticas en contextos particulares‒ que usemos ‘el ser humano’ o ‘los humanos.’ ¿Soluciona el presunto problema? No. ‘El ser humano’ y ‘los humanos’ ambos llevan género gramatical ‘masculino.’ Entonces, si las mujeres están excluidas de ‘los profesores,’ la teoría feminista deberá afirmar, también, que están excluidas de ‘los humanos.’ Precisamos entonces de nuevas monstruosidades como ‘los humanos y las humanas,’ o ‘el y la ser humano,’ o ‘los y las humanos.’ ¿Les gusta? ¿O quizá prefieran ‘el y la ser humane’ y ‘los y las humanes’? ¿‘Les humanes’?
No se rían. Hace no mucho recibí una misiva institucional de una colaboradora y amiga que buscaba corregir la presunta ‘desigualdad de género’ castellana sustituyendo el tradicional ‘Estimados’ con este nuevo espantajo: ‘Estimades.’ Y más recientemente recibí, de un amigo, un mensaje dirigido a hombres y mujeres que comenzaba: “Estimadas todas.” Aquí tocamos fondo, pues mi amigo ha querido ‘solucionar’ un presunto sexismo que no aqueja al castellano imponiendo una fórmula que sí es sexista, pues “Estimadas todas” sí excluye a los hombres.
De hecho, para colmo de absurdo, si aplicamos la teoría radical feminista con rigor habremos de concluir que el castellano ha sido ‒y desde hace siglos‒ sexista ¡contra los hombres! ¿Por qué? Es un poco obvio: decimos ‘la persona’ y ‘las personas.’ La teoría radical feminista se ve obligada aquí a afirmar que, por tener género gramatical ‘femenino,’ estas frases excluyen a los hombres.
¿Y quién resulta más excluido de la especie? Si ponemos ‘humano’ en Google el resultado arroja 323 millones de páginas, mientras que con ‘persona’ son 1,520 millones. Es decir que la frecuencia de ‘humano’ es apenas un 20% de la frecuencia de ‘persona.’ Y se pone peor, porque por lo menos puede uno decir ‘humana’ en castellano, pero no podemos decir ‘persono.’ ¿Entonces, qué? ¿Reformamos el castellano? Las personas y los personos somos igualmente miembros y miembras de la especie.
Si quieren echarse este clavado, porque pueden pronunciar frases como la anterior sin soltar una carcajada ni tampoco volver el estómago, prepárense entonces a reconocer que, además de ‘ingenieras,’ ‘arquitectas,’ y ‘abogadas’ (terminaciones que ya nos han ido recetando), habrán de ingresar en nuestra lengua los ‘periodistos’ ‘policíos,’ y ‘atletos.’ Porque los hombres ‒que nadie se atreva a negarlo‒ tenemos derechos, y no vamos a tolerar que el castellano nos excluya de ciertas profesiones. Qué diantre: somos personos.
Estos absurdos ponen de relieve que la lucha por reformar el castellano es una controversia importada del inglés. En el inglés sí puede defenderse que había un problema, algo que resolver, pues los sustantivos que tradicionalmente denotan profesiones incluían como sufijo la palabra ‘hombre’: man. Es el caso de fireman, mailman, journeyman, spokesman, etc. Y es cierto también que, hablando en tercera persona abstracta, en inglés se usaba siempre por defecto he, his y him, por no contar en el inglés con una forma neutra.
Pero estos no son problemas del castellano, donde jamás decimos ‘hombre fuego’ u ‘hombre correo’ para denotar a bomberos y carteros. Y además contamos con las formas neutras ‘quien,’ ‘su,’ ‘se,’ y ‘le.’ Por ejemplo, la oración inglesa He who defends an argument congratulates himself on those ideas which he finds convincing and meet with his approval, al traducirse al español se vuelve neutra y por lo tanto inclusiva: ‘Quien defiende un argumento se place en las ideas que le convencen y que son de su aprobación.’ Y los plurales castellanos, como ya asentamos arriba, tampoco excluyen a las mujeres. Entonces, en vez de estar siempre copiando las modas de los anglosajones, nos vendría bien cierta independencia cultural y dejarnos ya de tonterías.
Por desgracia no sobra decirlo, pero en lo anterior no hay argumento alguno para abandonar la lucha contra el sexismo. Todo lo contrario: hago una exhortación al feminismo efectivo.
Un defensor efectivo de las mujeres es, por ejemplo, mi amiga Rosi Orozco, al frente de la organización Comisión Unidos vs. Trata AC. Ella a diario pone el pellejo en riesgo dando batalla contra mafias que esclavizan a mujeres y niñas y las convierten en objetos de tráfico sexual. Le pregunté qué opina sobre los esfuerzos ‘feministas’ de reformar el lenguaje. Me dijo: “Los dobletes no darán como resultado una cultura en contra de la violencia que viven mujeres y niñas. Nuestra energía debe enfocarse en aquellas cosas que dan resultados y producen una transformación de la mentalidad y las acciones.”
Es decir que Rosi no anda por ahí con gestos buenistas gratuitos ‒que no socorren materialmente a mujer alguna‒ para lucir una estrella y ponerse a salvo de las crucifixiones públicas del outrage culture radical feminista. Prefiere hacer cosas que importan.