Más Maquiavelo

La autoridad de la autoridad

Lectura: 3 minutos

La autoridad puede ser sustantivo en función de quién se asume como tal, y verbo dependiendo de quién la ejerza. La policía de la Ciudad de México es un interesante botón de muestra de dinámicas extendidas al resto del país sobre la forma en que se resuelven o no los conflictos.

A finales de mayo, y en plena contingencia ambiental, una mujer atropelló a dos policías en la zona de Polanco para evitar la multa por conducir su auto cuando no debía. Por las mismas fechas y lugar, dos escoltas agredieron a policías de tránsito para evitar que inmovilizaran su auto mal estacionado. También en mayo, dos policías fueron golpeados por jóvenes ebrios a bordo de un auto en Iztacalco, esto después de que los elementos los infraccionaran por conducir alcoholizados. Los policías recibieron golpes mientras intentaban ser despojados de sus armas. Semanas después, ya en junio, estudiantes de la Universidad del Valle de México, en la colonia San Rafael, también agredieron a policías cuando estos trataban de llevarse un auto para evitar que continuaran realizando los arrancones. En el video se aprecian insultos y escupitajos de los estudiantes a la policía.

Según datos presentados por Rebeca Peralta, diputada de la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México, entre enero y mayo de este año, 201 policías fueron agredidos en la Ciudad de México, de los cuales 15 murieron producto de esos enfrentamientos. En otras palabras, al menos un policía es agredido diariamente en la Ciudad de México. Según Peralta, En la actualidad el policía ha entrado en un estado de indefensión, a diario vemos videos en las redes sociales de personas que los agreden sin ningún problema, que los golpean y después se van. Con ese diagnóstico, la diputada propuso la creación de una Defensoría Policial Judicial. El proyecto busca mediar entre, por un lado, la protección de los derechos humanos de los elementos y, por el otro, su continua profesionalización. La propuesta tampoco anula la sanción de faltas. Los elementos podrán seguir siendo denunciados ante Asuntos Internos de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina. La idea es interesante pero requiere reforzarse con mecanismos de profesionalización, capacitación e incentivos que eviten que el policía se desempeñe en condiciones de precariedad laboral: es un proceso amplio de dignificación de su labor.

Sugiero que el problema de legitimidad de una autoridad como la policía de la Ciudad de México (o muchas otras en todo el país) no es responsabilidad exclusiva de esa institución, sino que involucra también a otras que trabajan ‒o deberían hacerlo‒ en estrecha relación con ella. Es el caso de las instituciones del sistema judicial. Según la Encuesta Mundial de Valores, el porcentaje de mexicanos que confía en la policía pasó de 32% a principios de los ochenta a 28% en 2014. Mientras tanto, y en el mismo periodo, la confianza de los mexicanos en el sistema judicial pasó de 53% a 31%. De nada sirve que un policía cumpla su trabajo a cabalidad, si no hay un juez que complete un ciclo de justicia. La crisis de legitimidad de instituciones como la policía también es, pasa y se explica por la crisis del sistema judicial. Son eslabones de una misma cadena.

La forma en que ocurre la relación autoridad y ciudadanía ayuda a entender cómo esa sociedad convive. El tema es de primera importancia porque el otro lado de la moneda no es tan lejano: sobran casos documentados y preocupantes de abusos policiales, dinámicas extensas de corrupción y falta de capacitación de los elementos. Por un lado, aparece una ciudadanía desconfiada de su autoridad y, por el otro, una autoridad deslegitimada. Como hablamos de la policía, el problema no es pequeño. Uno de los retos de las policías alrededor del país consiste en construir una legitimidad que, en algunos casos, quizá nunca tuvieron. Que no quede duda: ese proceso debe darse por vías pacíficas, democráticas e institucionales. Conllevará un trabajo constante, arduo y generalmente lento, pero siempre será preferible a otras vías.

Espionaje. Laberintos de la respuesta oficial

Lectura: 3 minutos

Era cuestión de tiempo para que el gobierno respondiera. Dos documentos describían y demostraban magistralmente casos documentados de espionaje por parte del gobierno mexicano. El primero, una investigación de las organizaciones cívicas Artículo 19, Social Tic y R3D; el segundo, un reportaje del diario The New York Times. En ambos se detallan las formas, nombres y técnicas de espionaje realizadas contra periodistas y defensores de derechos en México (incluyendo, por cierto, a miembros de sus familias). Se esperaba una respuesta oficial, alguna declaración, un comunicado de prensa, algo. Después de todo, hasta el silencio habría sido una forma tristemente célebre de responder. Sin embargo, todavía más importante que el dónde y cuándo de esa respuesta, era el cómo.

Además, la tentación del gobierno federal por responder a las acusaciones también era una obligación. Después de todo, no es menor que se descubran casos de espionaje a personajes con tal relevancia pública para el país en la actualidad como son defensores y periodistas, y más aún que se gasten tantos recursos materiales y humanos en ello. Se trata de una agresión directa a dos sectores clave en democracias caracterizadas por ventarrones de aspiración y ventiscas de realidad. Finalmente hubo dos respuestas. La primera cumplió con los requisitos más parcos de la oficialidad: Eduardo Sánchez, vocero de la Presidencia de la República, publicó en su cuenta de Twitter una carta donde deslindaba al gobierno mexicano de cualquier práctica de espionaje en los términos que afirmaba el reportaje del diario estadounidense.

La segunda respuesta, sin embargo, fue más sustanciosa y osciló entre la espontaneidad y la oficialidad. Durante la inauguración de un parque industrial en Lagos de Moreno, en el estado de Jalisco, Enrique Peña Nieto pronunció un discurso de poco más de dieciséis minutos. Ya hacía el final, en los últimos cinco minutos, dio un giro brusco de timón: “Ahora sí, finalmente, déjenme referirme a otro tema muy distinto del que hoy nos convoca (…) quiero referirme a un tema que está en el debate público”. Ahí venía esa respuesta que tanto se esperaba, profundamente relevante para este caso porque (quizás) no se guiaría por la parquedad de la oficialidad.

En esos pocos minutos, el Presidente 1) negó las acusaciones de espionaje aunque luego pidió que se investiguen (menudo dilema el de investigar lo que ya está dictaminado), 2) se asumió él mismo como potencial víctima de espionaje y reconoció procurar “ser cuidadoso en lo que hablo telefónicamente”, y 3) pidió que la Procuraduría General de la República investigara “con celeridad” para “deslindar responsabilidades y (que) la ley pueda aplicarse contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno”. Las víctimas, es decir los espiados, pasaban en una vuelta de hoja a ser victimarios junto con quienes publicaron la información.

La respuesta del Presidente atraviesa laberintos interesantes. Tiene razón en que él mismo puede ser sujeto de espionaje. Pero se arriesga enormemente al asegurar que “el gobierno” no espía. Es frecuente pensar que eso llamado “el gobierno” es una entidad homogénea, racional, unidireccional. Que sus acciones son concertadas, orquestadas y coordinadas. Lo cierto es que las dinámicas sociopolíticas que ocurren entre las personas que componen ese gobierno son mucho más complejas. En México, hay elementos para pensar que el gobierno y la administración pública en general están lejos de ser un ente homogéneo, o al menos lo suficiente como para desactivar esa supuesta homogeneidad, racionalidad y unidireccionalidad.

Conceder que el Presidente no haya ordenado un espionaje no es suficiente para pensar que otra persona en la Presidencia u otra área del gobierno lo haya hecho. El software necesario ya estaba ahí, listo para ser usado. La investigación tendría que reconocer que el imputado, el gobierno, puede traducirse en personas específicas y no en contra de toda la administración pública. Es una necedad defender a un ente que no actúa como ente. En cambio, el discurso sugiere nada menos que investigar a los espiados. Si es el gobierno el que espía, hace o deshace, entonces también puede afirmarse que son personas específicas en puestos, posiciones y situaciones igualmente específicas quienes en el último momento lo hacen o no. Ese dilema es ineludible, y reconocerlo abriría la puerta para diagnósticos más acertados en primer lugar, y procesos de investigación más sofisticados en segundo.

El peso de parecer

Lectura: 3 minutos

En México, la diferencia entre ser y parecer depende mucho de quién juzgue. Hace poco más de una semana, la esposa del gobernador de Zacatecas, Cristina Rodríguez, visitó un municipio de ese estado donde se realizaba un evento cultural. Ahí, estudiantes de la Telesecundaria “Suave Patria” prepararon una coreografía para recibirla. El atuendo para el baile consistía en pantalones militares y playeras negras; además, los hombres aparecieron con pasamontañas y las mujeres con lentes obscuros y pintura de camuflaje en las mejillas. “Parecen sicarios”, fue la reacción de la primera dama, y se tomó el tiempo para interpretar el ánimo del resto del auditorio: “Veo muchas caras de preocupación”, dijo, y justificó: “los chicos parecen más sicarios que personas que pudieran ser un ejemplo para la sociedad”.

Las declaraciones fueron reproducidas y, en algunos casos, reprobadas en redes sociales por etiquetar a los jóvenes –entre las cuales destaca la defensa que la maestra de los chicos hiciera de sus pupilos–. Como reacción, la primera dama zacatecana publicó una disculpa: “Ofrezco una disculpa si alguien se sintió ofendido por mis expresiones”, aunque inmediatamente volvió a justificar sus dichos: “es la misma disculpa que todos como sociedad debemos exigir a quienes desde las aulas hacen apología del delito”. Además, dedicó unas líneas a la vestimenta de los adolescentes: “no va de acuerdo con su experiencia de vida, ni con los valores que sus padres les han inculcado”.

Lo cierto es que, tanto el atuendo como la coreografía bailada por los estudiantes, aparecen en un popular video del coreógrafo armenio Mihran Kirakosian, y que en YouTube tiene más de 17 millones y medio de reproducciones.[1] Ninguna referencia cercana a un sicario parece haber pasado por los jóvenes bailarines mientras preparaban su coreografía. La tentación de etiquetar es poderosa y peligrosa. Por un lado, es una vía corta y generalmente irresponsable para dar sentido a dinámicas sociales que, de otra forma, serían al menos más complicadas de comprender. Por el otro, refuerza prejuicios que, en contextos de desigualdad, violencia, clasismo y racismo, conducen a prácticas nocivas. El caso está lejos de ser anecdótico y, más bien, refleja parte de la crisis mexicana.

Según la más reciente Encuesta Nacional de Discriminación (2010), 26% de los mexicanos piensa que es justificable llamar a la policía cuando uno ve muchos jóvenes juntos en una esquina, y 57% piensa que, en México, esa práctica es recurrente. Detrás hay una lógica preocupante: es común y justificado pensar que varios jóvenes juntos y en la calle son peligrosos, ya no digamos si “parecen sicarios”. Además, prácticamente uno de cada cuatro encuestados ha sentido que sus derechos no han sido respetados por su apariencia física (24.5%) y dos de cada cinco reconocieron la misma situación pero por su forma de vestir (19.7%).

En un país en el que “como te ven te tratan”, y donde el sistema de justicia está rebasado y opera de forma discrecional, el peso de parecer puede hacer la diferencia entre culpable o inocente, libertad y prisión, vida o muerte. De ese tamaño es el dilema. Preocupa la forma en que tan fácilmente se estigmatiza a adolescentes, alarman los casos en que esos estigmas tienen consecuencias arbitrarias y se traducen en casos de injusticia. En parte, explica por qué no es extraño que la victimización de algunos sectores juveniles de la población sea el pan de cada día. El tamaño de la crisis mexicana exige gobernantes menos preocupados por lo que parece y más ocupados por lo que es. También de prejuicios está empedrado el camino al infierno.

[1] URL: https://www.youtube.com/watch?v=2i6BXbPTRYY

Déjà vu. Otra guerra contra las drogas

Lectura: 3 minutos

A finales del mes de abril, Donald Trump felicitó al actual presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Según una conversación filtrada y publicada por el diario New York Times, el estadounidense le reconoció a Duterte que estaba haciendo un “increíble trabajo ante el problema de la droga”. La sola felicitación me hace levantar las cejas, pero los datos me confirman la mala espina. El nuevo gobierno filipino asumió el poder hace exactamente un año, en junio de 2016. Desde entonces se emprendió una guerra contra las drogas (otra más) que según estimaciones cobra mil vidas mensuales. Además, es una política confesa: “esperen 20 o 30 mil muertes más para poder acabar con el problema de las drogas de mi país”, dijo Duterte en octubre del año pasado, a cuatro meses de haber asumido. Se trata de una guerra que costará vidas. ¿Dónde he escuchado eso? Hoy en día, grupos locales de la sociedad civil calculan entre 8 y 10 mil muertos, producto del conflicto filipino.

La receta para lidiar con el problema no es, sin embargo, novedosa. Un aumento de ejecuciones extrajudiciales en varias zonas del país, justificación de la violencia contra los narcotraficantes, criminalización de los consumidores, malos o inexistentes procesos de impartición de justicia y desprecio por las víctimas y sus familiares. ¿Dónde he visto eso? Para muestra un botón.

La BBC documentó en noviembre del año pasado que había alrededor de 200 cuerpos que permanecían sin reclamar en la morgue de Manila, la capital del país. La razón era que esos familiares temían que, al momento de reclamar el cuerpo, podrían convertirse en nuevo objetivo de la policía o de los grupos de vigilantes. Por si fuera poco, el gobierno acaba de reconocer que el Estado Islámico está ya en Filipinas, lo que contribuye a legitimar la mano dura de un gobierno que, a pesar de todo, goza de una aprobación relativamente alta.

Sin embargo, a la receta de violencia y balas le falta un ingrediente usualmente subestimado pero con inmenso poder: el discurso de la guerra. Una de las declaraciones de Duterte en el marco de su campaña electoral estaba dirigido a un auditorio muy específico: “Todos ustedes que están en las drogas, ustedes hijos de p…, de verdad que voy a matarlos”, dijo. ¿Quiénes son esos ustedes? La experiencia mexicana podría ser de ayuda para desentrañar la trampa discursiva. ¿Son los adictos?, ¿son los consumidores ocasionales?, ¿o quizás los productores?, ¿o los traficantes? O, ¿por qué no? nadie, o todos. Así es como “ustedes” puede fácilmente convertirse en “nosotros”.

En febrero de 2009, Felipe Calderón dijo que, la mexicana, sería “una guerra sin cuartel porque ya no hay posibilidad de convivir con el narco (…) No hay regreso; son ellos o nosotros”. Todavía hoy seguimos sin cuartel. Lo que sí hay es una ilusión mortífera de “ellos” que se parece mucho al “ustedes” de Duterte en Filipinas. Toda guerra necesita un enemigo, de otra forma es insensata. El drama es que el enemigo, en estos casos, suelen ser ciudadanos. Algunos, en el peor de los casos, criminales, pero la mayor parte de ellos, muchísimos, inocentes que mueren en el marco de complicadas y dramáticas espirales de violencia. En todo caso, aun y cuando el enemigo pueda ser un producto del discurso, lo cierto es que las balas, las armas, así como las víctimas y sus familias, ésas sí son reales.

Me encantaría pensar que la tragedia de violencia mexicana –que está lejos de haberse disipado– es una experiencia que ayudará a no cometer los mismos errores, tanto en el país como en otras latitudes. Lo cierto es que no es así. No somos la primera ni la última experiencia de la letal receta de la guerra contra las drogas.

Colaborador a ser anunciado…

Lectura: < 1 minuto

Esta nota contiene la categoría de cada una de las categorías de nuestros colaboradores.