¿Y después del des-montaje?

Fui a la India y me recorrió en cinco días…

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Fui a India y me recorrió en cinco días. Desde una habitación minúscula, atada a una camilla con la venoclisis que me conectaba a ese enorme país. Sabía que cuando un sentido deja de funcionar, los otros se encargan de compensar, pero nunca antes lo había experimentado. 

Llegué a la India sin expectativas. Estaba abierta a lo que me regalaran. Esperaba ver los lugares a los que van los paseantes y observar lo que apareciera. Formarme impresiones y empacarlas en una maleta de historias que contar. Lo que nunca se me ocurrió, es que los ojos se iban a doblegar cómplices de mi debilidad física. 

Resultó ser un viaje con otros sentidos; aún no logro transcribir las palabras que me permitan narrarlo. Dice Octavio Paz que es más fácil delinear a la India que describirla, yo todavía me encuentro perdida en la reflexión. 

La India es un país enorme, con diversos sistemas solares completos. Convive su población a pesar de que hablan 170 idiomas y 544 dialectos. Realmente son numerosas naciones en una sola, cada una con distintas identidades conformadas por sus territorios, orígenes y costumbres. Sus sabores y olores incluyen muchas culturas además del Islam, están los budistas, shiks, cristianos, judíos y, por supuesto, los hindúes, que veneran  a más de 40,000 dioses. 

India
Fotografía: Sylwia Bartyzel.

Después de conocer Delhi viajamos a Varanasi, la ciudad más antigua del mundo. Tiene 4,000 años de existir a un lado del río Ganges, un lugar sagrado. Si mueres junto al río, se resuelve tu Karma, ya no es necesario volver a reencarnar. Por esto, de todos los confines del país llegan personas solas, o con su allegados, a morir en Varanasi. Allí, hay morideros, casas enormes con gente agonizando, y mujeres, viudas repudiadas por la familia del difunto, que por comida y techo asisten a la muerte y la acompañan en sus labores, mientras los familiares hacen los arreglos para la ceremonia. 

 ¿Será casualidad? En México se celebra el Día de los Muertos. Adornan los altares con esa misma flor naranja, el cempaxúchitl, color fuego, el mismo tono sagrado del hindú, simboliza el calor del sol. 

El cuerpo que ya descansa sobre la pira funeraria es tapizado con estas flores, velas, el ungüento mezcla de clavos, azúcar, alcanfor y cardamomo, que además del agua bendita del Ganges, purifica el alma. Como último atavío, la madera de sándalo viste al cuerpo en la cremación y lo impulsa a convertirse en humo y polvo. 

tradiciones de india
Fotografía: AFP.

El  Ganges como testigo, absorbe taciturno esta ceremonia. Aparecen fuegos simultáneos y cenizas de cuerpos, mientras las almas esperan con ilusión la eternidad. El río también recibe infinitos cuerpos vivos, que intentan purificarse con rezos, cánticos, mantras, lavado de ropa, dientes, uñas y cabellos. Sucede al mismo tiempo que otros tiran su basura y algunos muchachos en las escalinatas conocidos como “Ghats”, yacen esperando algún sentido a la vida, el que quizás yo, con mi educación occidental, pensando en la productividad, no alcanzo a vislumbrar. Las multitudes indias se mezclan con las multitudes blancas. Extranjeros con anteojos negros, shorts y sombreros de playa, con curiosidad, buscan confrontarse o revolcar la inercia de su existencia. Se considera a esta ciudad, la más espiritual de India. 

La mugre, el polvo, el ruido de las motos y bocinas, la mierda de las vacas, los gritos de la gente que parece estar discutiendo todo el tiempo, algunos mutilados pidiendo limosna, se convierten en una forma constante de contaminación. Las llamadas del brahmán para rezar cinco veces al día desde el amanecer, invitan a la gente a rogar a Dios, el mismo que los tiene abandonados, alejados de sus manos. 

En este contexto me enfermé, se cerraron mis ojos y, a partir de entonces, no sólo la enfermedad los mantenía cerrados. Abrirlos representaba un doble esfuerzo, pues temía mirar tantas, tantas penurias. 

rio en la india
Fotografía: Paul Jeffrey.

Horas después de hospitalizarme, mi oído se afinó. Esperaba fervientemente captar los sonidos para interpretarlos. De pronto adquirieron una importancia vital. Unos eran premonitorios de la llegada de las jeringas, que entrarían a mi piel mal orientadas, a buscar problemas. El ruido de las pisadas fuertes y seguras de los doctores, intensivistas, nefrólogos, cardiólogos, y el internista,  anunciaban una sentencia. Otros sonidos, casi imperceptibles, provenían de los pies descalzos, cuyos cuerpos venían a traer comida o a barrer. Muchas veces simplemente eran los sonidos de los pies que, atraídos por la curiosidad, entraban a mi habitación. Siempre venían en grupos. Algunos eran los familiares de otros enfermos, generalmente hombres que se colaban entre los doctores, para escuchar las noticias, o ver a la mujer postrada. 

Los ruidos empezaron a organizarse. El golpeteo de los motores de las bombas de agua se encargó de la percusión. Los gritos o quejidos junto con la trompeta de los autos se convirtieron en el coro. Yo escuchaba una melodía. Voces, percusión, guitarras, trompetas, saxofones, todos abandonaban el caos y se transformaban en una ópera. No soy aficionada a ese género musical, pero en ese momento el susurro me arrulló, acompañándome para darme paz. 

Con el olfato no me fue tan bien. Se afinó, pero no para darme la armonía tan necesitada. Percibía los olores al instante, colaboraban para incrementar el malestar; el sudor de la gente, el  limpiador corriente de pisos con un intenso aroma a pino, el olor a comida saturada con especies y curry que venía de las habitaciones de los vecinos, la peste a caño; el polvo de la calle y de todas las superficies del mobiliario; finalmente, mis propios olores me provocaban náusea. Convertían ese espacio en un lugar abrumador. 

También el sentido del tacto contribuyó a mi malestar. El cobertor con su textura áspera, me remontó a la cobija de mi infancia. Sus caricias, que salvaban las horas estancadas, auxiliaron el retorno a casa. Era algo familiar dentro de todo lo ajeno que estaba experimentando. 

hospital
Fotografía: TN8.

Una mañana me regresaron a urgencias para tomarme una radiografía de tórax. El suero debía quedarse en el cuarto, pues no tenían esos tubos con rueditas para llevarlo. Era tal mi debilidad, que la silla de ruedas caminaba lentamente por mí. Mi vista se clavó en las paredes manchadas de mugre ancestral, combinando manchas rojas de sangre, con escupitajos que habían lanzado los que acababan de pasar por ahí. El calor era insoportable. La energía eléctrica también huía de este infierno dantesco, los ventiladores del techo no servían. Tuvimos que esperar a que llegara la electricidad, que se compartía con los hoteles y toda la ciudad.

Ahí, en el corredor, reviví la llegada al hospital. La entrada sin puerta permitía que quien quisiera irrumpiera. Montones de chanclas de plástico y cuero viejo en el piso fangoso nos dieron la bienvenida. Los estetoscopios y los medidores de presión no servían; tampoco funcionaba bien la válvula del tanque con oxígeno. El tanque, el cómodo y el reloj en la pared, estaban corroídos por el óxido. De los hombres que entraban, no distinguía al médico del curioso que se acercaba a verme. Me tocaban sin haberse lavado las manos, y discutían en hindi, sin que yo entendiera qué estaba pasando. 

La intimidad se ve trastocada en un medio hospitalario, pero en India, esto se acentúa. Se borran los espacios corporales, entonces amalgamados a ti, se acreditan tus derechos. Hacen como quieren, sin previo aviso. Yo sabía que si me enojaba, responderían con enojo; si peleaba, pelearían. Su trabajo no tendría por qué ser afectuoso. Ignoraba cuánto tiempo iba a quedarme y, con la hostilidad del entorno, aguantaría poco: “decidí ejercitar mi práctica terapéutica”. Sería un ejercicio de investigador, desde lo sistémico, la narrativa, la hipnosis o cualquier idea que me llegara a la cabeza, pues sólo contaba con eso: mis ideas.

De la misma manera, mi habitación era una romería. Entraba mucha gente que quería tocarme: la frente, las manos, una caricia del cabello, acomodar la venoclisis que con frecuencia se tapaba. Yo gemía: “pain, pain”, y como respuesta me daban un sermón en hindi que yo no comprendía. Mi única opción era sonreír y soltar un “namasté”.

sanatorio
Fotografía: The Week.

Venían aquellas mujeres humildes, de la casta de “los intocables”. Vestidas con saris descoloridos y corroídos, eran las encargadas de atender las necesidades físicas, tocando mis partes más íntimas. Ninguna otra casta en India se encargaría de esto. Con sus caras hinchadas, testimonio de lo denigrante de su trabajo, sus ojos oscuros parecían hundidos en la cavidad ósea: ojos y miradas sin vida, acostumbrados a estar muertos y sin expresión alguna. No limpiaban, hacían como si… Me daban miedo; eran sombras fantasmagóricas que no pedían permiso. Entraban y salían a su gusto, buscando comida. Cuando la obtenían, desaparecían dejando en montoncitos el polvo barrido, los platos sucios tirados, o la mesa que,  resignada como yo, apilaba capas de telarañas y mugre, como si fuese parte de su morfología. 

Entonces, ocurrió la transformación maravillosa. El ejercicio funcionó.

Las enfermeras de manos torpes empezaron a regalarme sus sonrisas. Sus brazos fuertes y miradas endurecidas fueron transformándose. Si decía: “pain, pain”, llegaba su caricia. “Slow, slow”, e introducían el líquido frío que me hacía arder los brazos, con lentitud, mientras que nos mirábamos de manera distinta.

Piyali, la joven que nos trajo del hotel, me protegió. Parecía un remolino, traducía al inglés, compraba las medicinas, desconfiaba o se enojaba de quien fuera necesario, me traía comida limpia, peinaba, aseaba y, mientras platicábamos largas horas compartiendo el catre, corrió la voz de que yo daba consejos y bendiciones. Venían a contarme sus vidas, sus sueños, entraban a pedir mi opinión. Me invitaban a cenar a sus casas, a conocer a los novios que, de acuerdo a su tradición, sus padres habían seleccionado para ellas. Me mostraban sus tatuajes. Me pedían que rezara con ellas para que sus suegras las trataran bien. Querían que hablara con sus novios para saber si eran los adecuados. Me mostraban sus fotos y veían las mías. Me traían gente para hacer Reiki y espantar los dolores y la enfermedad de mi cuerpo. 

Vi sus caras transformarse en expresiones de amor, picardía y risas. El vínculo íntimo rompió las barreras que hasta ese momento existían en el espacio en el que nos encontrábamos. Todas dejamos de ser extranjeras y ajenas para sentirnos en casa. 

grupo de mujeres
Fotografía: Takepart.

Sonu venía en las tardes. A diferencia de las otras, sus facciones eran toscas. Su cabello corto con la raya en el centro, tenía un mechón rebelde que se asomaba despeinado, a pesar de la plasta de gel que debía mantenerlo gobernado. Sus ojos negros mostraban una mirada dura e inquisitiva, buscando pleito antes del rechazo inminente que provocaba. Su rostro, como fachada, contrastaba con las miradas femeninas de las demás. Sus pómulos salientes eran testimonio de experiencias rotas, y su cuerpo masculinizado relataba la lucha cotidiana por reafirmarse.

Lo supe después de horas de convivencia. Sonu miraba fijo a la ventana. Hablando y hablando llenaba mis oídos con palabras que yo no entendía, pero me traducían. Ella también tenía que curarse. Las enfermeras a pesar de ser sus compañeras, no eran sus escuchas; pero yo la paciente abandonada en las prolongadas horas del amanecer, me convertí en su oyente. Sonu me necesitaba y también sentí su transformación. Cuando entró a mi habitación por primera vez, me maltrató de manera tosca buscando las aterradas venas colapsadas por la deshidratación. Me golpeaba con palmadas en los brazos, ahuyentando a mis venas y a mí. Ella pretendía definir su identidad masculina y yo, quería llorar.

La homosexualidad no se veía con buenos ojos en su comunidad, entre los campesinos o en el resto de la India. Desde pequeña se había dado cuenta que nació en el cuerpo equivocado de una mujer. Vestirse con un sari y estar con otras niñas no era lo suyo. Cuando tenía 12 años murió su padre y ella aprovechó el pretexto de tener que sacar a la familia adelante. Se fajó los pechos, se cortó el cabello y, desde entonces, se vistió como hombre para salir a trabajar con sus hermanos al campo. Decidió ser enfermera porque podría ayudar a sus compañeras con los trabajos rudos; pero eso no funcionó: no la habían aceptado. 

Una mañana me dijeron que me harían un ultrasonido para revisar mis riñones. Vinieron por mí en una silla de ruedas, me desconectaron, pues teníamos que dejar el suero en la habitación. Entré con Roberto, mi esposo, al elevador y, al salir, estábamos directo en la calle. Como siempre, nos hablaban en hindi, como si entendiéramos. La alternativa era interpretar sus gestos, y descubrir sobre la marcha lo que sucedía. Nos subieron a una ambulancia destartalada y diminuta, en la que no cabía sentada. Tuve que acostarme en la camilla, que en realidad era un catre sucio, y nos dirigimos a un punto desconocido. 

India
Fotografía: Breaththedream.

En el trayecto de la ambulancia nos rodearon los rickshaws, algunos llenos con familias enteras. Esquivamos varias vacas recostadas en la calle. Había policías sentados, tomando té detrás de sus barricadas de hierro, interrumpiendo el tráfico. En el cielo volaban pájaros negros; en la tierra una mujer abandonada, a un lado de la carretera, esperaba morir. 

Llegamos a un edificio milenario, en cuya sala de espera había una muestra completa de etnias. Nos encontramos con una interminable gama de colores que transforma el paisaje sucio y muerto, en seres vivientes. Tirados en la esquina se apilaban trapos y botellas vacías. Un hombrecito descalzo repartía té. 

Las mujeres, coquetas, con lunares rojos entre sus cejas y largas trenzas negras, vestían pantalones coordinados con sus saris, dejando entrever barrigas y pieles color humo. Los ojos de las mujeres expresaban tristeza, los de los niños pequeños estaban maquillados. Algunas mujeres con burkas oscuras cargaban a sus bebés, había niños usando tenis con marcas comerciales, monjes budistas vestidos de naranja, el mismo que usaba el Buda para concentrarse en la meditación y ahuyentar a los moscos. Dos sikhs con sus turbantes elegantes. Había hombres abrazados o tomados de la mano mostrando camaradería: “estamos juntos en este camino”.

Mientras esperaba a que nos atendieran, abrí los ojos, brincaban de un lado a otro haciendo contacto visual y provocando intercambios de sonrisas. Si hubiéramos continuado con este diálogo habríamos terminado por inventar un idioma común. 

¡Namasté, mi vista había regresado!


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La enfermedad como nombre propio

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Incontables son estos niños, innumerables los padecimientos. Los han alejado de la calzada que conduce al parque; también de la escuela del barrio. Ahora, habitualmente, los dirigen a consultorios y hospitales, comprimiendo su infancia y juventud.

Todos ellos son muy diferentes a pesar de que hoy, en el registro, comparten el mismo nombre y apellido: Enfermedad Crónica. En la actualidad, así son clasificados. Ellos cuentan sus historias en el grupo al que asisten cada martes, a partir de las 11 de la mañana. De a poco avanzan sus procesos. Comienzan negando que les pasa algo, se enojan, regatean y después llegan a la aceptación. Ríen, expulsan frustraciones y encuentran astucias y destrezas donde otros ven puertas cerradas. Siguen buscando con atrevimiento. Finalmente… son niños.

Pepe nació con los pies torcidos. Sus primeros años transcurrieron entre operaciones y aparatos ortopédicos. Sus piernas fueron muy tocadas. Le dijeron que probablemente no podría correr.

Natalia, la “gordis”, ha nacido sin el botón para apagar el apetito. Su cerebro no manda señales de saciedad. Llora de hambre y lidia con la obesidad y dificultades escolares. En casa guardan la comida bajo llave. Sus hermanos se roban los chocolates de la despensa y juntos los engullen. Su mundo infantil no conoce restricciones.

Paco tiene la cadera frágil. Se desgasta incluso con movimientos normales. Como resultado, no lo dejan subir escaleras, jugar futbol o asistir a paseos donde podría caminar o correr más de la cuenta. Su mamá lo lleva en brazos a la escuela. Ella no entiende de humillaciones; ni él comprende la preocupación de ella. Paco anda rebelde y malhumorado, se escapa a jugar al patio de los vecinos. Ahí nadie lo vigila o reprende. No hay árbitros con silbatos enseñándole la tarjeta y sacándolo del juego. Puede estar a sus anchas.

enfermedad en niños
Imagen: Physicians Weekly.

Leo, “Despelucado”, se despelleja la piel porque no siente dolor. Lo tienen vendado como momia. Sufre infecciones y moretones, pero él ni las toma en cuenta.

Santi, el “niño cristal”, ya no asiste a la escuela. Entre cirugías y yeso se aburre en su casa. Ahora no tiene agenda propia. Como es la enfermedad quien dicta horarios y necesidades, sus deseos yacen dormidos. Santi describe su cuerpo como un títere. Los hilos los controlan la mamá y su médico especialista. Ellos dictaminan qué es adecuado para su salud y conveniente para él. Son sus salvadores. Él, apenas un observador pasivo del tratamiento.


Teo también está en el grupo. Como nació con bajo tono muscular, la debilidad lo domina. Su cuerpo es semejante al de un muñeco de trapo. Cada movimiento se le resiste: comer, tomar el lápiz, brincar. No obstante, sus padres me contaban:

Nadie que lo hubiera visto caminar lo habría notado. Tenía ese aspecto de descuido, la camisa siempre afuera de los pantalones, los hombros echados hacia delante cuando se sentaba, parecía que la gravedad lo empujaba hacia el piso y la tierra se lo fuera a tragar. Le decíamos ‘Hilito’. Esa palabra mágica le recordaba un hilo unido a su cabeza, que lo jalaba para estar derechito y ser alto: el wonderful wonderful you, como lo llamaban sus abuelos que vivían en Texas.

Teo jugaba en el barrio con todos los niños aunque le costara un gran esfuerzo. Al verlos, se levantaba y corría torpemente a jugar. Nunca le dijimos que no podría correr tan bien como los otros, ni le explicamos que era distinto. Por eso él, aunque lo sentía en su cuerpo, ignoraba en qué consistía esa diferencia. Entró a una escuela donde avanzaba a su propio ritmo. Cuando decía que le costaba trabajo le decíamos que era cuestión de repetirlo con frecuencia. Como admitimos su dificultad como parte natural de su crecimiento, siguió tratando hasta conseguirlo. No lo comparábamos. Nunca hablamos de incapacidad sino de posibilidades y logros.

En cuarto primaria, decidió participar en el equipo de futbol de la escuela. Le dieron su uniforme y él planeaba las jugadas de los compañeros. Todos estaban fascinados con su desempeño de estratega. Nunca le dijimos que no podía estar en el equipo. Entrenaba todos los días con el grupo. Se esforzaba más que ninguno. Quizá percibía que ciertas facultades, naturales en tanta gente, no lo eran para él. No le dijimos que, si acaso podía jugar, sería torpe y estaría en la banca, que no debía hacerse ilusiones de integrarse el equipo. Nunca hablamos de no poder. Como no se lo dijimos, él se reconoció y aprendió y… simplemente pudo.

enfermedad
Imagen: El Periódico.

Tony va al mismo grupo. Las alergias hacen que se hinche como pez globo con casi todo lo que come. Se le cierra la garganta y se asfixia; termina en urgencias un día sí y otro también.

Pero le va peor a Sabina, “la niña burbuja”, cuyo sistema inmunológico ataca indistintamente. Imagina el sistema inmunológico como un ejército de soldaditos que rastrea, rodea y le impide el paso a todo lo que pueda lastimar al organismo; es un amigo que vigila para protegerlo. Por desgracia, su ejército está confundido. Ataca lo que se le acerque. Por eso tiene que vivir protegida en una burbuja artificial con oxígeno limpio, sin olores fuertes o picantes, colorantes rojos, bizcochos rellenos de crema batida, luz o sol excesivo. No madruga ni se desvela. Defiende un equilibrio casi perfecto para que su sistema inmunológico se tranquilice y aletargue. Sabina hablaba con el grupo por Skype: He tenido que aprender a vivir sintiendo dolor, mareo, debilidad. No sé si me quejo por lo que siento o por imaginarme cómo sería una vida normal. ¡No puedo salir de mi cuarto esterilizado porque me muero! Cada mes recibo tratamientos para mejorar mis defensas. Siempre estoy cansada. Parezco la Bella Durmiente; entre sueños despierto en el encierro del palacio real.


A todos ellos la enfermedad crónica se les ha impuesto como un déspota que irrumpió de repente, y ha llegado para quedarse. Se apropió de la casa, sin permiso ni consideración, exigiendo la completa rendición de su víctima y de su familia. Se ha infiltrado en espacios, tiempos y objetos. El panorama no deja duda de su dominio: medicinas y aparatos sustituyen adornos y bicicletas.

Las conversaciones cotidianas se mezclan con términos científicos, preguntas cautelosas, respuestas vagas y confusas. La familia, perpleja y desorientada, la confronta con impotente fragilidad.

La enfermedad crónica se mete entre papá y mamá, entre los hermanos. Derroca autoridades y destruye las creencias que solían sostener a la familia. Todos entran en crisis, incapaces de ser los que eran. Resignado, cada uno hace los cambios necesarios para acoplarse a la nueva situación.

familia estresada
Imagen: The Spinoff.

Las relaciones se transforman: un hermano es el papá; una hermana la mamá; el menor madura a la fuerza. Ya no hay tiempo para juegos en familia. El ambiente es sombrío. No entra el sol en la casa, ni amiguitos ni visitas. ¡Con la tirana que domina sus vidas es más que suficiente!

—¿Cómo sacarle una sonrisa a mamá? –me dijo en una ocasión Tony–. ¿Podríamos distraerla? Su cansancio va de la mano al mío, pero no nos atrevemos a confesarlo. No es necesario. Se percibe en el silencio que va sofocando la música de mi casa poco a poco, como la niebla hace con el paisaje. A mi mamá se le ve el dolor en los temblorines de sus labios, en cómo se le están formando líneas profundas en la frente. Su cuello se pone rojo, rojo cuando el doctor le habla. No llora, no platica, no ríe. Mira la nada con sus ojos vacíos. Se pregunta si fue su culpa. Distribuye las dosis en las diferentes cajitas de colores que están regadas por toda la casa. Las verdes y azules encima del hornito en la cocina, las naranja en la mesa de noche de su recámara, las marrón en el librerito que está en la entrada… Ellos rompieron la regla de que las medicinas no deben estar al alcance de los niños. Es la enfermedad la que toma la batuta: se convierte en prioridad, más que el recital de mi hermano, el partido de domingo de mi hermana o la comida familiar.

El abuelo de Sabina se ha mudado con ellos. Porque los papás se ocupan de cuidados y urgencias. Entonces, ¿quién llena los espacios vacíos? Sabina es una niña enferma pero no es tonta, continúa el abuelo. Se da cuenta que sus hermanos están irritados. Algunas veces se encelan, otras se enojan, quizá tienen miedo a enfermarse ellos también.

En alguna ocasión, Natalia se quejó sin grandes dramas: Tengo varias batallas que recorrer. Una con mi cuerpo, una con mi mente, la otra con las caras aterradas de los que vaticinan, con cada suspiro, mi muerte.

—Para mis amigos soy “el Cristal” –relata Santi–. Se burlan o me tienen lástima. Estoy cansado de que nadie me vea diferente al cristal que se rompe fácilmente: no estoy en el chat del grupo porque no me puedo comprometer. No se cómo voy a sentirme al día siguiente. El miedo a empeorar hace que me cuide y no me arriesgue.

En verdad no es intocable, sólo que la gente se ha acostumbrado a no contar con él. Sollozando, expresa cómo le lastima la manida frase: “¿Cómo te sientes hoy?”, que lo marca con la etiqueta del enfermo. ¿Por qué no logran imaginar otra? Un día ya no aguantó que lo compadecieran. Se levantó de su pupitre en el salón de clases y les gritó: ¡No lo soporto! Si tan sólo pudiera decirles… Si nadie te ve realmente, ¿estas ahí? ¿Creen que la enfermedad es un estilo de vida? ¿Una elección? La persona no es la enfermedad. SOY alguien común y corriente que, además, TIENE una enfermedad. Eso no me define como persona. Me gustaría que, en vez de esa pregunta, que sabe a sentencia, me preguntes qué me gusta, qué dibujo, qué como; me invites a jugar, quizás a pasear…

Sabina nos relató cómo al descubrir los libros, encontró su salida del palacio enclaustrado:

No recuerdo de dónde se me ocurrió tomarlo la primera vez. Era muy pequeña y no sabía qué me esperaba al abrirlo. Parecía un objeto extraño, no muy atractivo. Sólo era de blancos y negros, como una caja fuerte. ¿Que tendría adentro? Además, ¡era tan diferente a todos mis juguetes! No creo que mi madre me lo obsequiara. No lo sé, es una incógnita. Quizás éste se rodó en mi cuarto a propósito, como si tuviera voluntad propia. Tal vez un ángel de la guarda lo deslizó para jugar con mi destino. Ya sabes, en una de esas repisas que llenan paredes enteras y los guardan de tal forma que sus lomos se ven de colores disparejos. He estado en uno de esos lugares inmensos donde subes las escaleras de caracol con rueditas movibles para buscar los que quieres, infinitos estantes, rodeada por un silencio total. Sólo se oye la respiración y el movimiento del torbellino interno de las personas refugiadas ahí. Abrí, deslicé las hojas como un abanico, me eché a reír a carcajadas. Pensé que el aire que recibía al moverlas era una bocanada fresca de brisa que me aturdía. Lo interpreté como una caricia, un “te procuro”.

osito enfermo
Imagen: Agenda menuda.

Desde entonces y siempre, ha sido para mí una relación muy personal, un gran amigo. Para muchos el libro representa entretenimiento, información, diversión, imaginación, y mil cosas más, qué sé yo. Para mí fue la salida. Alguna vez le pedí a papá una colección de cuentos de hadas. ¡Era maravillosa! Historias que la imaginación tomaba y sin precaución, las adoptaba para recrear múltiples historias. Claro, son historias que se originaron antes de que yo naciera, con países y personas que yo nunca conocí. Sí, como fantasmas que habitan y se mueven libremente por mi cerebro. Cada vez que abría un libro me encontraba en estaciones de tren, parques, lugares extraños o personajes que afectan a quien los lee. Además de la bocanada de aire fresco, conseguía un boleto para viajar. Los personajes se apoderaban de mis sentimientos e imaginación, me invitaban a vestirme con trajes espectaculares para llegar a momentos inciertos y situaciones que abrían puertas, pues los cuentos son universales. La vida cambia de libro a libro, pero la humanidad se pregunta siempre lo mismo.


Preguntas narrativas:
~ Cuando Sabina lee uno de esos libros, ¿qué le pasa a la enfermedad, al dolor y la incapacidad?
~ Si antes del descubrimiento de los libros, la enfermedad lo ocupaba todo, ¿cómo es la proporción ahora?
~ ¿Qué crees que ocupa ese lugar?
~ ¿Ahora qué Sabina tiene a los libros como grandes aliados, ¿en quién se ha convertido?
~¿Cuáles son tus propias salidas?
~ ¿Que ideas, mitos y creencias tiene tu familia sobre la enfermedad?
~ ¿De qué manera se aborda la enfermedad?
~ ¿De qué manera se practica la salud?
~ ¿De qué manera se cultiva la alegría?
~ ¿Cómo ves a alguien qué está enfermo?
~ ¿Qué tan verazmente se maneja la información sobre las enfermedades en la familia?


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Si yo le hubiera dicho…

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Los últimos meses la acompañan ataques de pánico e ideas suicidas…

La conocí en el área de urgencias del hospital. La doctora quería asegurarse de que no fuera epilepsia. Taquicardia, sudoración en todo el cuerpo, dolores de cabeza agudos y la reciente pérdida de conciencia, convencieron a Lili, de tan sólo doce años, de que se iba a morir. Lloraba, abrazada a su madre. No permitía que la tocaran los médicos.

El área de urgencias no es el mejor lugar para tranquilizar a una niña. En el equipo acordamos darla de alta y verla en el consultorio, fuera del hospital. Resultaría menos amenazante y disminuiría su inquietud. Así que le escribí la siguiente carta invitándole a venir:


Querida Lili:
He pensado mucho en ti en estos días. Me he preguntado cómo estarás con el asunto de la preocupación.
Estar asustada por la angustia no debe resultarte fácil. ¿Te das cuenta de que no todos los niños viven así? ¿Crees que algunos no la sienten NUNCA? Bueno, eso dicen. A TODOS EN ALGÚN MOMENTO NOS ANGUSTIA ALGO.
¿Sabías que una parte del cerebro tiene una alarma que se enciende cuando sientes que hay peligro? Al sonar, nuestro cuerpo reacciona, como ocurre a los animales. Nos manda el mensaje: “defiéndete o corre” y nuestro cuerpo obedece. El corazón se agita, los músculos se ponen tensos y hasta nos puede doler el estómago o vomitamos. Nuestra mente se llena de pensamientos horribles: “¿qué pasa si…?” Luego analizamos si hay peligro de verdad. Si sólo lo imaginamos, la alarma se apaga.
Es útil tener algo de angustia. Avisa si hay peligro para cuidarnos y no meternos en líos. Lo importante es que no se prenda esa alarma todo el tiempo y que sepamos apagarla cuando no sea necesaria.
Probablemente ése es el trabajo que tienes que aprender a hacer. Tienes una cabecita inteligente que funciona como una fábrica de preguntas y va muy rápido.
Lili, no debe ser nada fácil sentirse así todo el tiempo, dejar de hacer lo que quieres porque las preocupaciones abarcan tus pensamientos y tú no puedes hacer nada.
Mencionaste “ansiedad”. Estar asustada de algo que no sabes manejar y te genera preocupaciones. ¿Recuerdas? Me dijiste que era como un monstruo, un dragón que se mete contigo. Puede ser realmente intimidante, porque quiere que te sientas atrapada, y que no seas libre como los otros niños.
Vengo con nuevas ideas, no estás sola Lili, además tus papás y yo somos de tu equipo.
Pronto nos veremos. Saludos.
Fanny.


ataque de ansiedad
Ilustración: Mimi Nizan.

Lili acepta mi invitación: tiene la libertad de escribirme mensajes con el celular cada vez que aparezca el Monstruo.

A ella le encanta vestir overoles de mezclilla, camiseta y tenis de colores luminosos que hacen juego con las ligas que separan su cabellera en dos trenzas tupidas y alborotadas. Su sonrisa franca exhibe sus grandes dientes con brackets, también adornados con ligas de colores. Es una niña chistosa; llena de ingenio y fantasías. Su aspecto alegre no concuerda con su angustiante relato. Es claro que sus días están nublados.

Durante la conversación descubrí que Lili conoce a todos los personajes de las películas infantiles. Recita de memoria los guiones. Le gusta cantar y actuar.

—¡Una actriz! —le dije—. ¡Te sabes las obras que otros escriben con puntos y comas, lo mismo que sus canciones! ¿Has pensado narrar tus propias historias? Las palabras pueden ser divertidas, débiles o intensas y poderosas. Créeme, pueden subir a una persona y hacerla sentir dichosa o bajarla hasta hacerla sentir un gusano.

Después de algunas preguntas inició con su historia. Desde el verano, un chip en la cabeza jalaba al mal humor y a la angustia, cuando aparecieron los pensamientos. Ocurrió semanas después de iniciar el ciclo escolar. Las ideas suicidas invadieron su mente.

Para evitar los cuchillos, dejó de entrar a la cocina de su casa. Por el miedo a tirarse por la ventana, no salía de su cuarto. Inclusive comía en compañía de su madre que le ayudaba a hacer las tareas y esperaba a que se durmiera.

Lili y yo queríamos entender cómo y en qué momento aparecían estas ideas. Después de platicarlo, concluimos que estaban alimentadas por un sinnúmero de películas y pláticas con sus amigas sobre la muerte, los cementerios y las momias.

Las ansiedades fueron cambiando de forma. Iban de las ideas suicidas a la noción  de que era bipolar, término que oyó en la escuela y profundizó en Internet, hasta la sospecha de que era “pan-sexual” por los comentarios de una amiga.

—Me siento atraída por mi amiga y antes los estuve por un niño, eso es ser bisexual. Dicen que son las hormonas, pero que yo recuerde me gusta jugar con niños y niñas desde chiquita.

Ahora insistía en que esta enfermedad era para toda la vida y que nunca más podría ver cuchillos, ventanas abiertas o niñas bisexuales. Se sentía bicho raro en la escuela.

ansiedad y dudas
Ilustración: Dribbble

¿Las cosas volverán a ser como antes?, se preguntaba. Si se trataba de una enfermedad, ¿qué diagnóstico tenía? Todo está cambiando y tengo puras confusiones.

Aprovechando su gusto por la actuación, hicimos el guión de una obra de teatro. Éste era el reparto de personajes:

— El personaje principal: una niña con ansiedad que cada semana tenía una preocupación nueva.
— Ansiedad: atosigadora por naturaleza.
— El coro de amigas: chismosas y bullies.
— Por último, su primo favorito y gran consejero.

Grabamos. Lili, entre risas por su actuación y seriedad por el contenido, transformaba a la niña con ansiedad, a su antojo. Estaba fascinada como escritora y directora de sus palabras. Se mostraba exigente con los personajes:


En el escenario se encuentra la niña, artista principal, rodeada del coro de fieras amigas, coquetas y vestidas al último grito de la moda. Acechan y la obligan a ponerse enormes carteles de madera sobre el cuello con palabras que parecen ser de otro idioma.

Ansiedad:
¿Por qué tienes que cargar nombres que ni entiendes lo que significan?

Coro:
Te llamas Pansexual y no importa que no entiendas. ¡Lo actúas!

Niña:
¿Y qué si no entiendo?

Coro:
No es cosa de entender. Nos dicen qué decir y cómo ser y eso somos.

Ansiedad:
Pero cada semana cambian lo que debemos decir y hacer, yo ya no puedo más. Aunque quiera ser parte, no sé ni por dónde.

Niña:
Eso he hecho. Cantando pedacitos de canciones y de pelis puedo aprender a hacer muchos papeles.

Ansiedad:
¡Me confundo, me asusto, grito, me sudan las manos, me brinca el corazón, no duermo, tengo pesadillas y hasta me desmayo!

Niña:
Cada obra soy yo, mientras la actúo. Después, ¿quién sabe?

Ansiedad:
Cada obra podrías ser tú. Aún mejor, escribirla tú.

Coro:
No podríamos dejar de ver obras y pelis.
No podríamos dejar de hacernos preguntas.
No podríamos dejar de oír a las otras niñas.
¡Estamos atrapadas! ¡Estamos perdidas!

Niña:
No encuentro salida. Por eso me acompaña Ansiedad todos los santos días. Si me dicen que soy tonta, tengo que actuar como tonta. Yo no decido.

Ansiedad:
¡AAAYYYY, NOOOOO! ¿Vas a estar siempre actuando en una obra de teatro o cantando las canciones de moda que te ordenen?

Niña:
Ya seee. Tengo una idea. Ahora puedo hacer lo mismo, pero mejoro mi repertorio, veo mucho teatro y pelis, me vuelvo la directora y productora. Yo escribo las palabras que entiendo y quiero actuar…

Primo:
¿A qué edad eres adulto?

Niña:
A los 25 años.

Primo:
¿Crees entonces que ya tienes la edad para decidir cómo quieres ser?

Niña:
La decisión final la tomo cuando esté grande, no ahorita. ¡Apenas soy una niña! Puedo pensarlo un poquito más.

ansiedades
Ilustración: CargoCollective.

Primo:
A los 12 años, ¿cuál es tu tarea?

Niña:
¿Mi tarea de hoy? Nada, porque no me mandaron. ¡Guau!

Primo:
¡Ya empiezas a bromear! No me refiero a esa tarea.

Niña:
No problem!  No poner letreros de madera en el cuello con sellos de nombres.

Primo:
Sobre todo a ti misma, a esta edad voluble y etérea.

Coro:
¿Por qué no poner etiquetas?

Primo:
Porque no somos personas estáticas, podemos cambiar.

Niña:
Ni siquiera sé qué quiero hacer con mi vida cuando sea grande.

Primo:
¿Y esa idea te sirve o no?

Niña:
Me sirve para recordarme que no hay bueno ni malo. Tienes razón, no somos personas acabadas.

Primo:
¿Cómo?

Niña:
Bueno, hay cosas que desde hoy creo. Soy feminista. No quiero odiar. Soy diferente a esas niñas, pero no es justo que me critiquen, que me excluyan cuando han invitado a todos los del salón.

Primo:
Dame cinco.

Niña:
No soy rara ni bicho. Bueno, no soy fresa como las mala onda. Ellas son populares y las quieren, pero prefiero pensar que, aunque sea diferente, no está tan mal.

Primo:
¿Cómo quieres ser?

Niña:
Las fresas son muy heavy, son de “estereotipos”. Me critican, se burlan de mí. A mí me gusta que me estén consultando. Adoro la ropa de antes: cómoda. Yo no molesto a los que no pueden.

Primo:
Entonces sí sabes qué quieres ser.

Niña:
Todas quieren ser bonitas. Tú sabes, como los famosos. Quieren parecerse a cantantes o modelos. Yo soy yo y me está costando trabajo, me estoy quedando solita. El otro día, en la Feria de Chapultepec, me dio miedo subirme a los juegos, y me abandonaron. Ellas son valientes; yo, todo lo contrario: una ansiosa.

Primo:
Hablemos de valentía. La ansiedad, ¿te mantiene con miedo? Por favor, dibújala.

Niña (mientras la va dibujando):
Se ve intensa. Quiero desaparecerla. Siempre tuve miedo. La rueda de la fortuna va demasiado rápido, sube y baja…

Primo:
A mucha gente le da miedo la feria y siente vértigo. Eso no quiere decir que no sean valientes. ¿Que significa para ti Valentía?

Niña:
Valiente es animarme a decir NO, hacerme preguntas y no asustarme de las respuestas. ¡Animarme a ser diferente!

Primo:
¿Qué le pasa a la ansiedad cuando dices NO?

Niña:
Se me olvida, ya no está.

La obra acaba con la canción de “Hakuna Matata”.


Lili quería presentarla en la escuela. Me preguntó si podría llevársela con todo y sus dibujos.

—Es tuya, puedes escribirla y reescribirla a tu antojo. La diferencia entre los guiones que te sabes de memoria, como las películas que ves, es que no cambian. Tu guión y escenografía sí cambiaron y ahora tienes tu propia conversación. En las obras de teatro y en el día a día se puede improvisar.

Ayer fue la última sesión. Mamá e hija concluyen que la ansiedad trae consigo ideas y preguntas. Es mejor distinguir las que asustan de las que paralizan y provocan síntomas que te afectan. Para las primeras, usarán las estrategias que has aprendido en las sesiones; para las segundas, Lili le pedirá ayuda a su madre.

Mamá y ella van a alimentar al buen humor y a la ligereza. Lo harán con bromas y risas, que ya Lili usaba como parte de su vida. Son eficientes para colocar a la ansiedad en su lugar. Además, cada vez que surjan las críticas y las etiquetas, las dos dirán en voz alta la palabra clave que Lili escogió: “Hakuna Matata”, que las lleva al equilibrio.

hakunamatata
Ilustración: Freepik.

Transcurrieron dos años. Lili regresa, ya sin brackets. Sus colores típicos han cambiado, lo recuerda y se ríe.

—Sufrí mucho —afirma—, pero todo eso quedó atrás. Vengo a decirte que no soy lesbiana. Ahora quisiera averiguar, ¿cómo ser femenina? De nuevo tengo preguntas, aunque ya no me brinca hasta el tope la ansiedad.

Emprendemos el camino de lo femenino con curiosidad.

—Me gusta ser brava, pintarme los ojos de negro y rojo…

Comprendo el peligro de estancarnos en un diagnóstico. El dictamen reforzaría los nombres que ella utilizaba para estimular su ansiedad.

Catalogar su sexualidad, el tipo de ansiedad o el carácter de Lili podría perjudicar su libertad de cuestionarse y elegir. Convencidas, concluimos que las etiquetas y los diagnósticos no son la respuesta.


Preguntas narrativas:

¿A quién le otorgas el poder de poner etiquetas o calificativos que hablen de ti?
¿Alguna vez te han colgado un cartel que diga quién eres o cómo eres, sin tu permiso?
¿Tuviste algún efecto positivo o negativo en tu vida por nombres o calificaciones impuestos por ti o por otros?
¿Alguna vez te han hecho descripciones (opiniones, juicios, alabanzas o críticas) que han contribuido a tu crecimiento y a sentirte mejor persona? ¿Qué trascendencia tuvieron en tu vida?
¿Por qué crees que la terapeuta y Lili llegaron a la conclusión de que las etiquetas no tienen la respuesta? ¿Tú estarías de acuerdo con ellas o no?
¿Qué estrategias usas para distinguir entre ideas y preguntas?
¿Eliges aquellas que contribuyen a tu crecimiento o aquellas que te paralizan y provocan síntomas?


Si tienes algún comentario, duda, o quieres compartir tu historia, escríbeme a: fanny.sonabendw@gmail.com

El niño que tenía miedo de salir de casa

Lectura: 5 minutosMi primer recuerdo está adherido al miedo. Tenía tres años. Íbamos en la carretera rumbo a Acapulco. De pronto, sentí un violento jaloneo: mi papá perdió el control del coche y nos estampamos contra un camión que venía de frente. Mi hermano salió volando por el parabrisas. Murió en pocos minutos. Después supe que mi papá iba borracho. Me lo dijo mi mamá cuando se estaban divorciando.

Cuanto más antiguos, los recuerdos son más brumosos. Pero yo sé que siempre tuve dudas. Desde que me acuerdo, dudo sobre lo que debo hacer: crecer o quedarme chiquito, salir a divertirme o cuidar a mi mamá. Pienso mucho respecto a qué debo escoger, pero casi siempre gana quedarme chiquito y estar cerca de mi madre. No sé bien por qué.

Cuando estaba en sexto, mis papás, preocupados, decían que a los doce años ya debería tener amigos. No entendían de dónde venía mi insomnio. Me mordía las uñas, las pesadillas me castigaban el sueño y tenía miedo a la oscuridad. Por eso dormía con mamá, con las luces prendidas. A ella no le molestaba. Gracias a eso los ruidos extraños desaparecían.

Niño en la lluvia.
Imagen: Pinterest.

Otra razón para llevarme a terapia es que casi no salgo a la calle: sólo voy a la escuela y me quedo a clases de karate. Regreso directito a la casa porque pienso que si no estoy, pueden entrar ladrones. Cuando voy a otro lado, me atrapa la idea de que puede ocurrir algo catastrófico: un incendio, un asalto, un terremoto… En una época, casi no veía a mi papá. A veces prometía recogernos, pero luego se le olvidaba. Yo sufría pensando que le había pasado algo grave. Cada minuto de espera era aprovechado por el miedo para ir penetrando en mi cuerpo y galopar en mi corazón como si fuera un caballo desbocado. Me sudaban la frente y las manos. El llanto se me quería salir y yo, por pena, me lo aguantaba. Por suerte, eso nunca me sucedió en clase; me hubiera muerto de vergüenza.

El miedo es como un niño chiquitito, pero muy fuerte, que amenaza, grita, golpea, llora y asusta, y yo… siempre terminé obedeciéndolo. Como un depredador, me vigilaba todo el día. Me atacaba cuando me deprimía, cuando estaba cansado o de malas, casi siempre en las noches o en la soledad de la casa.

A veces, mientras veía la tele, aparecía de repente en la pantalla. De un salto se metía en mi cabeza y la invadía. No me dejaba pensar, distraerme o dormir. Lo odio. Soy el prisionero; mi cabeza es la cárcel. Fanny, mi psicóloga, quiere saber de qué manera el odio manifiesta que no estoy conforme con ser prisionero del miedo y cómo me puede ayudar a hacer mis cosas preferidas… Si sólo pudiera hacer lo que me encanta.

Acepto que el miedo era mi compañía, estaba siempre a mi lado. Incluso me ayudó a cuidarme. Me alertó de todos los peligros que me acechaban. Lo malo es que el miedo chupa la energía. Por eso yo siempre estaba cansado y de mal humor. ¿Saben lo que es cuidar a un niño berrinchudo, enojón y además celoso? Las pocas veces que invité a amigos a la casa, de inmediato el miedo se me trepaba y me empezaba a torturar. Quería que fuera su esclavo día y noche.

Miedo.
Ilustración: Pinterest.

Yo me defendía gritándole: “¡Déjame dormir!”, “¡Ya no aguanto más!”, “¡Cállate!”, “¡Déjame en paz!” Trataba de seguir durmiendo. Me esforzaba en convencerme de que no era el miedo sino la costumbre lo que me despertaba. Como no me movía, empleaba todas sus armas: sombras horribles, ruidos e imágenes aterradoras.

Un día, Fanny me pidió que dibujara a Intrépido, mi personaje favorito. Es como un amigo que le tiene miedo a algunas cosas, pero no a todo. O tiene miedo pero lo pospone porque le gana la curiosidad y la valentía. Su cabeza está rasurada de un lado y del otro no. “Valentía” es su palabra favorita y dice las mismas cosas que las canciones que escucho. Como ésa del chavo que, aunque sus compañeros le peguen o se burlen de él, no tuerce el brazo, sigue con lo que quiere hacer, como si sus ideas le dieran fuerzas.

Dibujando a Intrépido, mientras platicábamos, descubrí todo lo que he hecho para combatir el miedo. Me di cuenta de que crear a Intrépido, mis clases de karate, mi curiosidad y los cuentos de terror son formas diferentes de no dejarme dominar.

Desde que soy experto en miedos, me encanta inventar. Como me asusta estar solo, leo mucho. Leí 86 historias de terror; cada una más pavorosa que la otra. Conforme leía, iba inventando cuentos que, cuando los contaba, a todos los niños de mi clase se les paraban los pelos de punta. A mí no, porque soy el dueño de los cuentos y, aunque no me guste, soy el dueño del miedo.

Miedo.
Ilustración: Nicole Xu.

Un día me di cuenta de que la curiosidad iba dejando atrás al miedo. Fui a casa de mi primo cerca de Taxco y nos salimos en la noche. Imagínense: yo, que no salía de mi casa… Aparecieron ruidos extraños, pero cuando el miedo lanzó sus alaridos, yo le grité más fuerte: “¡Ya cállate! Acompáñame sin hacer berrinches”. Me hizo caso. Sí, me obedeció, así que yo empecé a mandar.

Parece que nunca lograré deshacerme de él, pero ya me di cuenta de que cuando ve a Intrépido junto a mí, se me acerca despacito y me habla al oído. En ese momento se convierte en aliado. Me alerta de los peligros que estoy corriendo. Luego se calla. Ahora ya puedo pensar sin que me amenace. Hasta me ayuda a tomar decisiones. Miedo está junto a mí. O soy su esclavo, sigo huyendo o encerrándome en casa, o lo vuelvo mi consejero.

Hace dos semanas, mientras me ponían la cinta negra en el karate y todos me aplaudían, Miedo permanecía junto a mí, en silencio. Era el mismo que me había acompañado desde el día del accidente, pero se veía más débil, como si hubiera encogido. Le dije: “No tienes que desaparecer de mi vida. A veces te necesito. Pero es necesario que aprendas a respetarme. No soy el mismo de antes”.

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Preguntas narrativas

  • ¿Alguna vez Miedo te ha visitado?
  • ¿Cuál es la historia de tu Miedo?
  • ¿En qué momentos de tu vida se hace presente?
  • ¿Qué características tiene tu Miedo?
  • ¿De qué se alimenta?
  • ¿Existe alguien o algo que ayude a dominarlo?
  • ¿Qué deseas para tu vida que Miedo te impide hacer?
  • ¿Puedes describir algunas ideas o acciones a través de las cuales has dialogado con el Miedo?

Un lugar en la familia

Lectura: 7 minutosSergio tenía tos, por eso lo hospitalizaron. “¿Qué tiene de raro un niño de 11 años que tose?”, dirán ustedes, “seguramente tendría pulmonía”. Pues no; era un simple carraspeo en la garganta, una especie de gruñido callado por instantes. Como en la música, los silencios marcan y deseamos que llegue la siguiente nota. Así una tos constante, aunque moderada, no como cuando parece que los pulmones van a salir expulsados. El esfuerzo continuo ulceró la laringe. Su voz ya estaba enronquecida. Bueno, nos habríamos dado cuenta si hablara, pero casi no lo hacía. Cada vez que se disponía a platicar, la tos acudía para liberarlo. ¿De qué? De la necesidad de decir algo inteligente: seguramente sería corregido por su padre.

Sergio provenía de una familia de famosos deportistas. Gozaban una posición social privilegiada en muchos aspectos: dinero, fama y abolengo. Su hermano Julio de 18, Luis de 16 y Carlos de 14 años, conquistaban las montañas de nieve esquiando, además de pertenecer al equipo nacional de jockey. El menor de los hermanos, Sergio, creció aplaudiendo a sus hermanos en distintos países, ciudades y competencias. A menudo ostentaban brillantes trofeos y portaban, junto con galardones y maletas, el orgullo y la vanidad propios del triunfador. Los trofeos eran de tres colores –oro, plata y bronce– y tres eran los hermanos que los ganaban. Estos reconocimientos a su excelencia, se acumulaban en las repisas del estudio, se atropellaban unos a otros disputándose el lugar de honor en ese espacio limitado. Tan limitado era el altar de los honores que no quedaba terreno para Sergio. Desde chico jugó un papel distinto en la celebración: también él se llegó a sentir como un trofeo cuando sus hermanos lo cargaban en hombros y gritaban juntos “ganamos, ganamos”.

Niño enfermo.
Ilustración: ProPublica.

Apenas tenía cuatro años cuando sus padres lo inscribieron en clases de jockey, seguros de que también sería un campeón. Las irrevocables expectativas, vestidas de gala, acudían exigiéndole que marchara al son del himno familiar.

A su tierna edad, la presión empezó a atenazarlo cuando no fue seleccionado para el preequipo: ¿cómo? ¿Había un Hernández que no destacaba en los deportes? Los rumores del fracaso se esparcieron en la familia y en la escuela, seguidos de consejos que iban adoptando aspecto de sermones: “práctica y concéntrate”, “deja de ver tanto a los amigos”, “tal vez si entrenaras horas extra…”. Para todos era una verdad indiscutible que en sus genes llevaba decretado el éxito. Si no había destacado seguro era por perezoso, indisciplinado, malagradecido, desmotivado y consentido. Sobre su espalda cargaba cada una de esas frases, como inscritas en losas, que socavaban su identidad. El padre, vuelto un energúmeno, no conseguía entender su mal desempeño en el deporte. Ni las calificaciones cada vez más deficientes: Sergio era llorón y, para colmo, en los entrenamientos empezó a orinar sus pantalones.

Unos meses antes de llegar al hospital, Sergio tuvo una gripe fuerte. La fiebre le impidió asistir a clases. Su madre se preocupó: “Si dejas de hacer ejercicio, tu cuerpo se acostumbra; es como volver a empezar”. La gripe desapareció pero la tos se quedó, impidiendo que regresara a sus entrenamientos. Una tos necia, rebelde, desesperante para quien la oyera, empezó a formar parte de su vida.

El médico, extrañado, lo hospitalizó. Entre otras consultas, pidieron mi opinión como psicóloga, aunque los padres no entendían cómo podría ayudarlos. Entré a la habitación. La sala de visitas estaba siempre llena de amigos y familiares. Había globos, regalos y chocolates para distraerlo de la tos, pero ésta se imponía, impedía toda conversación. Sergio yacía en la cama, silencioso y abandonado en esa multitud. Cuando nos quedamos él y yo solos, conversamos. Expresó su tristeza por haber decepcionado a su familia, pero no podía evitar toser.

Niño reprimido.
Ilustración: LA Johnson/NPR.

—Debe de ser muy cansado no poder hablar de corrido.
—Sí, la tos me cansa mucho el pecho y la garganta, pero me permite descansar otras partes del cuerpo.
Asombrada, pregunté a qué se refería.
—A las piernas, que no tienen que correr; a mi corazón, que muchas veces late muy rápido, y a mi cabeza, que produce tantos pensamientos.

Lo que él llamaba pensamientos eran las críticas que constantemente recibía de su familia: “eres un tonto”, “deberías jugar mejor”, “eres adoptado”, “si fueras de esta familia, serías un ganador como los demás”.

—¿Y si se quitara la tos? —pregunté.
—Me gustaría, pero no quiero volver a lo de antes.
—¿Qué es lo de antes?
—Pensar que me van a correr de mi casa, del equipo y de la escuela; que se burlen de mí… no quiero más de eso.

No le gustaba estar enfermo, pero al menos así estaba tranquilo. Los pensamientos negativos y su corazón ya no se aceleraban. Como los doctores le prohibieron hacer ejercicio, pasaba tiempo en casa diseñando planos de “edificios inteligentes del futuro”. Sergio sabía que de grande debía ser jugador profesional de jockey, como sus hermanos mayores, pero le encantaría ser ayudante de arquitecto.

Retrato familiar.
Imagen: Bimago.

En una sesión lo sorprendí con un juego de construcción y le sugerí que trabajáramos en silencio para que su garganta y la tos descansaran. Quizá después de un rato podría aclarar la voz y liberarse de la ronquera.

El juego le pareció divertido, pero lo que más disfrutó fue romper la regla del silencio para decidir cuándo hablar sin toser. Era él quien tomaba la decisión. Construía mientras me contaba lo que estaba haciendo. Él era el protagonista, el arquitecto, y yo presencié la construcción de un gran edificio.

Subió muros escalonados, formó terrazas en los techos de los departamentos de abajo, creó huertos en las paredes, ingenió estacionamientos interiores, albercas, iluminación con focos de Navidad, bodegas y jardines secretos.

Construir, desbaratar y reconstruir, eso hacíamos con la tos como música de fondo. Crecían grandes ciudades y en un instante se demolían. ¡No, no sirven!, “tonto”, se castigaba. Pero poco a poco surgieron ideas e intenciones. Éstas se transformaron en edificaciones que llevó a su casa y coleccionaba en el librero del estudio.

Cuando le propuse poner en pausa la tos, hablamos de ella. No para criticarla, sino para comprenderla. Para entender cómo la tos le ayuda a rebelarse contra el lugar que le han asignado, cómo puede ser un recurso que colabora, lo protege, habla por él, es su aliada, logra que sus papás lo cuiden en vez de regañarlo y de exigirle. Ya no están enojados con él.

Niño arquitecto.
Imagen: boomgallery.

—Yo quisiera jugar jockey con la misma facilidad con la que puedo construir, que mis papás sonrían cuando me ven; que no me digan que soy flojo y tonto… Me gustaría jugar, pasarla bien como los demás niños que no van a entrenamientos. Me encantaría ser como cualquiera, no tener la obligación de ser un campeón, ni de ganarle a los demás. Cuando sea grande quisiera dibujar y pintar, construir edificios en un país en el que nadie me conociera.
—¿Cómo sería tu vida si vivieras en otro lado y en tu familia no hubiera campeones de jockey?
—Sería más niño. Niño, ¿sabes? En la calle jugaría a la pelota, a las canicas, a escupir desde el balcón y ver cómo cae sobre la cabeza de alguien, jugar con los cojines a hacer cuevas y dormir adentro. Jockey sólo cuando me dieran ganas. Pasaría tiempo con amigos y tomaría clases de dibujo. Sacaría buenas notas, pero no las mejores. Podría comer helado en las tardes.
—¿Y qué le pasaría a la tos que ya lleva viviendo más de seis meses contigo?
—No me gusta tener siempre tos y estar enfermo. Tampoco ser el payaso, el debilucho, el chillón, el bruto, la vergüenza de la familia.
—Parece que cuando la presión o la tos no están contigo piensas en cosas como ir con tus amigos al cine, pintar, construir. ¿Crees que todo eso también describe a Sergio? ¿Qué dicen los demás de ti?
—Mis amigos creen que soy muy chistoso y que invento buenas travesuras. Mis tíos siempre dicen que soy el más cariñoso de mis hermanos.
—¿Y tu maestra?
—¿Yoli? Diría que no soy buen alumno porque estoy harto, cansado, exprimido, como si me sacaran todo el jugo y quedara seco y estropeado, sin dar sabor a lo demás. Yo quiero estar mejor en la escuela.

Niño siendo arquitecto.
Ilustració: Futurealeppo.

Las expectativas, creencias y etiquetas familiares provocan una presión que obliga a asumir identidades ajenas, donde la voz del otro define quién soy yo y lastima el respeto por uno mismo.

—Sergio, veo que la presión ha sido fuerte. Aunque la tos dio una pausa, a ti no te gusta ser el enfermo. Todo el tiempo muestras la intención de ser el constructor de las cosas que son importantes para ti. ¿Quién crees que podría ayudarte a desbaratar las etiquetas que te presionan y no permiten llevar a cabo tus intenciones?
—Quiero que mis papás me den permiso de ser diferente a mis hermanos y se enteren de todas mis intenciones y mis planes. Me gustaría ser respetado, elegir lo que se me antoja sin que me insulten, que pueda ser valorado como soy sin tener que ser como ellos.
Voy a construirles un librero enorme donde quepan los trofeos de mis hermanos y además mis construcciones de edificios inteligentes.
¡Yo puedo ser un súper Hernández!

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Preguntas narrativas:

  • ¿Identificas en tu historia algunas expectativas familiares?
  • Si tuvieras un aliado para luchar contra las expectativas, ¿cuál sería? ¿Cuál es tu “tos”?
  • ¿Has descubierto momentos en los que no te dejas encerrar por las expectativas? En esos momentos, ¿qué haces diferente?
  • ¿Qué sueñas para tu vida, más allá de lo que digan las expectativas?
  • ¿Has pensado en qué cosas haces tú que le dan sabor a la vida de los demás?
  • ¿Has notado algo de ti que te invita a definirte de una manera que te haga sentir más cómodo o exitoso?
  • ¿Quién alrededor tuyo ha reconocido tu trabajo y tus logros cuando haces lo que te gusta?

El abrigo invisible

Lectura: 5 minutos

 Las prendas confeccionadas poseían
la milagrosa virtud de ser invisibles.
“El traje nuevo del emperador”.

Los inviernos en Nueva York teñían la ciudad de blancos y grises, la ciudad luce de colores sombríos y se sienten las bajas temperaturas. Desde lo alto de los rascacielos aparece como una ciudad de juguete. Los puntos negros son gente caminando; los puntos amarillos pertenecen a los famosos taxis. Ellos dan color al blanco y gris del invierno. El aire frío y las calles llenas de nieve transforman el entorno en un lugar distinto, con diferentes habitantes, con vestidos oscuros: abrigos largos, botas, bufandas y guantes, gorros y orejeras que no permiten vislumbrar los cuerpos. Ojos y labios que llevan dentro una historia por contar. El color los uniforma, pero también ese andar como de prisa, casi corriendo, ausentes. La viejita que desciende con pasos indecisos, escalón por escalón, a las entrañas del metro; el veterano de guerra sentado en la acera mirando unas cuantas monedas en el interior de su lata de sopa Campbells; el joven tocando con su trompeta las roncas notas de una melancolía que nadie quiere oír. Todas estas infinitas puertas invitan a salir de la inercia.

Desde esta pequeña ventana en el piso 38 con vista al Río Hudson, se puede describir cada edificio del horizonte. Unos más imponentes que otros. Sus cúpulas, diferentes unas de otras, les dan su identidad. Cada uno ofrece, al que lo sabe reconocer, el espectáculo de lo grande y lo pequeño. Tienes que imaginarte que allí vive gente, que tiene historias en las que uno puede o no reparar. Quién sabe de qué depende. No hay actitudes o juicios, cada uno hace lo que puede.

Multitud.
‘Stand Out From The Crowd’, Lesley Oldaker (2016).

Los 15 años de Valentina reflejan un rostro ojeroso y demacrado. Usa un abrigo que la hace sentir legal. Era muy apropiado como refugio y resguardo, para pasar desapercibida entre la gente. Hoy, después de tantos años, el abrigo sigue siendo útil a los migrantes en su camino. Calladita, temerosa, Valentina fingía poca inteligencia y ocultaba su cuerpo bajo grandes suéteres, adoptando una postura desgarbada pretendiendo que no le dolía no ser tomada en cuenta. Dueña de una imagen etérea, en el sótano de sus días gustaba de estar alegre, leer y prepararse para ser alguien. Se sentía una impostora viviendo dos vidas paralelas sin pertenecer a ninguna.

Conocí a Valentina en un edificio de Nueva York donde su padre trabajaba haciendo la limpieza. Nació en Estados Unidos, aunque sus padres mexicanos llegaron de “mojados” desde jóvenes. Apoyados por vecinos de Puebla, consiguieron trabajo y un modesto departamento que compartían con otras familias en las afueras de la ciudad.

“Estoy en una disyuntiva”, pensaba Valentina. Nací en este país y sin embargo tengo nostalgia de la tierra de mi familia. Me gustan las hamburguesas y el mole. “No soy de aquí ni soy de allá”. Si tengo que describir esa sensación, es como estar dividida entre mi herencia y el país en que nací. Soy la mayor de cuatro hermanos, cuido a mis padres. Les enseño inglés, los impulso a conocer lugares. Ellos, siempre atemorizados, piensan que se arriesgan, que nos va a pasar algo malo, desconfían de la gente. El peligro acecha desde el momento en que ven nuestros rostros indígenas. Todo lo que yo quiero hacer resulta delicado: tener amigos, estudiar, comer, salir en la noche fuera del barrio, tener éxito en lo que emprenda. Ser diferente a ellos es desleal. Mejor dicho, hablar en otro idioma es desleal. Las costumbres de mis papás son tan lejanas… Si por ellos fuera seríamos incorpóreos, sin facciones. Ser una minoría en un lugar foráneo tiene sus costos. Mis papás no tenían otra opción. ¿Mi generación la tendrá? ¿Podremos un día ser visibles?

“Si vivo como gringa, la familia y los paisanos creen que los traiciono y no me lo perdonan. ¿Para construir se deben romper los cimientos? O acaso, como hicieron los españoles en la Conquista, sepultar los templos primeros para construir encima nuevas catedrales, aunque sigan allí abajo sin ser vistos.”

Abrigo.
Ilustración: Pinterest.

“Pienso que vivir es una constante migración que emprendes al nacer. Toda la vida está llena de partidas. Las fronteras geográficas son arbitrarias. Desde el momento en que salgo de casa (el lugar cómodo y seguro) para crecer, para iniciar algo desconocido, migro a elecciones diferentes, migro a relaciones diferentes, migro a sueños diferentes. Migrar, migrar, migrar. Es como si caminara sobre arena, diera muchos pasos y volviera involuntariamente atrás. Todavía no llegas, pero ya empezó el viaje y no sabes cuál es el destino. Habrá varias paradas en el camino.”

“Ser invisible al ponerme el abrigo ha sido una salida fantasiosa, puedo creer que, como en el cuento de El abrigo del emperador, no sólo los colores y los dibujos son de una insólita belleza, sino que el abrigo posee la milagrosa virtud de convertirme en invisible”.

“Renunciar al papel de salvadora e invisible es una transgresión a sus peticiones: ideas, saberes, mitos familiares de un grupo que ha luchado por su identidad, su presencia. Tengo miedo de dar el paso. El otro lado es también incierto.”

Luego de varios meses, Valentina consiguió hablar de las ventajas y desventajas de la invisibilidad:

“—Me ampara ante el peligro, como quien se mimetiza. Es que soy como una delincuente, tengo miedo de firmar algo y que me descubran, temor de decir “aquí estoy”, pánico de pertenecer, de que piensen que soy incapaz o poco inteligente. Me siento sola. Pienso que nadie me reconoce, que no se acuerdan de mí porque, como no soy de la familia ni del grupo, no soy vista.”

Gente.
Ilustración: Francesca Bifulco.

Varios años después me encontré de nuevo con Valentina. En plena primavera, acordamos vernos en una banca de Central Park al lado del lago: los árboles ya no estaban desnudos. Por los rincones florecían los colores.

La gente de todas partes del mundo caminaba por la misma calle. Carriolas, bicicletas y perros llevaban a sus dueños a pasear. A lo lejos, el sonido de un dúo. Flauta y guitarra tocaban música latinoamericana. El parque declaraba la alegría de que la vida proseguía. Valentina se me acercó. Llevaba tacones que la hacían verse estilizada. La envolvía un impermeable ligero color rosa mexicano realzando su frescura. Sonreí al verla.

—¿Cambiaste tu abrigo?

En los años en que no nos vimos Valentina se atrevió a exponerse a nuevas experiencias y oportunidades. Elaboró historias alternativas.

—¡Me niego a ser invisible toda la vida, migrantes somos todos!

Hoy Valentina es una profesionista. Trabaja haciendo que los ilegales sean conscientes de los poderes y abusos de los abrigos invisibles.

[divider]

Preguntas de introspección:

  • Como un viajero que recorre el territorio de su vida, ¿qué te impulsa a emprender el viaje?
  • ¿Qué equipaje has decidido llevar en tu recorrido?
  • ¿Has deseado alguna vez un abrigo que te haga invisible?
  • ¿Qué necesitas para hacer de tu viaje un recorrido significativo?
  • ¿Entiendes qué es lo que estás soltando?
  • ¿Has usado un abrigo como el de Valentina para protegerte? ¿Qué crees que ha hecho poderoso al abrigo para mantenerte fuerte?
  • Cuando usas el abrigo, ¿qué momentos eliges para quitártelo y hacerte visible? ¿Qué te invita a dejar de usarlo?

Colaborador a ser anunciado…

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