Construcción Ciudadana

El salario del miedo

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En su novela del mismo nombre, escrita en 1950, Georges Arnaud narra la historia de cuatro europeos que son contratados por una compañía petrolera estadounidense en un ficticio país de América Latina, para transportar un cargamento de nitroglicerina que será utilizada para sofocar el incendio de un pozo.

Tres años después, el director de cine Henri-Georges Clouzot hizo una extraordinaria adaptación con el legendario Yves Montand como protagonista (aviso para millenials: pueden encontrar la película y la novela en línea, ambas muy recomendables).

La referencia viene a cuento porque es un ejemplo de lo que ocurre cuando entramos en situaciones como la actual con el combate al huachicol. En diferentes reuniones y encuentros sociales, he escuchado sólo expresiones de asombro por los 29 mil pesos mensuales que recibirán los conductores de las pipas que ahora surtirán la gasolina.

Precisamente porque en México no es un salario cualquiera, refleja la gran distorsión que existe desde hace años en el país en materia de remuneraciones. Puedo entender que hoy, quien tiene el conocimiento para manejar un camión lleno de combustible, aporta un valor agregado fundamental para la solución de la crisis inmediata por el desbasto; sin embargo, nos debe hacer reflexionar sobre la forma en que hemos creado empleo en este país.

robo de combustible
Foto: La Otra Opinión.

Han sido muchos los gobiernos que se han promocionado como generadores de empleo, pero pocos los que cumplieron. En un mundo de competencia abierta, la salida de muchas administraciones ha sido abaratar hasta donde fuese posible la mano de obra y, así, atraer a empresas que buscan calidad de manufactura a bajo costo para aumentar su valor entre los accionistas. Las historias de Japón, India, China, y Singapur, ilustran que hay países conformes con apuntalar su economía de esa manera. Claro, en el arranque.

Entonces, porque esos ejemplos no duraron demasiado y la realidad es que los salarios del miedo no crean una riqueza estable, cada uno de esos países apostó después por la educación, la tecnología y la especialización para garantizar mejores condiciones para su población.

A contracorriente, nosotros abaratamos los trabajos manuales y, de paso, los que requerían conocimientos de educación superior, hasta llegar al extremo de provocar un desempleo mayor precisamente entre quienes tienen una formación universitaria, a pesar de que representan un porcentaje mínimo de la población económicamente activa. Las posibilidades de aquellos con posgrado no son mucho mejores y, de la planta científica del país, mejor ni hablamos.

Si un habitante de otro planeta aterrizara mañana en México, deberíamos preguntarnos qué le responderíamos si quisiera saber qué tan sólida es nuestra situación productiva.

Para empezar, tendríamos que confesarle que somos una nación muy buena para maquilar piezas o armar productos terminados para otros países; que no contamos con marcas propias, a pesar de ser líderes en la exportación de pantallas de plasma o de lavadoras; y tampoco hemos desarrollado tecnología nacional para competir a otro nivel del proceso productivo.

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Maquiladora en Tijuana, México (Foto: Made in México).

No obstante que la planta industrial mexicana se ha consolidado en ciertos nichos del mercado internacional, una gran parte de su fortaleza todavía reside en el bajo costo de su mano de obra. Es tal la desigualdad de salarios, que incluso fue un eficaz argumento de campaña del actual presidente de Estados Unidos para descalificar al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y exigir uno nuevo con igualdad de remuneraciones entre los socios involucrados.

El reciente acuerdo entre la iniciativa privada y el nuevo gobierno de la República para aumentar la percepción mínima ayudará a que la brecha se cierre un poco, pero está lejos de ser una solución definitiva. Ya lo vimos en el caso de que se requieran los servicios de un profesional especializado en una situación de emergencia: el sueldo se fijará de acuerdo con la urgencia y el desafío que se tenga enfrente.

Por ello, es indispensable pensar bien cómo vamos a volvernos competitivos, respetuosos de la ley y, entre todos, fomentamos un auténtico Estado de Derecho como el que le envidiamos a otras naciones. No sólo es un asunto de dinero, sino de consenso social para que el piso esté parejo y las oportunidades se encuentren al alcance de una mayoría que trabaja mucho y se esfuerza aún más.

De lo contrario, la corporación con la que está luchando el gobierno y la sociedad civil, que es el crimen organizado en todas sus formas, seguirá ofreciendo empleos con salarios superiores al del mercado legal y algunas prestaciones que pueden resultar hasta más atractivas que las de la ley vigente. No importa si también son salarios del miedo y provienen de trabajos del horror.

El peor-mejor negocio del mundo

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Frente a tanta desinformación, vale la pena revisar el video completo del lunes 14 de enero en el que se hicieron públicas varias de las cifras relacionadas con el combate al robo de combustible. Si bien la escasez provocó una crisis pública (que no ha disminuido el apoyo popular a la medida), la tarea de reducir este delito ha sido monumental.

Primero, la tolerancia en el robo de pipas y combustible desde el interior de Petróleos Mexicanos (Pemex) ‒incluyendo plataformas marítimas y refinerías‒ representaba prácticamente el 80 por ciento de lo que llamamos el huachicoleo y el 20 por ciento restante era a manos de comunidades enteras que ya habían hecho de este ilícito una forma de vida por, al menos, un par de generaciones, ante la posibilidad de generar ingresos a través de perforar ductos en zonas rurales.

Que Pemex fue aprovechado por diferentes gobiernos para el enriquecimiento de unos cuantos no era ninguna noticia. Desde los tiempos en que se nos dijo que deberíamos estar preparados para administrar la abundancia petrolera, la corrupción y el dispendio en la paraestatal eran una práctica común que llegó a tal grado que los mejores años como país productor no significaron un avance en el desarrollo de nuestra nación.

Más tarde, aprovecharse de los ingresos petroleros para usarlos como herramienta política y de compensación presupuestal era la medida económica favorita de varias administraciones hacendarias. Los precios del barril de petróleo mantuvieron todavía al inicio del siglo un ascenso que parecía imparable, sin embargo, tampoco fue una ocasión para mejorar la educación, el sistema de salud o los ingresos de la población.

Lo que sí sucedió fue una caída progresiva de la capacidad de exploración, producción, refinación y exportación de petróleo. El tiempo es tirano y para cuando la reforma energética del sexenio anterior por fin se materializó, los mercados la calificaron de tardía. Los últimos “gasolinazos” convencieron a la mayoría de los consumidores de que, además de llegar tarde, la reforma estelar era una mentira.

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Foto: T21.

En medio de la historia, poderosos líderes sindicales, funcionarios, contratistas y concesionarios de estaciones de servicio, formaron una de las redes de intereses más complejas que se han creado en México. Si no era noticia que Pemex daba para muchos negocios irregulares, y abiertamente ilegales, lo era menos que en las gasolineras nadie vendía litros completos.

No obstante, mientras pudiéramos seguir con nuestra vida normal, toleraríamos un mal que, de tan necesario, era imposible aliviarlo. Así, uno de nuestros símbolos de soberanía nacional, Pemex, cayó del imaginario social y se convirtió en el ejemplo de la obsolescencia y la mala administración; aunque los diferentes intentos por privatizar su operación fracasaron por la deficiente lectura política que hicieron distintos gobiernos acerca de lo que significa realmente Petróleos Mexicanos para nosotros.

Tal vez eso explique que, a pesar de nuestra molestia por las filas y las horas necesarias para cargar un tanque de gasolina, las encuestas reflejan un respaldo inusual a una batalla que aún es de pronóstico reservado entre el poder del huachicol y el gobierno federal recién llegado.

Guardando las proporciones, la estrategia para detener el robo de combustible (que, para esta semana, ya es una auténtica cruzada), podría convertirse en un desafío similar al que tuvo el presidente Lázaro Cárdenas con la expropiación. Es un momento determinante para cualquier otra acción que se decida emprender; de su éxito o su fracaso dependerá, en gran medida, el tono y el legado del gobierno actual.

Mientras tanto, a los ciudadanos nos toca insistir en que este enorme negocio ilegal ‒el mejor para unos cuantos y el peor para todos los demás‒ termine para siempre. Ya sea tomando previsiones para contar con gasolina o sustituir el auto por otros medios de transporte (lo que no estaría nada mal, por cierto), hasta denunciar cualquier venta ilegal o sabotaje, nuestra tarea es cimentar la base de una nueva historia para uno de los recursos no renovables que mayor impacto tienen en nuestro destino.

Frenar al miedo

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Si tuviéramos que diagnosticar una enfermedad nacional, ésa sería la falta de confianza. Sea en nuestras instituciones, en las autoridades, en muchas normas e incluso hasta entre nosotros, la desconfianza es el mal actual de nuestra sociedad.

Han sido décadas de malas administraciones, corrupción, impunidad y falta de oportunidades, que provocaron nuestro escepticismo generalizado; sin embargo, en una época en que la información viaja a una velocidad nunca antes vista, crear las condiciones necesarias para no confiar se ha vuelto relativamente sencillo.

Y mucho más es una sociedad que aprendió a tomar con reservas todo lo que fuera o sonara a oficial. Sólo recordemos la costumbre que tuvieron nuestros padres de ir a llenar el tanque del automóvil a la gasolinería más cercana, cuando las autoridades hacendarias aseguraban que el precio de los combustibles no subiría. En las décadas de los 70 y 80, interpretar lo contrario a lo que el propio gobierno mexicano decía, se convirtió en una forma de anticipar las decisiones políticas y hasta las económicas.

Justicia y el miedo
Ilustración: Victor Solís (fuente: Dogmagazine).

Con el tiempo, nuestra joven democracia no cambió mucho en cuanto a la credibilidad de las instituciones se refiere. La transición de partido en el poder del año 2000 no trajo precisamente un mayor índice de confianza en el gobierno, y sí, un enorme desencanto con el sistema político prevaleciente. Los dos sexenios siguientes tampoco fortalecieron la transparencia o la forma de actuar de quienes estaban al mando y para la mitad de sexenio que marcó el regreso del PRI, luego de doce años, la mayoría de los mexicanos pasamos del hartazgo al pleno rechazo con el estado de las cosas en el país.

Llevamos menos de un mes con el nuevo gobierno en funciones y los retos que se avizoran para el futuro demuestran que la transformación de un sistema como el que teníamos (o tenemos) no será una tarea fácil. Mucho menos cuando los mensajes que empujan a nuestra división como sociedad se reproducen por miles, en especial en las redes sociales.

Durante los últimos meses, he asegurado que nuestras diferencias como sociedad no son del tamaño que parecen tener en algunos espacios de la esfera pública. Sigo convencido en que todos cabemos en un país que tiene una historia de muchos años de inclusión, solidaridad, respeto y apertura. No obstante, si no defendemos esas características y presionamos a los líderes de nuestra nación a forjar acuerdos mínimos que nos permitan avanzar, es posible que repitamos etapas poco útiles de nuestra historia e incluso veamos el surgimiento de opciones que nada tienen que ver con México, como en el caso de Estados Unidos o el de Brasil.

Es falso que no podamos ponernos de acuerdo como mexicanos. Con ello no quiero caer en la ingenuidad o en el optimismo mal fundamentado, simplemente creo que los ciudadanos buscamos un clima de paz, de seguridad y de prosperidad para todos. Y un país mejor es una buena noticia incluso para aquellos que hoy se esfuerzan por acentuar lo que nos separa, por encima de lo que nos une.

Hoy inicia este espacio de expresión en El Semanario, lo cual es un privilegio y una oportunidad para la reflexión. ¿Qué podemos hacer, nosotros la mayoría, en este escenario tan incierto? No dejar que las noticias falsas, los rumores, la especulación y las suposiciones lleguen a nuestras vidas o a nuestros cercanos. Tomemos unos segundos antes de compartir información de dudosa procedencia o que no esté contrastada con fuentes confiables.

Porque el nombre del juego para los siguientes años es confianza. De ella depende el avance en lo económico, en lo político y en lo social. En nuestras manos ‒en las de nadie más‒ está construir una nación sin miedo, sin prejuicios y sin polarización. Por lo menos ahora, con evitar dar un clic, ya estamos ayudando.

Colaborador a ser anunciado…

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