Pez de Oro

Miller y el tesoro anhelado

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En la historia del teatro, existen autores de “grandes ligas”. Merecen este título porque han escrito obras con un discurso capaz de rebasar las fronteras del tiempo y los valores sociales de un país en particular, para sacudir las conciencias de los espectadores al verse reflejados sin ninguna concesión, con todas sus virtudes y todos sus defectos.

Pero estos magníficos autores exigen a la compañía y al director que los interpretan un trabajo detallado en la técnica y el estilo; del actor se necesita el despliegue de una enorme experiencia sobre los escenarios o, por los menos, agudeza al momento de construir un personaje y al interactuar con sus demás compañeros en escena.

William Shakespeare, Molière, Oscar Wilde, Antón Chéjov, Tennessee Williams y Edward Albee son algunos nombres que se han coronado como los maestros de la dramaturgia occidental; son las preseas deseadas para cualquier actor porque llevan al límite sus capacidades y habilidades interpretativas; nadie podría resistir el encanto de sus textos y, sobre todo, de la enorme emotividad tatuada en cada uno de ellos. Arthur Miller, escritor estadounidense, se coloca en un lugar preferencial dentro de esta pléyade. No sólo por sus historias con una fuerte carga de denuncia social y crítica al sistema económico y social de occidente, sino por crear personajes repletos de contradicciones que los vuelven casi humanos, atrapados entre sus deseos y el “deber ser”, condicionados por sus pasiones secretas. Hacer una obra de teatro de Miller implica un gran compromiso de disciplina, en los actores y el director, para atrapar al público con una gran ola de reflexión y emotividad.

A principios de año, se llevó una de sus obras más célebres a México, “La muerte de un viajante”, dirigida por José María Mantilla en el Foro Cultural Chapultepec. Era un trabajo desastroso por todos los ángulos; no existía un cuidado en el detalle sino una exageración burda de las emociones; tanto la técnica y el estilo necesarios eran sustituidos por caprichos de los actores y el director; a pesar de esta situación, se podía percibir de una manera poco nítida la belleza del texto y cómo muy pocos de los integrantes de la compañía estaban a su altura.

En contraparte, este mes Jorge y Pedro Ortíz de Pinedo se arriesgan en producir otro texto magistral de Miller en el Centro Cultural Helénico: “Panorama desde el puente”. Un dato interesante es que esta obra estuvo en Broadway protagonizada por Liev Schreiber y Scarlett Johansson, como su debut en este circuito teatral, en el 2010.

En la superficie, cuenta la dolorosa situación de los inmigrantes en los suburbios de Nueva York en los años cincuenta; la condena social, la persecución de la justicia y el desapego cultural forman un huracán para poner en su centro a Eddie Carbone, un hombre maduro quien ha luchado por conseguir el sueño americano a pesar de estas adversidades, pero que además sufre por vivir una pasión desenfrenada por su sobrina de 17 años.

En el montaje del Helénico, se nota la guía magistral de José Solé, uno de los directores mexicanos más importantes, al conducir a los actores por todas las contradicciones de sus personajes. Mauricio Islas, protagonista del montaje, tiene el peso escénico para llevar la obra en sus hombros; interpreta a un Eddie Carbone con reminiscencias de la tragedia griega y con una absoluta dignidad en cada una de sus participaciones.

Es una gran sorpresa encontrar a Sara Maldonado, la amada sobrina, como una revelación en el teatro y digna representante del trabajo de Miller. Lumi Cavazos, Fabián Robles y Mauricio Martínez, como la esposa y los familiares políticos de Carbone respectivamente, muestran una gran disciplina escénica y una extraordinaria complejidad de sus personajes. El resto de la compañía presenta un consistente entrenamiento corporal y vocal.

La escenografía de David Antón es una adecuada combinación entre lo figurativo y abstracto con la ventaja de producir sorprendentes cambios de tiempo y espacio. Se percibe un trabajo de investigación minucioso en el diseño de vestuario para apegarse lo más posible al Nueva York de los cincuenta. La única falla radica en la musicalización de la obra; hay ciertos momentos de tensión que no necesitan ser reforzados por el ambiente musical, es más, les resta fuerza al convertirlos en una caricatura de ellos mismos.

“Panorama desde el puente” es una magistral puesta en escena interpretada por actores sólidos. Miller puede sentirse tranquilo al saber que se le hace justicia a su discurso y personajes.

montesinos
“Panorama desde el puente”
Autor: Arthur Miller
Dirección: José Solé
Centro Cultural Helénico (Av. Revolución 1500 Col. Guadalupe Inn)
Viernes 19:00 y 21:15 hrs., sábados 18:00 y 20:30 hrs. y domingos 17:30 y 19:45 hrs.

El enorme corazón de Karina Gidi

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El teatro es el medio donde los actores pueden ejercer su trabajo a detalle. A diferencia del cine donde la verdadera (oculta) estrella es el director, o de la televisión donde los guiones y la dirección de cámara son superlativos, la experiencia teatral brinda a los asistentes un viaje que comanda la imaginación del actor. Si el intérprete puede imaginar una realidad, el público la pueda sentir, se puede emocionar con ella.

En el teatro no hay trucos, no hay efectos especiales, no hay edición. Aunque se tenga la escenografía más pirotécnica, el vestuario más costoso o una exquisita iluminación, sin un actor sensible a su mundo interior nada funciona.

Siempre es digno de celebración encontrar a un actor dispuesto a arriesgarse con su trabajo; llevar al límite su terreno imaginario para traducirlo con su cuerpo y voz. Un ejemplo para celebrar y admirar lleva el nombre de Karina Gidi. Ella ha contado historias que van desde lo ortodoxo hasta lo experimental; tiene en su carrera interpretaciones brillantes gracias a la ayuda de grandes directores; el año pasado ganó el premio a la Mejor Actriz por parte de la Asociación de Críticos y Periodistas Teatrales por la exitosa obra “Incendios” dirigida por Hugo Arrevillaga.

Pero ¿qué la hace tan especial? Sus recursos y habilidades para simpatizar con el público. Más allá de lo necesario para actuar, de las virtudes del riesgo, Gidi encanta al espectador para sintonizarlo en la misma frecuencia emocional que tiene cada uno de sus personajes. Gracias a su trabajo, conoces las vísceras de las mujeres representadas sin posibilidad de desconectarte de ellas.

Este mes está trabajando en la obra “La pequeña habitación al final de la escalera” de Carole Frechette. Cuenta la historia de una mujer que, al casarse con un hombre millonario y en apariencia encantador, se va a vivir a una casa enorme donde tiene prohibida la entrada a una pequeña covacha; ésta se convierte en un simbolismo de la permanente insatisfacción de su vida.

¿Qué pasa si abre la puerta y conoce el diminuto cuarto? ¿Cuáles serían las consecuencias de enfrentarse al miedo que engendra la insatisfacción? En este viaje, la acompañan un marido con demasiados secretos; la madre con las fallas de la sobreprotección; una hermana atrapada en la envidia y los celos; y una sirvienta enamorada secretamente del señor de la casa.

El texto trabaja demasiado con la sensorialidad; necesita, en su papel protagónico, una actriz extra-ordinaria para transmitir al espectador los colores, texturas, sabores, olores, espacios a pesar de su ausencia; evocarlos. Gidi cumple el objetivo y magnetiza los ojos del público de principio a fin; siempre me sorprende la sutileza en sus interpretaciones: parece que no hace ningún esfuerzo para lograr verosimilitud en sus personajes, sin embargo, está haciendo todo el esfuerzo del mundo.

El grupo de actores hace lo necesario para el lucimiento de Gidi. No estoy hablando de una deficiente calidad actoral, sino más bien de una necesidad del texto que obliga a los intérpretes a entender la fuerza de la protagonista, Gracia, para lograr cierta mesura respecto a ella. La dirección de Mauricio García Lozano plantea un sorprendente movimiento escénico al dibujar trayectos parecidos a los de un laberinto en un espacio pequeño; la ligereza en el ritmo y la claridad en la construcción de personajes permiten entender la historia a pesar de la fuerte carga simbólica.

La escenografía de Jorge Ballina es discreta pero con una gran sentido de la funcionalidad; ayuda a recrear las atmósferas adecuadas en los momentos más oscuros. A nivel de texto dramático, le haría falta una conclusión contundente a los personajes secundarios; Gracia es la estrella de la obra pero se requiere una resolución de conflicto en los argumentos circundantes; la adaptación del francés al español tiene ciertas expresiones alejadas del uso coloquial del lenguaje y eso le resta puntos para la empatía con la historia.

“La pequeña habitación al final de la escalera” es una celebración para la trayectoria de Karina Gidi. Vale la pena ir a conocer su disciplina extraordinaria, su capacidad inconmesurable para emocionar al espectador y quedar magnetizados por su enorme amor al teatro.

“La pequeña habitación al final de la escalera”
De: Carole Frechette
Dirección: Mauricio García Lozano
Foro la Gruta del Centro Cultural Helénico (Avenida Revolución 1500 colonia Guadalupe Inn)
Lunes 20:30 hrs.

El éxito del peligro

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Durante el mes de junio el Teatro de los Insurgentes presentará “Pasiones peligrosas”. Esta temporada es un triunfo para toda la comunidad teatral por varias razones; la primera de ellas radica en la selección de una historia interesante: el suicidio de un hombre pone al descubierto las mentiras más arraigadas en su familia. Hasta aquí, cualquiera me podría decir que esta historia ya se ha contado varias veces, sin embargo, la vuelta de tuerca en el argumento existe con un desdoblamiento del tiempo y la posibilidad de realidades alternas.

¿Qué escenario sucedería si somos capaces de revelar un secreto? ¿Cómo continuaría la vida si decidimos mantenerlo a salvo? Como en un juego de ajedrez, “Pasiones peligrosas” muestra a la vida como un abanico de estrategias para esconder o mostrar nuestros verdaderos deseos.

John Boyton Priestley, autor de la obra, no pueda negar su cultura inglesa. Diseña personajes educados para reprimir cualquier emoción, acomodarse en el protocolo social y evadir los problemas más urgentes con buen gusto. Cuando el suicidio llega al grupo familiar, se empiezan a notar las fracturas maquilladas por la costumbre. La verdad surge como un fantasma capaz de romper las relaciones más sólidas. Cuestiona al tejido social: ¿qué nos une como seres humanos: las verdades o las mentiras? Y la respuesta la da mismo el autor: las mentiras.

La idea de verdad parece relativa, nada absoluta. Para 1932, “Pasiones peligrosas” representaba una fuerte crítica a la moral y los valores de la época; el texto es tan poderoso que lo sigue siendo. Ante una historia tan magistral, se necesitan actores magistrales. Debido a la nacionalidad inglesa de la obra, se necesita de una contención en la actoralidad, nunca se puede caer en arrebatos o exageraciones emocionales. El gran riesgo de montar el texto de Priestley en México es que fácilmente se puede caer en el melodrama; aludir a una telenovela.

Sin embargo, el montaje presentado en el Teatro de los Insurgentes descansa sobre un elenco de grandes ligas; cuando alguien compre un boleto, estará pagando por ver la experiencia invaluable de los intérpretes. Es una historia con una fuerte carga femenina por su discurso y acciones, debido a esto, la selección de Jacqueline Andere y Angélica Aragón, como los personajes protagónicos, es brillante porque despliegan en el escenario todas sus habilidades y recursos como actrices de teatro.

Roberto D´ Amico y Fernando Allende muestran una detallada interpretación sin caer en lugares comunes para el público. Es una gran sorpresa ver en los personajes más jóvenes a Chantal Andere y Patricio Borghetti quienes, a pesar de su gran experiencia televisiva, no desentonan con la intensidad, energía y fuerza de sus compañeros. Una mención especial para Luz María Aguilar quien da una verdadera cátedra de actuación al aparecer sólo diez minutos en escena y ser un personaje entrañable para el público.

La dirección de Angélica Aragón y Roberto D´Amico es discreta en términos de movimiento escénico; no obstante, se nota una preocupación por la construcción de personaje de cada uno de los actores. Aragón y D´Amico prefieren lucir un texto vanguardista que robarle el foco de atención con un montaje extravagante. Como consecuencia lógica, hay una gran mesura en el uso de recursos escenográficos. La iluminación de Arturo Nava es un elemento fundamental para crear atmósferas suculentas en los ojos del público.

Esta obra representa un trabajo magistral para quienes la representan; una fuerte carga de adrenalina para quien ve el peligro de representarla.

El Teatro de los Insurgentes es el lugar adecuado porque, en la mayoría de los casos, atrae a un público alejado de la experiencia teatral; como la “primera vez” de muchos, este texto es formidable para generar en los asistentes un interés en esta disciplina escénica.

Y todo esto, insisto, se logra por un impecable ejercicio actoral; Priestley es un escritor hábil al exigir grandes actores para sus historias; si no fuera así todo sería un suicidio, de forma irónica, como el evento que desencadena las “Pasiones peligrosas”.

Mauricio montesinos
“Pasiones Peligrosas”
Autor: J.B. Priestley
Dirección: Angélica Aragón y Roberto D´ Amico
Teatro de los Insurgentes (Insurgentes Sur 1587, Col. San José Insurgentes)
Jueves 20:30 hrs., viernes 19:00 y 21:30 hrs., sábados 18:00 y 20:30 hrs. y domingos 17:00 y 19:30 hrs.

Razones para vivir de una ilusión

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En las últimas semanas, he visto una drástica disminución de público en las salas de teatro. Éste no es un tema nuevo entre sus hacedores: todos quisieran lograr más asistencia durante una larga temporada. Desde principios de año el problema se ha agravado. No quiero caer en los argumentos que todo mundo dice para explicar la situación: el tráfico, el costo de los boletos, las lluvias, la inseguridad, el dónde estacionar el coche; sin embargo, hay una circunstancia propia de este año importante para señalar: las elecciones.

El ambiente social es denso; no hay duda, las disputas partidarias para determinar el futuro político afectan el ánimo y el interés del público en el teatro. En contrapartida, es curioso cómo los cines están a reventar; las filas para conseguir un boleto en las taquillas son enormes y las dulcerías trabajan a marchas forzadas; en cierta semejanza se encuentran otras opciones de entretenimiento, por ejemplo, el fútbol.

Todos los que nos dedicamos a hacer teatro creemos en su efecto terapéutico; esta premisa se ha dicho desde la teoría hasta los panfletos más horribles; pero más allá de cómo se encuentra plasmado en los discursos, el fenómeno teatral, sin duda, ayuda a exorcizar los demonios sociales.

No es presunción: hace mejores personas y, por lo tanto, mejores ciudadanos. ¿Por qué en un ambiente de crisis social la gente corre hacia otras opciones de diversión? Si el teatro tiene un poder curativo, ¿por qué la gente le huye? En este momento preciso, las salas deberían estar llenas y la gente pediría a gritos un boleto para entrar a cualquier función.

Eventualmente, la guerra entre Peña Nieto, Vázquez Mota, López Obrador, Quadri y quienes se quieran sumar acabará; habrá un presidente electo, se desencadenarán conflictos postelectorales y el orden de las cosas poco a poco se instalará. Las elecciones sólo representan una circunstancia para observar, a gran escala, si el teatro cumple su destino. Es ahora cuando debemos redoblar esfuerzos para que la gente vaya al teatro.

Deberíamos profundizar en la idea de competencia. El fenómeno teatral ahora compite con el cine, la televisión, el internet, entre millones de opciones de entretenimiento. El teatro debe abrirse a estas experiencias en términos de lenguaje; cuando uso la palabra competencia, aclaro, está fuera de un contexto económico; prefiero la idea de “enriquecimiento expresivo” a partir de lo que están haciendo otros medios. Si es así, la identidad del teatro se hará más fuerte y podrá explorar con mayor claridad su propio lenguaje. ¿Qué está haciendo la televisión para atrapar a cierta audiencia con un programa de ocho temporadas? ¿Cuáles son los recursos cinematográficos conductores de la emoción en el espectador? ¿Cuál es el gancho expresivo de internet?

Y, por supuesto, debe estar abierto a los temas que inquietan a las personas de nuestra época. Si el fenómeno teatral escucha y observa se volverá más vivo, más emocionante, más impactante. El teatro dejará de ser museo y sólo para un circuito con ciertas posibilidades culturales y, en este caso, la gente mataría por conseguir un boleto en momentos de crisis social o no. Este preludio me ayudará a hablar de la obra de teatro de esta semana: “La Ilusión”.

El montaje está basado en la comedia del francés Pierre Corneille: un hombre, quien vive atormentado por la ausencia de su hijo, busca la manera de reencontrarse con él por medio de un mago; éste le promete volver a verlo en diferentes episodios de su vida como un simple espectador; sin poder interactuar con él, el hombre se conforma con el trato para aliviar la pérdida. A partir de esta línea argumentativa, se concibe una versión libre escrita por el dramaturgo estadounidense Tony Kushner donde se concibe al amor como una ilusión. ¿A qué llamamos amor? ¿Todo lo percibido cuando estamos enamorados es real? ¿El amor se acaba? Si se acaba, ¿en qué se convierte?; son algunas preguntas lanzadas al público.

A pesar de un ritmo lento en el texto, la historia logra impactar al público por situaciones reconocibles cuando se vive un enamoramiento. Existen ciertos recursos narrativos usados en el cine que ponen de manifiesto la comunión de expresiones mediáticas al servicio de una historia. Los personajes reflejan tanto la parte más luminosa como la más oscura en las fases de una pareja. Cuando vivimos en tiempos tan turbulentos como los que vivimos, es necesario replantearnos la idea del amor; y cuando el teatro lo hace se pueden exorcizar los demonios y lograr un efecto terapéutico. Es aquí cuando asistir a una sala se vuelve urgente y necesario para reflexionar sobre mí y el entorno.

Todo esto se alza sobre un montaje capaz de competir con cualquier medio; uno de sus aciertos es la cercanía entre el actor y el público; es imposible no ser partícipe del evento cuando el personaje vive su circunstancia a centímetros de tu butaca; la empatía se hace sólida y es posible reflexionar sobre mí a través de la historia que me están contando; de hecho, la escenografía integra al público como parte de ella y el efecto de ser testigo se potencializa.

Sin duda alguna, “La Ilusión” cuenta con uno de los mejores diseños de vestuario vistos en este año; sintetiza la complejidad de los estilos del siglo XVII y Antigüedad para darle un toque de vanguardia con elementos reconocibles de la moda de hoy en día.

La dirección de Mauricio García Lozano permite lucir los recursos de sus actores y lograr un tono cómico constante a lo largo de la función. No existe en ningún momento personajes pequeños; los intérpretes entienden su función en el entramado de la historia y construyen situaciones hilarantes para el espectador; la retórica en el lenguaje les permite construir personajes más detallados y con mayor dimensionalidad para lograr momentos verosímiles.

“La Ilusión” pone de manifiesto cómo se debe tratar un texto clásico ante la sociedad mexicana del 2012. La compañía se compromete a redoblar esfuerzos para atraer a un público más grande y plural. Privilegia la acción en vivo como uno de los activos más importantes del teatro frente a otros medios. Subraya el tema del amor como una manera de orientar al individuo y la sociedad en medio del huracán. Y seguir orientándolos cuando se acabe.

“La Ilusión”
Versión libre de Tony Kushner
Dirección de Mauricio García Lozano
Teatro El Milagro, Milán 24 colonia Juárez
Sábados y domingos a las 13:00 hrs.

El verdadero Noa Noa

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La semana pasada había hablado de la buena salud en la que se encuentra el teatro en México con el montaje “El filósofo declara”: un texto digno de la realidad contemporánea, un grupo de estupendos actores, una dirección interesante para el público. Esta semana tocamos qué tan desastrosa y terrible puede vislumbrarse la escena mexicana a través de “I love Romeo y Julieta”.

Se vende como una adaptación libre del texto de William Shakespeare con “las canciones de los cantautores más importantes de México”. No tenía expectativa alguna a pesar de conocer grandes referentes que han tropicalizado ya esta historia: la obra de teatro “West Side Story” de Jerome Robbins, el trabajo cinematográfico de Baz Luhrmann o la inolvidable versión de Franco Zeffirelli. En serio, no tenía expectativas.

El primer problema del montaje fue la adaptación y dirección de Manolo Caro. Ya había visto dos obras dirigidas por él – “No sé si cortarme las venas o dejármelas largas” y “Sin cura o adiós le dije” -; después de haber visto tres muestras de su trabajo puedo llegar a la conclusión que Caro fue educado por las telenovelas y, por lo tanto, aspira a contar historias parecidas a las de este género. No desdeño a la telenovela; es más, no juzgo las ansias de melodrama de este director. El tema a analizar es el tratamiento tan superficial de sus guiones.

No sé quién le dijo a Caro que “Romeo y Julieta” de Shakespeare es una cursi y edulcorada historia de amor. Si revisara a profundidad este texto se daría cuenta cómo la violencia y el sadismo son sus ejes centrales; de hecho, este relato es uno de los más cruentos de la literatura Occidental. “Romeo y Julieta” funciona si se logra la transición de un juego de adolescentes babosos a una brutal y feroz confrontación entre dos familias; hay sangre, hay dolor; Shakespeare logra todo el tiempo impregnar un olor a muerte. De hecho, en algún momento, se muestra cómo el hacer daño al otro causa placer. La historia del amor imposible entre Romeo y Julieta es un vehículo para contarnos la herencia de odio entre los Montesco y Capuleto; las aspiraciones románticas no existen.

Y Manolo Caro hace todo lo contrario. Si él quisiera, el odio, como premisa central de la obra, también puede ser tratado en los esquemas de una telenovela, pero hace personajes débiles, relaciones entre ellos poco verosímiles, diálogos retóricos, situaciones de humor involuntario. El problema es mayor cuando de esto queremos hacer un musical.

El marketing de “I love Romeo y Julieta” cuenta con el atractivo de tener las piezas emblemáticas de los cantautores más reconocidos del país; es una gran desilusión encontrarte sólo con canciones de Juan Gabriel, Joan Sebastian y Marco Antonio Solís. ¿Sólo ellos son los cantautores mexicanos más importantes?

Pero imaginemos, Manolo Caro y su equipo consideran a estos tres músicos como los más sobresalientes. La falla radica ahora en la selección de canciones; ninguna de ellas es capaz de contar la historia. Lo difícil de un musical es encontrar la melodía idónea para hilvanar la situación de ciertos personajes en ciertas circunstancias. Entonces, cuando llega el segundo acto, es más importante cantar “El Noa Noa” que la rivalidad entre los Montesco y los Capuleto.  El espectáculo parece más un cancionero.

En cuanto a la dirección, Manolo Caro tiene buen gusto; se nota que ha viajado a Nueva York y Londres y está a la vanguardia de los recursos escenográficos y de iluminación. Pero de nada sirve, insisto, si la historia no importa. Por momentos los actores no saben qué hacer, no existió una guía adecuada para ellos.

Las coreografías son explosivas, los arreglos de las canciones están bien logrados, la estética es sugestiva; ya quisiera cualquier producción de la UNAM o el INBA contar con el presupuesto de “I love Romeo y Julieta”; pero ninguno de estos elementos es capaz de lograr unidad y consistencia al montaje. Y el gran riesgo de esta situación es cuando el público prefiere el pequeño concierto a la obra de teatro.

En términos actorales subyace una gran deficiencia. Existen desde pequeños detalles como el volumen de voz muy bajo (a pesar de llevar micrófono) hasta situaciones complejas como una superficial construcción de personajes. Sin duda los actores brillan más en el terreno musical y coreográfico. El único trabajo sobresaliente es el de Alan Estrada quien interpreta a Romeo; espero que algún día le haga justicia la revolución y pueda trabajar en musicales a su altura; en él hay una estrella del teatro musical mexicano.

Por último, hay una indefinición de su audiencia. ¿Para quiénes están haciendo esta obra? ¿Cuál es su público meta? Digo esto por el lugar donde se presentan: el Voilá en el centro comercial Antara. Sus consumidores asiduos tienen más de 30 años, situación que genera ruido cuando la obra tiene elementos más atractivos para los jóvenes; sus consumidores tienen acceso a bebidas alcohólicas en ciertas funciones, ¿conviene presentar esta obra de teatro con tales circunstancias? Porque, al final del día, ni es cabaret, ni es teatro musical, ni es un concierto… sino todo lo contrario. A lo mejor es el verdadero Noa Noa.

“El filósofo declara”

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El Foro Shakespeare lo hizo otra vez. Apoya un texto mexicano propio del 2012 ; pone en la marquesina nombres de actores extraordinarios; permite a un director jugar con los límites de lo experimental y convencional; apuesta su dinero en el soporte comercial y mercadológico para traer un público más diverso en cuanto al consumo cultural. ¿Cuál es el resultado? La obra de teatro “El filósofo declara”.

El último trabajo que vi de Antonio Castro, director del montaje en cuestión, fue “Las obras completas de William Shakespeare (abreviadas)”; era una obra poderosa porque condensaba la riqueza expresiva del dramaturgo más importante de Occidente con un grado de exploración en el lenguaje, los recursos escenográficos y  la actoralidad, para hablarle a una audiencia alejada de textos clásicos y, en cierta manera, proclive a los medios masivos de información. Era impactante ver cómo la gente sentía la puesta en escena; en ningún momento dejaba de reaccionar; podía respirar al ritmo de los actores y la historia.

Castro entiende los intereses, los códigos de expresión e interpretación del mexicano  y hace de la experiencia teatral un fenómeno emocionante, sin ningún atavismo. La escena se convierte en un lugar políticamente incorrecto; la absurda solemnidad desparece para dar paso a una interacción entre el actor y el público más honesta, intensa y divertida. Tal director tiene la firme convicción de hacer teatro para un público plural y no para ciertos grupos elitistas que gozan con la banalidad de la exquisitez.

Por lo menos, en los últimos dos años, el Foro Shakespeare ha presentado montajes con el respaldo de la crítica y el éxito comercial. Ha brindado una sólida infraestructura de producción y publicidad a espectáculos nacidos en instancias culturales y/o gubernamentales. Ejemplo de esto fue “Incendios” dirigida por Hugo Arrevillaga. “El filósofo declara”, montada en un primer momento bajo el auspicio de la UNAM, vuelve a poner al Foro como uno de los punteros de la vida cultural de la ciudad; respaldo incondicional a un teatro mexicano capaz de competir con el cine, televisión e internet.

Juan Villoro, el autor, cuenta la historia de un filósofo que es invitado a pertenecer a la Academia en un cargo honorario; el ofrecimiento implica un ascenso laboral y económico con ciertas implicaciones veladas: la renuncia a la posición de “librepensador” para servir a los intereses ideológicos del Estado. El “profesor”, nombre simple y básico para el protagonista, demuestra cómo se vive la mexicanidad: la complejidad del lenguaje para referirnos a las cosas más básicas, el simulacro de las relaciones humanas, el miedo a enfrentarnos a la verdad. Por momentos, me recuerda a Sergio Magaña, con particular atención a su obra “Los signos del Zodíaco”, en su capacidad para construir personajes apegados a la realidad cotidiana de nuestro país. Es una obra pertinente para entender mejor nuestra cultura en tiempos electorales.

Los demás personajes orillan al protagonista a cuestionar sus convicciones en medio de la oferta de trabajo: el cuidado esquizofrénico de la casa por la esposa; Pilar, una sobrina incómoda por sus preferencias ideológicas; el chofer, Jacinto, con su limitada carga cultural y “Pato” Bermúdez, el entrañable amigo que representa el decir “sí al poder”: la renuncia a nuestras convicciones juveniles para instalarnos en una zona de confort alejada de nuestras genuinas necesidades.

Si con todos argumentos no he podido despertar su interés, es momento de decir que este montaje tiene en su reparto a uno de los mejores actores en México: Arturo Ríos. Es impactante cómo puede trabajar con una sutileza extrema y, a la vez, con una carga emotiva siempre desafiante para el público. Lo acompañan en el elenco Pilar Ixquic, Emilio Echevarría, Edgar Parra y la sensacional Sophie Alexander-Katz. El equipo actoral es sólido.

“El filósofo declara” representa la buena salud en la que se encuentra el teatro en México; su vaivén entre la preocupación escénica y comercial. Brinda rasgos de una construcción propia de identidad mediante espectáculos y, sobre todo, el esfuerzo de cierto grupo escénico para confrontar al espectador a historias a la altura de nuestro tiempo.

montesinos

 

“El filósofo declara”

De Juan Villoro Dirigida
por Antonio Castro En el Foro Shakespeare (Zamora 7, colonia Condesa)
Viernes 20:30 h, sábados 18:00 y 20:30 h y domingos 18:00 h.

Epitafio para un escritor

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Se abre el telón para Pez de Oro. Éste será un espacio para el análisis y crítica de espectáculos teatrales. El fenómeno teatral es (y ha sido) uno de las eventos sociales más importantes para confrontar nuestros deseos y demonios, individuales y colectivos; cuando un espectador logra verse reflejado en la ficción para con-moverse, el escenario se inunda de magia y misticismo. El teatro es un inmenso mar donde llegan individuos parecidos a los peces: con un viaje anhelado, con una forma de viajar particular; cuando estos peces caen en la “red de la ficción” todos ellos se bañan con el oro de la reflexión y emotividad, para ayudarlos a continuar con su travesía llamada vida.

El poder (discreto) de las palabras
En los últimos tiempos, la sociedad le ha conferido un poder extralimitado a las imágenes visuales. La realidad ha sido traducida y multiplicada con fotografías, programas de televisión, películas, videos, carteles; los ojos se excitan con una oferta visual constante, cercana y cotidiana. De hecho, existen frases en el lenguaje coloquial para comprobarlo: “una imagen vale más que mil palabras”. La expresión visual, en esta circunstancia, pone en desventaja a otro tipo de lenguajes, por ejemplo, las palabras. ¿Es más importante enunciar algo o ver ese algo? ¿El mundo visual tiene límites? ¿Cuál es el poder de las palabras?

“Epitafio para un escritor” de Frederick Durrenmant se arriesga en hacer un juego, a enorme escala, entre las palabras y las imágenes para entender las posibilidades de lenguaje que ofrece cada una de ellas. La historia se cuenta a partir del éxito editorial de un escritor de cuentos de terror y sus métodos poco ortodoxos para inspirarse al momento de escribir; la crítica acusa a Federico Korbes de los más terribles crímenes, las experiencias más sádicas y perversas con el único propósito de plasmarlos en relatos. Además de ser un guiño a Edgar Allan Poe, la premisa es fantástica: cómo un escritor pone en palabras las imágenes más aterradoras. ¿Qué se dice y qué no se dice? ¿Cómo los ojos pueden conciliarse con la abstracción?

Durrenmant es brillante al recurrir al lenguaje radiofónico, a lo largo de la historia, para hacer más evidente esta relación. Después de cada acto funesto cometido por Federico Korbes, se puede escuchar la dramatización de los relatos hecha en la radio, un medio donde todo depende de la palabra. La situación se vuelve interesante cuando un fanático de estos relatos, Amadeus Hoffer, llega a la casa del escritor para pedirle que lo haga partícipe de su proceso creativo. El juego se eleva a dimensiones insospechadas y, por supuesto, se vuelve más suculento para el espectador.

Uno de los grandes aciertos del montaje es la iluminación porque reviste de un ambiente lfinal dencia de Hoffer y Korbes que, alfinal deiluminaciones insospechadas y, por supuesto, se vuelve mon una forma de viajar paúgubre la presencia de Korbes y Hoffer; la distribución de los elementos escenográficos asemeja un laberinto donde la tensión crece de forma proporcional a los conflictos de los personajes: el asesino se esconde y el fanático lo busca. El espectador se convierte en un invitado más de la casa y, por lo tanto, no hay posibilidad de que se escape de la acción dramática.

El trabajo de Roberto Sen y Willebardo López, quienes interpretan a Korbes y Hoffer, es cuidadoso en los detalles para hacer resaltar las patologías de sus papeles. Cabe mencionar la participación de Lourdes Garza, una actriz encargada de interpretar a todas las mujeres que han sido víctima o partícipe de los asesinatos del escritor; en ella recae la responsabilidad de dar las líneas de comedia más brillantes; su desempeño es impecable y preciso. En un balance final, los tres actores viven un tour de force para representar la pugna entre los personajes.

“Epitafio para un escritor” (en el Teatro Coyoacán, los jueves de mayo a las 20:00 horas) es un espectáculo donde el público se emociona al deleitarse con las posibilidades de las palabras y las imágenes. Lo increíble del montaje es encontrar la riqueza de cada uno de los lenguajes y darnos cuenta que la supremacía del mundo visual es un asunto ligado a la historia y la circunstancia social cambiante. Así, es probable que una imagen no siempre valga más que mil palabras.

Colaborador a ser anunciado…

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