Un visitante entra, paga su boleto y su derecho de 5 pesos para tomar fotografías con el celular. No sabe a qué exposición viene, pero se la recomendaron y tenía tiempo libre entre semana. Lo conduce el personal de taquilla; después, el guardia de seguridad titubea frente al elevador y se decide por las escaleras. Llega a una sala climatizada, abandona la temperatura de la calle y toma la de la solemnidad que le impone la galería. Todo es silencio. Los demás miran los textos que hay en las paredes, así que él también lo hace… reverencialmente; el museo toma su cuerpo y le pide actitudes específicas.
¿Quiénes son responsables de esto? Hay una operación fundamental que se efectúa —ya lo hemos dicho— al momento de entrar a un espacio cuya atmósfera es radicalmente distinta a la del exterior. También hay que considerar que lo que se ve en un museo se ve mediado por los filtros de lo que Luis Gerardo Morales llama “La interferencia museográfica” (“La escritura-objeto en los museos de historia”, Intervención, Año 1, No. 1, enero-junio de 2010). Lo que el museo exhibe nunca es verdad, sino la construcción y configuración con apariencia de verdad. Esos discursos verosímiles tienden a tranquilizar al visitante promedio que asiste a aprender, a que lo orienten por el escabroso camino de la apreciación, cuanto más si es estética. Quienes se dedican a administrar estas experiencias ven sólo fragmentos aislados del proceso: los que les corresponden. Por ejemplo, la museografía observa elementos fundamentales para soportar el discurso curatorial (o, al menos, esa debería ser una de sus aspiraciones), pero también debe cumplir con ciertos requisitos de seguridad de las colecciones, de protección y comodidad al visitante. A veces, las osadías que pensamos que podrían llevar a más la colección, cuestan caro en términos de transitabilidad del espacio.
Los curadores son una parte capital del equipo de un museo, pues se ocupan de dotar de discurso a la presentación de las colecciones y determinan el punto nodal de comprensión por parte de los espectadores. ¿Quiénes son y hasta dónde llega su participación? Depende mucho del tipo de museo, de la colección que alberga y de las aspiraciones que institucionalmente persiga. Lo cierto es que cuando termina la participación curatorial, cede el terreno a la de registradores y museógrafos, quienes, lejos de dimensionarse en una escala operativa o meramente técnica, son los responsables de que las cosas sean posibles.
A más de las áreas que constituyen ejes sustantivos de la vida de un museo, hay personajes que forman parte de la vida diaria de estos recintos, personajes que resultan oscuros o que permanecen tras bambalinas, pero sin cuyo trabajo sería imposible la operatividad cotidiana de la institución. Algunos de estos seres en la sombra son tachados de “adjetivos”; tal es el caso de los administradores y equipo que los asiste. Otros que permanecen en lo oculto son los que laboran en talleres de producción y áreas de mantenimiento y servicios generales: para muchos, parece que es más lucidor elegir una pieza que velar porque el baño funcione. Visibilizar el trabajo de todos es tarea ingente, no sólo por la propia estructura de los museos públicos (en particular), sino también porque el público comúnmente denuncia las ausencias o las fallas, pero no parece notar que el aire acondicionado cumple con su cometido. Así, parece que ciertas cosas “deben” seguir marchando, y quienes tienen en sus hombros la tarea de que la maquinaria continúe latiendo acompasadamente, suelen ser “adjetivos”.
La retroalimentación que las áreas sustantivas den a las de mantenimiento y administración es crucial para el buen desarrollo de los proyectos y de la operatividad cotidiana. Las áreas de seguridad y protección civil también son constante objeto de denuncia: esto, porque absorben la carga de descontento que puede comportar cualquier visitante que se dirige, en ocasiones con furia, al primer personaje con que se encuentra: olvidamos de pronto que el flamante curador o el director no está en los días y horas de mayor afluencia para recibir los comentarios del público.
¿En quién recae la responsabilidad de una experiencia fallida? ¿A quién le espetamos en la cara cuando no entendemos algo o no nos indican claramente el recorrido? Dramatis personae: todos somos parte de lo que el público recibe.
La descalificación que pesa sobre los trabajos operativos, de cara a los altamente especializados o académicos constituye un velo de injusticia sobre la labor que algunos realizan al interior de la institución museo. Inclusive esto se hace extensivo a las tareas de gestión. Ninguna institución se ha montado sobre las bases de la genialidad espontánea de un solo individuo, sino que su acontecer y permanencia dependen de la orquestación de un grupo de profesionales en diversas especialidades que logran que la gran maquinaria se siga moviendo. La tragicomedia o drama que a veces implica concertar todo lo necesario para que el público tenga una experiencia y se cuiden, exhiban y difundan adecuadamente las colecciones requiere de la participación de todos los personajes.